ABEL
Publicado en Nov 30, 2011
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La primera vez que lo vi, acaso la única, fue en un concierto, en el estadio de Vélez. Me habían encargado cubrir el evento completo, desde la prueba de sonido, así que llegué temprano, al mediodía, para almorzar con los técnicos. Después de comer, me quedé hablando con Chávez, el ingeniero de sonido, con el que ya había entablado cierta amistad. Los músicos llegaron más tarde, cada uno por su lado, para probar los equipos y, sin que me diera cuenta, pasaron dos horas. Spinetta no llegaba. Empecé a pensar que había sido un error ir tan temprano: desfilaban por el estadio los nombres más ilustres del rock argentino pero a mí me habían pagado por Spinetta, que no llegaba.
Le pedí a Chávez que me llamara cuando apareciera Luis: no tenía sentido estar ahí sin él. Crucé Juan B. Justo y caminé hasta encontrar un bar. Limpié las lentes, el teleobjetivo y después, algo aburrido, revisé el diario. Cuando estaba a punto de volver sospechando que Chávez se había olvidado de avisarme, me llamó.
La prueba de sonido fue bastante larga. Cuando terminó, faltaban todavía dos horas para que empezara el concierto y yo ya estaba cansado. Más de la mitad del campo se había llenado cuando cometí el error de hablar con algunos colegas. Después de contar sus últimas anécdotas con famosos, me felicitaron y me preguntaron por la novela. Antes de que yo respondiera, empezaron a opinar. Fingí que me esperaban en la entrada y me fui lo más cerca de la puerta que pude, para asegurarme de no volver a cruzarlos. Recorrí el campo para tomar algunas fotos del público, y lo vi.
Estaba parado al lado de la torre de control, comiendo bizcochitos agridulces que sacaba con cierta compulsión de una mochila negra y gastada (que le colgaba de un hombro y  había pasado por debajo de la axila para achicar la distancia entre los bizcochos y su boca). Era muy flaco, un poco desgarbado, y tenía el pelo castaño y revuelto. Con el brazo izquierdo apretaba la mochila contra el cuerpo mientras que, con el derecho, trasladaba los bizcochitos con la muñeca inclinada hacia abajo. Los movimientos eran lentos pero continuos. Algunas migas le quedaban enganchadas en la barba de tres días. No tendría más de cuarenta y cinco años. Llevaba pantalón claro con agujeros en las rodillas, remera blanca y zapatillas de lona azules. Terminó los bizcochitos, se colgó unos largavistas del cuello y pasó la mochila para atrás. Cuando prendió un cigarrillo, vi que sus labios eran finos y la cara grande, de rasgos fuertes: ojos hundidos, nariz puntiaguda, algo respingada, y frente amplia.
Mientras lo miraba, un borracho (sin remera y con los brazos en alto) pasó frente a nosotros, gritando. Varias veces. Gritaba siempre la misma frase. Lo fotografié y quise anotar lo que decía (tal vez para ponerlo en el epígrafe) pero no recodaba todas las palabras. Le pregunté a una jipi de violeta que tenía cerca pero tampoco se acordaba. Resignado, estaba por guardar el anotador cuando una voz ronca y grave me dijo: gracias vieja por traerme a la ciudad; si no fuera por la música, no nos salva ni Tarzán. Lo que decía el borracho. La jipi y yo reímos mientras él, llevándose el cigarrillo a la boca, nos dijo con cierta solemnidad que era una canción de Pedro y Pablo, que al borracho lo veía en muchos conciertos y que siempre citaba frases de canciones: cada vez, una distinta.  
Hablaba lento, modulando mucho, pronunciando cada palabra con excesiva entonación. Quise decir algo para continuar el diálogo  pero se escuchó un bajo y el público enloqueció. Me adelanté, apurado para cubrir la salida, pero sólo para comprobar que el bajo se había caído. Todos se callaron de golpe.
Cundo volví a la torre, lo vi muy concentrado, mirando con los largavistas hacia el escenario. Me acerqué y le dije que era falsa alarma, que se había caído un bajo. No me contestó. Algo sucedió en la platea derecha y la policía sacó a un hombre con la cabeza cubierta por una campera. El campo respondió con el típico cántico contra las fuerzas armadas. Él guardó los largavistas e insinuó un chiste: era hora de cantar algo más civilizado, terminar con las rivalidades y gritar que el que saltara, sería un civil. No me pude reír. Pero él sí. Tenía una risa fuerte y pausada, casi exagerada. El chiste había sido malo pero era una buena oportunidad para empezar un diálogo. Mientras pensaba qué decir, se apagaron todas las luces del estadio. Los aplausos y los gritos me sacaron de situación. Fui al escenario para cubrir la salida y lo perdí de vista.
