La situación en general era tan incierta que un buen día me colgué el bolso, cerré la puerta con decisión y sin pensarlo demasiado me fui a tomar un café, no por las ganas en sí de tomar un café, porque ya ni eso quería, pero sí para verla. Sólo eso.
Me había propuesto hablarle, decirle alguna cosa distinta respecto del breve diálogo de costumbre. Iniciar una conversación. Aunque fuera algo efímero.
Naturalmente, en una situación tan incierta, esto parecía una insignificancia.
Resultaba difícil acercarse a ella. No quería importunarla delante de todos, ni tampoco enredarla a que sintiera la obligación e incomodidad de no poder hacer nada para atenuar su descontento y luego tener que continuar sola con su labor. Sin contar, ciertamente, que nada sabía yo acerca de su vida.
La verdad es que aún no sé si el hecho de que fuera tan joven inhibía o animaba mi confianza. Pero tal situación me hacía la espera insoportable.
Con todo, ese día, en forma casi instintiva me animé, pues de todos modos sabía que finalmente no perdería nada si confesaba aquello.
-No sé si será de alguna utilidad pero he guardado todas las monedas que fueron tocadas por tus manos. ¡Silencio! Te lo ruego. No digas nada -le dije haciendo un gesto con las manos, y encendido de vergüenza me volví para irme.
-¿Vas a volver? -preguntó tiernamente, como adivinando mi intención, y en un tono de voz casi imperceptible.
-¿Es una pregunta o un deseo? -dije, acercándome felizmente porque había escuchado su voz, pero esta vez dirigida hacia mí.
-Las dos cosas -replicó ella, bajando la mirada y con notable timidez, en un intento de ocultar su inolvidable sonrisa.
-Entonces la respuesta es sí -respondí. Y me marché. Pero nunca más volví.