La niña de las estrellas (Novela). Capítulo 10
Publicado en Aug 08, 2011
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En la mañana del día 11 de enero de 1616, en el salón de visitas especiales del Castillo de Fontainebleau se encontraban, parlamentando mientras esperaban a que se les sirviese el desayuno, el Condestable Don Armand Duguesclín, el obispo de Luçón llamado Jen-Armand du Plessis o marqués Richelieu, y el caballero español Don Osé de Cervantes Saavedra. 
- Quisiera saber una cosa, caballero Don Osé... ¿de quién ha sido, realmente, la idea de que vos os quedaseis invitado a almorzar hoy con mi familia? 
- Que yo sepa es una petición urgente y muy personal de Elianne, señor Condestable. 
- ¿Qué sucede entre vos y ella, caballero? 
- Nada anormal, marqués Richelieu, nada anormal para una muchacha de dieciséis años de edad y un joven de veintitrés. ¿Vos pensáis que es anormal sentir atracción mutua entre una muchacha de dieciséis y un joven de veintitrés? 
- Según los dictámenes y las directrices de Su Santidad Paulo V, no está permitido que una jovencita se enamore seriamente a esa edad. 
- Pues ya que habláis de lo que es serio y lo que no es serio... ¿por qué permite la iglesia católica que caballeros adultos tengan relaciones sexuales con mujeres casadas con otros caballeros adultos ajenos a ellos? ¿Cómo llamáis a eso, señor obispo de Luçón?
Richelieu bajó la cabeza visiblemente avergonzado. 
- No, señor obispo de Luçón, levantad la cabeza y miradme fijamente a los ojos porque, al fin y al cabo, somos dos hombres varones, y contestadme seriamente a lo que os he preguntado con total honestidad. Entremos en el juego de lo serio de igual a igual. 
- La vida no la ha creado nadie del Vaticano. 
- Por supuesto que la vida no la ha creado nadie del Vaticano, a pesar de lo orgullosos que sois, pero desde el Vaticano se creen con la autoridad máxima y divina para controlar la vida de los demás. ¿Representáis o no representáis los designios de Dios? 
- Señor de Cervantes, sois todavía demasiado joven para entenderlo. 
- Yo sólo entiendo algo que es muy antinatural y que se llama fornicación, que se llama adulterio, que se llama prostitución... actos todos ellos contrarios a los principios cristianos de los que habla Jesucristo. 
- ¡Escuchad, caballero Osé!... ¿no sería mejor dejar ese tema de lado en estos momentos? 
- ¿De qué lado, señor Condestable?... ¿del lado de lo natural o del lado de lo inmoral?... a ver si me puede aclarar todo este asunto que se traen entre las manos toda la nobleza europea. 
- ¡Sería mejor que os fueseis de aquí después de haber desayunado! 
Ya comenzaban las tres sirvientas a servir el caliente café con leche y los suculentos bocados que los acompañaban. Entre ellas se encontraba la ya conocida por Osé de Cervantes Saavedra, quien le sonrió y se atrevió a dirigirle la palabra. 
- Muy buenos días, caballero... mis ojos se alegran de volver a verle de nuevo con tanta vida como siempre. 
- ¿Quién os ha dado permiso para dirigios así a un noble invitado por mí? ¡Sólo sois una vulgar y simple sirvienta así que guardad silencio mientras nos servís! 
- ¡Un momento, Condestabel! No es a vos a quien se ha dirigio sino a mí y yo, por supuesto, agradezco que una boca tan bonita me diga que se alegra de verme con esos ojos tan lindos que posee en un rostro tan bello. ¿Cómo te llamas, preciosa?. 
Richelieu comenzó a santiguarse. 
- ¡Dios mío! ¿Cómo es posible que consintáis esto? 
- No seáis hipócrita, señor obispo, pues vos también estáis viendo lo mismo que yo. Estáis viendo a una moza perfectamene bien hecha y bien sincera y por eso es necesario que en vez de santiguaros pidiendo perdón a Dios por ello lo alabéis dándole las gracias por haberla creado de esta manera. 
Ella sonrió nuevamente y antes de irse con sus dos compañeras, respondió. 
- Me llamo Claire. 
- Y es verdad que sois clara y sin engaño. Que tengáis felicidad siempre... 
Cuando las tres sirvientas se marcharon de la sala, el ambiente era mucho más tenso todavía. 
- Vuelvo a insistir en que os vayáis del castillo una vez terminado el desayuno, caballero Osé. 
- Y eso haré, señor Condestable, eso haré... pero no me iré sin ver por última vez a Elianne con vuestro permiso o sin vuestro permiso. Si queréis podemos zanjar la cuestión de otra manera. 
El Condestable comenzó a temblar viendo que aquel noble caballero español estaba dispuesto, si era necesario, a llegar a utilizar la espada. 
- No... por favor... no os lo toméis tan en serio... 
- Pues habéis de saber ustedes, los dos al mismo tiempo, que en realidad sólo es por ella por lo que me quedo a almorzar con ustedes pero si me hubiéseis invitado alguno de ustedes dos o los dos al mismo tiempo, sabe Dios que inmediatamente os lo hubiera rechazado. ¡No es para mí ninguna clase de gusto o placer estar aquí sentado, cómodamente junto a la chimenea y desayunando hasta el hartazgo, mientras que por ahí afuera de este castillo existen miles y miles de hombres, mujeres y niños que viven como esclavos de la gleba! ¿Sabéis a lo que me estoy refiriendo, señores caciques? Por mi parte estoy deseando marcharme para siempre de aquí para poder continuar con mi búsqueda. Cada hora que pierdo hablando con ustedes son sesenta minutos que pierdo para poder encontrarla. 
- ¿A quién os estáis refiriendo? 
- A nadie que os importe, señor obispo. Procurad meteos sólamente en vuestros asuntos políticos y en vuestras intrigas palaciegas ya que, por mi parte, podéis seguir intentando obtener los más altos poderes políticos y religiosos. ¿Vos creéis que Jesucristo, cuando habla del amor, se está refiriendo a toda esta inmundicia de intereses y abusos contra damas de la alta sociedad o incluso mozas campesinas que tanto apesta en toda la vieja Europa? Al fin y al cabo los españoles y los portugueses también pecamos como cualquier otro ser humano, pero somos más nobles al reconocerlo como pecados mientras vuestra vieja Europa donde se dignan llamarse más avanzados, más cultos, más llenos de sabios que mi patria, está llena de asuntos de tal bajeza moral que sólo os puedo definir coom hipócritas. Los españoles y los portugueses seremos menos cultos que todos ustedes, señorones con pelucas empolvadas; todos ustedes que se enorgullecen por vivir al norte de los Pirineos. Nosotros, al menos, tenemos la dignidad de reconocer nuestros pecados. ¿Y cuál es vuestra cultura de la que tanto alardeáis si es que se puede saber? ¿La invención de la Santa Inquisicíón? ¿Las Cruzadas? ¿La Guerra de los Cien Años por ejemplo? ¿Es la Guerra de los Cien Años la enorme, amplia, profunda y digna cultura de la idiosincrasia de todos ustedes los europeos que viven al norte de los Pirineos y que nos llamáis a los españoles y a los portugueses africanos? ¿Tan poco sabéis de Geografía e Historia que desconocéis que los primeros pobladores europeos habitaban en la Península Ibérica? ¿Es tan atrasada esta mi patria que ustedes, tan orgullosos como obesos de tanto comer, no hacéis más que predicar por todas partes? A ustedes les encanta mucho yantar y gustar de grandes perniles de cerdos mientras os refociláis con las damas ajenas, con las que más os apetece sólo por su presencia física. Sí. Es cierto que a veces los españoles y los portugueses hemos cometido pecados históricos pero si los comparamos con los de vosotros, cultos, orgullosos y obesos europeos de más allá del norte de los Pirineos, en una balanza de medir pecados, estoy seguro de que os avergonzariáis al ver el resultado final. Debajo de las alfombras de vuestros lujosos palacios y castillos sólo hay demasiado polvo y porquerías escondidas para no ser vistas. Ya no quiero hablar más de este tema pero tengo que deciros a vos, señor Condestable, que me quedo a almorzar sólo por verla a ella. ¿Habéis escuchado bien?. ¡Sólo por verla a ella por última vez en mi vida! Os deseo que os aproveche mucho este suntuoso desayuno pleno de café con leche y acompañado de tales suculentas tajadas de tocino y magro de cerdo porque yo me levanto ahora mismo de aquí. Por favor avisadme sólo cuando el almuerzo esté preparado; pero os vuelvo a repetir que si no fuese por ella yo ahora estaría ya a miles de kilómetros de distancia de este castillo que parece encantado por todos los diablos del mundo. Quedáos con vuestra ilustre y vieja Europa que tanta envidia tiene de nosotros, los españoles y portugueses, porque hemos sido los descubridores y primeros colonizadores de las Américas. No deseo desayunar al lado de quienes tanto nos odian por tal hecho histórico que no ha podido engrosar vuestras abultadas historias que más parecen propias de caníbales sin sentimiento alguno que de verdaderos seres humanos y, si no es verdad, preguntad a vuestras mujeres. 
Osé de Cervantes Saavedra salió de la sala, cruzó por el Salón de Baile y salió al jardín. Allí quedó asomado a la barandilla donde la noche anterior había tenido el enorme placer de besar a Elianne. En estos pensamientos estaba cuando recibió la imprevista visita de Madame Duguesclín. 
- No os preocupéis caballero... no vengo a criticaros nada. 
- ¿Acaso hay algo que se me pueda criticar a mí y no a los demás? 
- De eso precisamente deseo hablar. ¿De verdad estáis enamorado de Elianne? 
- Me da la sensación de que eso es algo que ya conocen todos los que aquí se encuentran. Al parecer los chismes avanzan más rápidos que las noticias. 
- Perdonad ese defecto nuestro de estar siempre chismeando y cotilleando lo que hacen los demás y os pido disculpas por ello. 
- Está bien. No es necesario que me pidáis perdón, señora. Yo, al fin y al cabo, sólo soy un ser humano nada más. 
- Pero muy noble, caballero, por todo lo que habéis demostrado desde que llegasteis a este castillo. Nunca jamás conocí nobleza como la suya. Por eso me duele que sufráis por tener que alejaros de ella. 
- Escuche, señora, el amor nunca hace sufrir y el dolor que produce sirve para ser más hombre en la hora de la verdad. 
- ¿Qué es para vos la hora de la verdad? 
- La hora de tener que ver las cosas tal como las ve uno mismo y no como las ven los demás. Es la hora de la verdad, Madame Duguesclín, esa hora que nunca nos miente. 
- Mi padre siempre me decía, desde que era muy niña, que cuando viera un hombre sufrir en silencio habría visto a un hombre verdadermente enamorado. 
- Si vuestro padre os dijo eso es que debe ser verdad. 
- Mi padre nunca me mentía... quizás a los demás sí pero nunca a mí... y por eso creo que aquí está sucediendo algo inexplicable para mí, algo que no llego a comprender bien del todo. ¿Seguro que Elianne sabe que os vais a marchar al terminar el almuerzo y que nunca más volveréis por aquí?. Estoy seguro de que le habéis dicho algo parecido y... sin embargo... la veo más feliz que nunca. Inlcuso yo diría que es la única vez que la veo feliz de verdad. ¿Qué habeís hecho con su corazón?. 
- ¿Quién creó el amor, Madame Duguesclín?. 
- ¿Dios?. 
- No lo dudéis ni por un momento. Es verdad que Dios creó el amor. Así que culpad a Dios por haberlo creado. 
Madame Duguesclín no dijo nada, puso su mano derecha sobre el hombro de Osé de Cervantes y se alejó sólo diciendo una frase. 
- Que Dios permita que encontréis el amor que estáis buscando. 
Osé de Cervantes quedó mirando al frente. En el jardín se oía el trinar de los pájaros y así estuvo, sin pensar en nada más que en escuchar el canto de las aves, hasta que le avisaron de que el almuerzo ya se iba a servir. 
- Está bien. Ya llegó la hora de ver qué es lo que Dios decide. 
La mesa era cuadrada y sólo para ocho personas. Don Armand Duguesclín estaba sentado con el caballero español a su derecha; al lado de éste se enocntraban Marianne Duguesclín y Maurice Duguesclín; al frente de él estaba una silla todavía vacía y a su lado Madame Duguesclín y a la derecha de ésta se hallaban Rose Duguesclín y Monique Duguesclín tan bonitas y silenciosas como siempre. Todas las damas estaban encantadoras y lucían sus mejores vestidos y sus mejores joyas. 
- ¿Es que no va a venir Elianne? 
- No se preocupe tanto, caballero de Cervantes, que no va a faltar a la cita. Para no ser nada para vos estáis demasiado ansioso por verla. 
- Marianne... es conveniente hablar cuando se sabe de lo que se habla. ¿Me véis acaso ansioso o solamente preocupado? 
Marianne Duguesclín no sabía cómo responder cuando, en esos momentos, hizo su aparición una Elianne más bella que nunca, con un vestido rojo que la hacía mucho más interesante y llevaba, en el cuello... ¡el collar de las estrellas de plata con un crucifijo de oro macizo y una amatista de color violeta moderado semejando la luna llena! Osé de Cervantes quedó totalmente absorto. ¡Elianne era Luna y Luna era Elianne! Ella se sentó frente a él sin dejar de mirarle a los ojos. 
- ¡Estás más bella que nunca! ¡Jamás he visto nada igual! 
Pero tanto el caballero español como Elianne no dijeron nada más. 
- ¡Prefiero que no haya ninguna conversación esta vez mientras almorzamos! ¡Tengo una tremenda jaqueca de cabeza y espero que después este caballero nos abandone para siempre! 
Osé de Cervantes reaccionó. 
- Vais demasiado deprisa, señor Condestable. Si no se puede hablar durante el almuerzo... ¿podríamos hablar vos y yo a solas cuando llegue la hora del café?. 
- Si me prometéis que os marcharéis después acepto encantado. 
- Tanto si aceptáis encantando o si aceptáis porque no os queda más remedio, tendremos que hablar a solas los dos. Y ya sabéis que mi palabra la cumplo siempre... así que estoy seguro de que mi palabra y la suya tienen puntos en común y el mismo objetivo. ¿O me equivoco? 
- No sé qué responder a ello. 
- Entonces os recomiendo que, en efecto, almorcemos en silencio todos los aquí reunidos. 
- Pero yo sí quiero hablar... 
- Lo siento, Marianne... yo soy vuestro padre y os prohíbo que habléis cosa alguna. 
Efectivamente, el almuerzo fue en profundo silencio... pero Elianne no apartaba para nada la vista del caballero español y este sabía que la había por fin encontrado. 
- Bien. Vayamos a tomar el café vos y yo a solas. 
- Perfecto, señor Condestable... es hora de saber y de no saber... 
Todas las damas que se encontraban allí, excepto Elianne que se mostraba muy feliz, quedaron como suspendidas en una interrogación existencial mientras los dos caballeros volvieron a la sala de los invitados especiales. 
- Siéntese y póngase cómodo, Don Osé de Cervantes Saavedra. 
- Sí. Pero no deseo para nada tomar más café junto a usted; así que hablemos solamente. 
- Bien. ¿Qué desea saber? 
- ¿Quién es Elianne? ¿Es Elianne la princesa Luna? ¿Es la conocida como la niña de las estrellas? 