Fue uno de los conciertos más largos a los que asistí: más de cuarenta canciones. En la mitad, promediando las dos horas, hubo una pausa que aproveché para buscarlo. Fui hasta la torre de control y miré a mi alrededor a través de la cámara, pero no lo encontré. Volvieron a apagar las luces, se reanudaron los aplausos y los gritos (esta vez menos eufóricos) y tuve que volver al escenario.
Cuando terminó el concierto, quería una sola cosa: encontrarlo. Corrí hacia la puerta empujando gente: me crucé con la jipi de violeta (que me sonrió) y con un par de colegas que me saludaron amistosamente. A él no lo vi.
Me quedé afuera un rato, revisé las paradas más cercanas de colectivos, las filas de taxis, los autos que salían del estacionamiento. Nada. Lo había perdido. Finalmente, me fui resignado a no volver a verlo jamás.
Y no lo volví a ver jamás.
Pero en las semanas posteriores al concierto, no pude sacármelo de la cabeza. No era la primera vez que me pasaba: cuando alguna persona llamaba mi atención, por el motivo que fuere, yo acostumbraba seguirla durante algunos minutos para observar sus movimientos. Si algo de lo que veía me atraía, tomaba nota de los datos surgidos durante la persecución y, al volver a casa, intentaba escribir alguna historia sobre mi perseguido. A veces funcionaba y, a veces, no.
 
 
Pero no puedo escribir una historia sobre él. Primero, porque tengo muy pocos datos (apenas lo vi en dos oportunidades muy breves) y no quiero correr el riesgo de que mi literatura no esté a su altura. Segundo, porque no me alcanza convertirlo en personaje y diseñarle un destino. Con él, no me alcanza. Tengo que hacer otra cosa. Y un segundo encuentro entre nosotros, que puede parecer inverosímil, es, en realidad, altamente probable. Él dijo que había visto al borracho en varios conciertos y reconoció de inmediato la frase de Pedro y Pablo. Yo me gano la vida como fotógrafo de conciertos. No resulta, entonces, tan improbable que pudiéramos volver a cruzarnos en algún otro concierto.
Sábato pensaba que prácticamente ningún encuentro entre dos personas era casual, que siempre tenía un sentido y que obedecía, aunque fuera inútil tratar de explicarlo, a oscuras fuerzas de atracción. Existen en la socie­dad estratos horizontales, formados por las personas de gustos semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?) no son raros, sobre todo cuando la causa de la estratificación es alguna característica de minorías. Me ha sucedido encontrar una persona en un barrio de Berlín, luego en un pequeño lu­gar casi desconocido de Italia y, finalmente, en una librería de Buenos Aires. ¿Es razonable atribuir al azar estos encuen­tros repetidos?, dice en El túnel. Lo que no podemos explicar, agrego yo, ni premeditar, son las circunstancias del encuentro. Puedo cruzármelo de nuevo en cuatro días o en diez años, en un concierto en Buenos Aires o en un café en París.
Pero no puedo esperar a que se alineen los astros o se decidan a actuar las fuerzas de atracción. Necesito encontrarlo, verlo, espiarlo. Y lo necesito ahora.
Por eso voy a escribir el segundo encuentro y dejarme llevar por lo que suceda después de él. Lo voy a llamar Abel. Me gusta, es bastante fiel a esa mezcla de compasión y respeto que me produjo cuando lo conocí.
-          Será muy fiel pero no tiene música. Suena mal. No me gusta.
-          Es una decisión tomada, Abel.
-          Está mal. No deberías decidir cosas sustanciales, como el nombre de un personaje. Y mucho menos defender esas decisiones con ingenuo estoicismo pre-literario. Que la literatura decida algunas cosas.
-          Con todo respeto, por cuestiones lógicas, dudo de que un personaje mío pueda saber más que yo.
-          Vos sabrás. Seré uno más de tus personajes disconformes con su nombre. Ya son varios.
 
 
En un modesto teatro de San Telmo tiene lugar la reunión de Vox Dei, que me habían encargado cubrir. Entro y lo veo: solo, sentado en una mesa de la segunda fila, pegado a la pared de la izquierda. Está vestido igual que en el primer encuentro: la remera blanca, el pantalón clarito agujerado en las rodillas y las zapatillas de lona azules. No le veo la mochila y, esta vez, no tiene los largavistas.
Cuando termina el concierto, salgo para esperarlo en la puerta y ver hacia dónde va. