LOS DE LA OFICINA
Publicado en Nov 30, 2011
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Hace dos meses, desde que trabaja en la oficina, que Laurita, cuando se despierta, es María. Le gusta, siente que la respetan, que la desean: algo hay en la palabra, piensa, además de que se trate de su primer nombre.  Lo pronuncia despacito, casi sin hablar, moviendo los labios delicadamente: María. Y es lo primero que dice cuando se despierta, antes de ir al baño, antes de salir de la cama, antes de mirarse. Porque nadie en ninguna otra parte la llama así y, por eso, mientras se estira en la cama, pateando almohadones y tirando las sábanas al piso, sonríe, como hace todas las mañanas desde que trabaja en la oficina, desde que, además de Laurita, es María.
Va al baño para lavarse los dientes y se queda un rato frente al espejo: se mira los hombros desnudos, floreciendo de los breteles de la remerita sin mangas que usa para dormir y a María la desean, piensa. A Laurita, no. Termina de cepillarse y se arregla. Porque, desde hace dos meses, se arregla: elige los aritos según el color de los zapatos, se hace un rodete alto para que se le vea la nuca y hasta se maquilla los ojos. Cuando termina, se acuerda de Lucho y del próximo sábado. Niega con la cabeza antes de ir a la cocina a preparar mate.
Mientras guarda las cosas en el bolso, escucha que hierve el agua. Saca la pava ayudándose con un repasador, la lleva a la mesa y, se sienta. La sorprende la voz de su padre que, enfatizando la primera y la última sílaba, como si imitara el tono propio de la gente del campo, le dice:
-                     Cómo nos arreglamos, eh…
A Laurita le hubiera molestado el comentario, de no haber percibido cierto orgullo en la sonrisa de su padre. Le da un beso en la mejilla y le convida mate pero él dice que no, que todavía le quedan dos horas, que sólo se levantó para buscar agua y le acaricia el pelo antes de volverse a su cuarto con una botella de medio litro de agua en la mano. Cuando se queda sola, Laurita vuelve a ser María y, entonces, toma tres mates, se cuelga el bolso, apaga las luces y se va.
El cincuenta y nueve llega rápido. Se sienta en el último asiento de la fila doble, el que da a la ventanilla, y se vuelve a acordar del próximo sábado. No sabe qué hacer. Quiere ir pero sabe que, si va, eso de sentir que la desean va a ir en serio. Porque va a estar Lucho, y Lucho quiere cosas.
Ella no quiere. Pero quiere. Cuando se baja del cincuenta y nueve, le molesta no haber decidido nada pero el día está muy lindo y no quiere estar de mal humor: lo mejor va a ser esperar a último momento, decidir sobre la hora, no premeditar.
Deja las cosas en su escritorio y le sorprende que todavía no haya llegado Fernanda. Aprovecha para calentar agua en el microondas y preparar mate.
-                     Buenos días, María…- dice la jefa estirando su nombre, como si el saludo no hubiera terminado y María percibe, otra vez, esa exagerada manera de pronunciarla que tanto la inquieta. Responde al saludo sin levantar la cabeza, algo nerviosa, y Fernanda la toma suavemente de un brazo, por detrás, mientras le pregunta si no le va a dar un beso y, entonces, Fernanda rápidamente se ríe y empieza a hablar de trabajo. Siempre hace lo mismo, piensa María, mientras cede al pedido con un beso de cortesía, y una nunca puede estar del todo segura, se dice: a los hombres les hace lo mismo. Fernanda sigue hablando de trabajo pero María ya no la escucha porque llega Michael. Si Fernanda le sugiere múltiples inclinaciones, Michael le resulta neutro: no puede asegurar ni una cosa ni otra. No sabe. Con pocas personas pasa eso, piensa mientras se aleja para ponerle yerba al mate y deja al recién llegado interpretando el mismo e invariable saludo de cada mañana (Hola Fer, Cómo anda Michael, Mejor imposible, Siempre tan sonriente, Con jefas como usted, etcétera).
Cuando María se sienta y ceba el primer mate, llega Laura que, inquieta, con la urgente necesidad de hablar con alguien, responde al saludo de María sonriendo y achinando los ojos. Laura se pregunta si Dolores y Vicky ya habrán llegado. No van a comentar nada útil (porque Dolores es un piojo resucitado y Vicky una inmadura obsesionada por la estética), pero con alguien tiene que hablar, piensa: a alguien le tiene que contar que lo extraña pero tiene que esperarlo. Que no es orgullo, sino madurez y respeto. Porque llamarlo sería empezar otra relación, una relación en la que los abandonos ya no se tomarán en serio y, entonces, todo se va a volver rebuscado y ficticio. Qué saben ellas, se repite mientras deja su bolso y comprueba que las chicas no llegaron. Las cosas de Martín tampoco están en su escritorio. Igual, a Martín no le iba a hablar, admite mientras intenta prender la computadora que no prende porque está desenchufada y empieza a tener la vaga sensación de que todo está en su contra, de que, hoy, todo le va a salir mal.
Desde que Leandro se fue, cada vez que piensa en Martín se pregunta si es posible que Vicky tenga razón: pertenece a otro mundo, no habla con casi nadie pero conmigo sí, piensa: mucho. Algo pasa y no puede ser sólo una cuestión geográfica: Vicky también se sienta a su lado y a ella ni la mira. Pero sabe que es improbable, que no puede ser, que son ideas que su amiga le cuenta sólo para incomodarla porque no puede soportar que Martín le hable tanto y a ella ni la mire.
Laura cree que las mujeres como Vicky son las que complican todo: las que, desesperadas por llamar la atención de todos los hombres, desprestigian el género y lo convierten en algo subordinado al hombre, algo que no es una mujer. Pero, yendo al baño, se encuentra preguntándose, otra vez, si será posible que le guste a Martín, si será posible que haya dejado a Leandro sólo para ver si todavía la desean otros hombres, para demostrarse que Leandro no es su última chance y le duele el orgullo porque, entonces, no soy tan distinta a Vicky, asume en silencio.
Faltan diez minutos para las nueve, diez minutos para empezar a trabajar y se tiene que quedar con todo eso adentro porque Dolores y Vicky no llegan. Laura no puede estar tanto tiempo sola y piensa que la cabeza le va a explotar si no habla con alguien. Entonces, va hasta la máquina de café sin saber bien para qué porque no le gusta el café y menos el de la máquina. Michael espera su cortado mientras Eduardo, que está a su lado tomando un té, le jura que el mundo se rige por las matemáticas y sostiene el juramento con una argumentación que Laura le conoce de memoria, con esa jactancia de profesor frustrado que no sabe qué hacer con todo el conocimiento que adquirió. Deja de escucharlo y se queda mirando, algo abstraída, los delicados movimientos con los que Michael revuelve su café.
Michael me escucha, le interesan estas cosas. Es lógico: dicen que los putos son sensibles y las matemáticas son la cosa más sensible del universo, piensa Eduardo con orgullo mientras saluda a Laura que se acerca a la máquina pero cambia de rumbo a último momento haciéndole gestos a Dolores y a Vicky que acaban de llegar. Cuando vuelve a su escritorio, Eduardo voltea para verla: es hermosa pero no se puede, algo en su hermosura le provoca rechazo, piensa mientras se toma lo que queda del té: tal vez esa desesperación, esa irremediable necesidad de ser mirada. A menudo fantasea con las cosas que le haría pero sabe que no le va a hacer porque, suponiendo que pudiera acceder a una Vicky, para hacérselas tendría que quererla y es imposible querer a una mujer como Vicky, sobre todo cuando se está de novio desde los dieciséis años con la misma chica. Y es eso lo único que le impide ser completamente feliz con Luciana: no haber estado con otras mujeres y me debo estar perdiendo de algo de lo que me voy a arrepentir toda mi vida, se dice Eduardo mientras responde los primeros mails sin saber bien para qué ni para quién, ni a dónde van, ni quién los lee y siente que su trabajo es absurdo, que le pagan demasiado y que resulta inverosímil que en tan poco tiempo haya podido reunir la mitad del dinero que necesita para hacer el viaje a Europa que sabe que no va a hacer porque Luciana quiere gastar el dinero en la fiesta de casamiento: en una sola noche, recuerda con tristeza.
¿Alguien lee estos correos?, duda mientras redacta una respuesta para otro sector de la empresa con el que nunca interactuó y se pregunta si tendrá su oficina en el mismo edificio o si estará en cualquier otro sitio de la ciudad. Un mensaje de Luciana le dice que esta noche llega tarde, que le dejó salame en la heladera y que hay cerveza. Eduardo se acuerda de cuando eran compañeros de secundario y él comió un sándwich de salame en un recreo. Desde ese día, Luciana cree que es su fiambre preferido, que no lo era pero, ahora, se confiesa algo conmovido, lo es. Sabe que, en cierto modo, es muy afortunado, pero Vicky es hermosa y nunca la voy a tener, piensa mientras Lucho lo invita a fumar un cigarrillo. Eduardo se queda mirando la remera de su amigo, violeta intenso, se ríe de la vincha que usa a la altura de un flequillo que todavía no creció y piensa que los tipos como Lucho son los responsables de que existan las mujeres como Vicky: porque ese manoseo constante endulzado con palabras de afecto y piropos mundanos, aumenta el ego de las chicas en forma gratuita y el amor es un negocio, como lo sabe cualquiera, piensa, es matemática, uno más uno igual dos. Pero los tipos como Lucho dan gratis, no reciben nada, arruinan la ecuación y le generan a mujeres como Vicky un horizonte de expectativas que, luego, se vuelven requerimientos para todos los hombres y dejan afuera a los tipos como él, como Eduardo, que, si no estuviera con Luciana, tampoco podría acceder a una Vicky, por culpa de tipos como Lucho.
Y, entonces, no entiende por qué lo lleva en el auto todas las mañanas. Está a punto de aceptar el cigarrillo que le propone cuando recibe un correo de Fernanda, que lo llama a su oficina para evaluar el trabajo de la última semana y le pide que lleve mate porque no desayunó. Le dice a Lucho que lo espere, que van después de la reunión, que no va a tardar mucho y va hasta la oficina de su jefa. En el camino, saluda a María que responde con una leve inclinación de cabeza. Fernanda lo espera con medialunas y le dice que la reunión será breve, que con él nunca tiene trabajo, que es el mejor empleado de la oficina y, cruzada de piernas, le señala con una mano la silla contigua para que se siente junto a ella. Eduardo se sienta, ofreciéndole un mate, y piensa que es siempre lo mismo, que Fernanda disfruta de incomodarlo como lo demuestra, otra vez, el gesto exagerado, apretando los labios y levantando las pupilas, para tomar el mate, para decir que está muy caliente, enfatizando el “muy”, pero riquísimo, estirando la segunda sílaba. Fernanda elogia su gestión y le dice que, si es tan eficiente en la vida como en el trabajo, él y su novia la deben pasar bastante bien. Eduardo sonríe nervioso y firma la evaluación antes de que su jefa lo pidiera. Se levanta y se va. Cuando sale, sin volver a su escritorio, le hace un gesto a Lucho para avisarle que ya pueden bajar.
-                     ¿La vieron hoy a Vicky?-pregunta Lucho para romper el hielo, cuando ya están los tres en la vereda.- Ese escote da miedo.
-                     ¿Por qué no hacés algo de una vez?- arremete Eduardo.
-                     ¿Yo? Yo no le gusto.
-                     Qué no le vas a gustar, si se bajó a media oficina. Además, si no le gustás, ¿para qué le estás tan encima? Así le vas a gustar menos.-inquirió Eduardo.
-                     Qué se yo, la quiero…
-                     ¿La querés?
-                     Bueno, no.
-                     Vicky no quiere que la quieran, ¿no ves cómo se viste? Ninguna chica que se vista así quiere que la quieran.
-                     Yo la veo triste…-duda Martín, pero pasa inadvertido.
-                     A las minas como Vicky, no hay que tomárselas en serio-dice Eduardo mientras tira la ceniza golpeando el cigarrillo con el dedo del medio-, quieren divertirse.
-                     Nadie quiere divertirse solamente-susurra Martín sin convicción.
-                     Vicky sí, ¿o la ves para el matrimonio, vos?
-                     Y no, con esas tetas…-responde, sonriendo, Lucho.
-                     Pero no, nadie quiere diversión. Faltan cosas- vuelve a insinuar Martín, mirando hacia la calle, como si hablara solo.
-                     Esas cosas se las dan gratis los boludos como éste-dice Eduardo señalando a Lucho para luego, mordiéndose el labio inferior, golpear amistosamente a su amigo y disminuir la seriedad de sus últimas palabras. Tiran los cigarrillos y vuelven al edificio.
En el ascensor, no hablan. Eduardo vuelve a pensar en Vicky y en las cosas que le haría pero no le va a hacer nunca porque ni aunque dejara a Luciana podría hacérselas, y si Vicky supiera las cosas que se me ocurren, no me vuelve a dirigir la palabra, piensa mientras se abre la puerta y lo sorprende, del otro lado, la cara de Vicky.
-                     Buenos días, Victoria-alcanza a decir tartamudeando.
Martín niega con la cabeza y Lucho se ríe mientras empuja a Eduardo y repite “Victoria” varias veces, imitando la voz impostada de su amigo. Victoria, me dice éste, piensa Vicky mientras repite mentalmente los pedidos de Dolores y de Laura, que la esperan en la plaza a las tres. Victoria, me dice, como si llamarme así, mientras me mira con esa cara de estúpido, marcara alguna diferencia con los demás.
Vicky camina hasta la rotisería de la esquina envidiando a la novia de Eduardo, porque cree que debe ser un buen novio. Cuando llega, está contenta porque se acuerda de los tres pedidos: va a volver a la plaza con todo y no va a tener que aguantar los hirientes reclamos que Dolores, con esa envidia de mujer que se casó demasiado joven, le escupe cada vez que puede, piensa sonriendo.
En la plaza, se acuerda de que no tiene nada para ponerse el sábado: ya usó todo en la oficina y necesita algo nuevo. Por un instante, piensa en no ir: para qué ir, ni sé para qué voy, nunca pasa nada. Pero no tengo más planes y no me voy a quedar sola en casa el sábado a la noche, concluye. La idea de estar sola en casa le recuerda a Andrea y, últimamente, cada vez que piensa en Andrea y su viaje al sur, se llena de dudas y todo le parece frágil, la realidad se le dibuja caprichosa, sin sentido y, entonces, no sabe por qué no aceptar la propuesta porque, en verdad, nada la ata a este departamento, a este trabajo, a estos amigos, a esta familia y, sobre todo, a estos recuerdos. Pero ahora no quiere pensar en todo eso, quiere hablar con las chicas y olvidarse de todo.
-                     Hacé algo con Martín de una vez. No sé qué esperás.
-                     A Martín no le gusto.-responde Laura- A Martín no le gusta ninguna.
-                     Por eso. Habla únicamente con vos. No le gustará ninguna pero a vos te quiere.
-                     Y eso qué importa.
-                     Capaz tiene novia.- agrega Dolores, integrándose a la conversación.
-                     Qué va a tener…- se indigna Vicky.
-                     No, no tiene.- confirma Laura.
-                     Lo odio.- sentencia Vicky, que no puede comprender tanto desprecio: su mirada inexpresiva cuando ella le sonríe, su falta de comentarios cuando va a la oficina con vestido.
Comen en silencio sus ensaladas cuando, a lo lejos, se acerca Lucho haciéndole señas a Vicky, que lo reconoce a la distancia por el violeta de la remera. Les grita que no se olviden del sábado y, cuando parece que se está yendo, se arrepiente y vuelve para abrazar la, darle un beso en la frente y decirle a las otras dos que no dejen sola a su amiga, que vayan el sábado.
-                     A ése también lo odio.- confiesa Vicky cuando Lucho se va.
-                     ¿A Lucho?- pregunta Dolores, sorprendida.
-                     Sí. ¿No vieron cómo mira a María? Le gusta.
Tiran los restos de comida a la basura y un hombre con acento español les pregunta dónde queda la nueve de julio. Vicky se acuerda de Facundo y no vuelve a hablar hasta el ascensor. En silencio, piensa en qué estará haciendo allá, en éste momento, y en que irse con Andrea puede ser una forma de volver a estar completamente sola para  dejar de estar completamente sola.
Cuando vuelve a su escritorio, por primera vez Martín se asoma para preguntarle si le pasa algo. Vicky, todavía vulnerable, le dice que no mientras arquea la espalda y junta los hombros para recuperar su confianza y, entonces, Martín se vuelve a su escritorio sin decir nada más. Pasa casi una hora sin poder trabajar, angustiada. Piensa en todo al mismo tiempo: en Facundo y España, en Andrea y el sur, en que todos se van, en la novia de Eduardo, en que hace mucho que un hombre no le acaricia el pelo ni la toma de la mano y, cuando está por ponerse a trabajar para dejar de pensar, aparece Lucho sonriendo y Vicky empieza a llorar. Ella no le dice nada pero Lucho la consuela con frases de receta. Se deja abrazar pero no se mueve, le dice que se quiere ir, que va a hablar con Fernanda.
Fernanda le dice que se vaya tranquila, le acaricia la mejilla izquierda y le dice que una chica tan linda no debería llorar. Nunca. Vicky, recoge sus cosas y espera a que llegue el ascensor. Totalmente despreocupada, como si irse de la oficina fuera la solución a todo, sonríe alegremente cuando Michael, desde dentro del ascensor, le abre la puerta y le da un beso, comentando lo absurdo que resulta saludarse a las cinco de la tarde.
Siempre tan amable y sonriente, como si le gustara venir a trabajar, piensa Michael mientras camina hasta su mesa de trabajo. Ya está el quinto cigarrillo, queda sólo una hora, se dice: fumó un cigarrillo de más, se pasó diez minutos y, entonces, trabajará arduamente la última hora, para compensar. Tapa con un papel el extremo inferior derecho del monitor para ocultar el reloj de Windows y no distraerse: redacta y responde mails con mucha agilidad, casi sin pensar en lo que escribe.
Cuando se hacen las seis y todos se saludan, Michael se da cuenta de la hora y. mira, como todas las tardes, el escritorio vacío de Martín que, otra vez, se fue sin saludar a nadie. Cómo es, con quién vive, qué le gusta, a quién quiere, se sorprende pensando con la vista clavada en el escritorio vacío y, entonces, como si quisiera escaparse de alguna parte, empieza su clásica ronda de sonoros e invariables saludos. Cuando se van todos, acomoda los papeles, guarda los archivos que no terminó y apaga la computadora. Se repite, cada tanto, que hoy es lunes; que hoy, no.
En el colectivo, siente que no es nadie, que no tiene ningún peso en el universo, que ni su familia se enteraría si, de golpe, un día desapareciera. Lo alivia ser tan prescindible: nunca pudo con los compromisos y lo angustia profundamente que alguien, en alguna parte, pudiera esperar algo de él. Se baja y, mientras camina hacia su casa, se encuentra pensando en que es como si no hubiera terminado de crecer, como si, en palabras de su madre, le hubiera faltado un hervor. Sonríe al abrir la puerta del ascensor y marcar el séptimo, repitiéndose que no, que es lunes; que hoy, no.
Busca algo para comer, no encuentra nada y, entonces, pone a hervir agua. Mientras se calienta, acomoda un poco el desorden que dejó la noche anterior en la mesa: recortes, papeles, boletos y fotos. Sobre todo, fotos. Y no va a volver a pasar lo de anoche; si es necesario, ni las voy a mirar, se dice mientras retira las fotos tomándolas boca abajo para que no vuelva a pasar lo de anoche. Pero no se puede olvidar del desafortunado descubrimiento, de la culpa que le da saber que Alejandro tiene cuarenta y dos años pero no poder precisar la edad de Miguelito. Y, entonces, poco a poco vuelve a envejecer, porque éstas cosas, éste darse cuenta, cuando llega, llega para doler por mucho tiempo, para ser un peso, una culpa que irá creciendo con los años y que vuelve necesario el dolor, que busca en noches como la de anoche, con la única intención de redimir, de alivianar el peso de esa culpa, y, entonces, el círculo se vuelve vicioso y más que círculo es espiral y cómo no debilitarse, cómo no romper cualquier promesa que se haya hecho la noche anterior, cómo no rendirse.
Sin sacar la olla del fuego, Michael agarra las llaves y sale hasta el almacén de la esquina.
 
 
 
 
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Descripción

Una oficina. Un da de trabajo. Ocho horas. Cinco personajes que comparten su lugar de trabajo hace cierto tiempo son abordados, cada uno a su tiempo, por un narrador que los conoce demasiado bien. El relato se construye en cinco segmentos, cada uno de los cuales es comandado por las acciones y pensamientos de un personaje: Mara, Laura, Eduardo, Vicky y Michael. El texto pretende reflejar que, en las relaciones laborales, todo es interrogacin y duda. Nadie sabe nada de nadie.

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Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Derechos de Autor: Leandro Diego


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