- ¡Os equiváis de parte a parte! ¡Elianne es mi hija más caprichosa y ese collar que lleva puesto fue algo que yo le compré en un mercadillo de la ciudad de París!. ¡Se empeñó en comprarlo y no tuve más remedio que regalárselo!. Así que... os habéis equivocado... pues no es ella la niña de las estrellas que dejaron abandonada en las escaleras de la puerta principal de la Abadía de Saint Denis. 
- Yo creo que un collar de ese precio no se vende en los mercadillos sino en las cortes palaciegas. Así que me cuesta mucho creer que me estáis diciendo la verdad. 
- Y sin embargo es la verdad. 
- Entonces ya ha llegado la hora de partir. ¿Me permitís despedirme de ella?. 
- Sólo si no le decís nada más que adiós. 
- Esperad. No seáis tan desesperado porque la desesperación es la más impropia actitud de quien no está mintiendo. Le diré a ella lo que se me antoje decirle. 
Sin poder contestar nada más, al Condestable Duguesclín no le quedó otra alternativa que ver cómo Osé de Cervantes se levantó y fue en busca de Elianne a la que encontró en la sala de esparcimiento a donde sólo entraban las personas más relevantes del castillo. Junto a ella se hallaba el obispo Richelieu intentando hacer que olvidara al caballero español. 
- Perdonad señor obispo... pero esto no es cuestión de la iglesia... o por lo menos no es para mí cuestión de la iglesia sino cuestión personal entre ella y yo... así que haced el favor de dejarnos a solas. 
Richelieu soltó una palabra indecente y se alejó al instante. 
- Está bien, Elianne... ¿por qué me has mentido?. 
- Yo no te he mentido jamás, Osé. 
- Entonces... ¿dime en qué lugar compraste ese collar y por qué te haces pasar por ella?. 
- ¿Quién te ha dicho que este collar lo he comprado en alguna parte?. 
- Tu propio padre. 
- Pues te ha mentido él. Don Armand Duguesclín ni es mi padre ni tampoco mi madre es Madame Duguesclín. Cuando os han dicho de mí que no me comporto como una Duguesclín es porque no soy ninguna Duguesclín y yo creo que tú bien sabes quien fue mi padre y quien fue mi madre. Yo soy la niña que dejaron abandonada en las escaleras de la entrada principal de la Abadía de Saint Denis. Lo supe cuando cumpli los siete años de edad y me devolvieron mi collar y mis señas de identidad personal. 
- Entonces... ¿tienes algún inconveniente en venir conmigo para hablar con Don Armand?. 
- Pero ¿me crees o no me crees?. 
Mirándola a los ojos se sabía que no estaba mintiendo. 
- Te creo desde el primer momento que me dirigiste la palabra pero quiero que hablemos con quien se hace pasar por tu padre porque acabo de descubrir algo que es necesario que sepas. 
- Y después... ¿me llevarás contigo?. 
- No te llevaré contigo después. 
Ella estuvo a punto de llorar. 
- No. No llores. No te llevaré contigo después porque ya estás conmigo. No será después sino desde ahora mismo. 
Ella sonrió felizmente y se atrevió a besarle a él con todo el amor que podía transmitir. Después ambos fueron hacia la sala de los invitados donde Don Armand Dugusclín saboreaba un excelente café sólo pensando que el caballero español ya había abandonado el castillo. Así que la sorpresa que recibió fue mayúscula. 
- ¡¡Pero no os habéis ido todavía!! 
- Por supuesto que sí nos hemos ido ya los dos. 
- ¿Cómo que se han ido los dos?. 
- Quiero que confeséis ahora mismo, delante de ella, y sabiendo que nunca más la volverá a ver... ¿por qué quería que se quedase para siemrpe en el Castillo de Fontainebleau! 
- ¡¡Porque es mi hija!! 
- Eso es falso. ¿Queréis que os diga por qué queríais que se quedase aquí? 
- No siga más con eso. ¡¡Es mi hija!!. 
- Su padre fue Don Argirmiro de Olite, y ella es una princesa... por lo tanto no es vuestra hija ni tampoco la hija de su señora esposa. 
- ¿Quién os ha dicho eso?. 
- El mismo Argimiro de Olite. Pero la cuestión sigue sin aclararse. Responda a mi pregunta. 
Don Armand Duguesclín supo que ya la había perdido para siempre. 
- Eso es. Eso mismo que estáis pensando es lo que estábais deseando hacer. 
- ¿Cómo podéis leer mis pensamientos? 
- Sólo os miro a los ojos y lo descubro. Vos también estáis deseándola a ella, aunque lo disimuláis mejor que los demás, y estabais esperando a que cumpliese los veinte años de edad para tener relaciones sexuales de acuerdo con las bendiciones del obispo du Plessis, el manipulador Richelieu, a pesar de que estáis casado. ¿Me equivoco en algo?. 
- Pero... no entiendo cómo lo habéis descubierto... 
- Porque el obispo de Luçón tenía demasiado empeño en que fuese vuestra... ¿sabéis por qué?. 
- No comprendo por qué decís tal cosa. 
- Por la herencia real que iba a recibir como dote. Ella es, en verdad, una princesa y su madre es una Reina en la vida real. 
- No es posible... no es posible que sepáis tanto. 
- Os voy decir la verdad. Al principio no sabía quien era pero lo presentí cuando la besé por primera vez. 
- La culpa la tengo yo por haberos permitido tal cosa. 
- Lo que sucede es que no lo permitisteis vos sino Dios... y ahora hasta nunca... si es que ella quiere venir conmigo. 
- ¡¡Por supuesto que quiero ir contigo hasta el final del mundo!!. Desde el primer momento en que te ví también sentí que eras el hombre al que estaba yo buscando. 
- ¿Tú me estabas buscando a mí?. 
- De alguna manera sí. Te soñé un día, hace ya muchos años, y vi que tú también me estabas soñando. Vi tu rostro y vi tu figura abrazándome y besándome y siempre supe que eras tú pero quise dejar que lo descubrieras porque así era la mejor manera de conquistarte. 
- Dame la mano, Luna. 
Ella le dio la mano y, ambos juntos, ante la impotencia del Condestable por ver rotos todos los innobles planes que tenía previstos junto con el obispo Richelieu, se fueron hacia la cuadra. Una vez allí el caballero español sacó su caballo y montó en él. 
- ¿No me llevas contigo? 
- Antes debes saber una cosa muy importante. 
- ¿Qué cosa puede ser si ya no quiero más que estar contigo? 
- Que eres la hija de María de Médicis, la Reina de Francia. 
Luna quedó inmovilizada. 
- Eres libre para irte con ella. En la corte de París tendrás posibilidad de elegir a un verdadero príncipe y no a mí que sólo soy el hijo de un escritor. 
Pero ella no lo dudó. 
- No deseo ir a París. Estoy harta de los cortesanos por muy príncipes reales que sean. Prefiero un príncipe imaginario como tú. Llévame contigo a donde tú quiera ir. 
- Entonces... ¿quieres venir conmigo a Madrid? Tengo mil historias que contarte, mil cartas de amor para escribirte y millones de días y noches para amarte. 
- ¿Por qué precisamente a Madrid?. 
- Porque tengo que cumplir una última promesa antes de casarme contigo. 
- Sí. Quiero ir contigo a donde sea. 
- Entonces coge tu caballo y sígueme. 
- No. No quiero coger ningún otro caballo. ¿Cómo se llama el tuyo?.
- Jabato. 
- Pues entonces Jabato será también mi caballo si tú lo deseas. 
Él le tendió la mano, la sujetó firmemente y la montó delante. 
- ¡Vamos, Luna!. Alguien se va a alegrar mucho al verte. 
- No me importa nadie más que tú. Aunque fuese el mismo Paulo V quien me lo quisiera impedir no podrá hacerlo jamás. 
Y ambos salieron del Castillo de Fontainebleau sin volver la vista atrás. Ella era inmensamente feliz. Él también lo era.
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Foto del autor José Orero De Julián
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Novela.

Palabras Clave: Literatura Novela Conciencia Conocimiento Cristianismo.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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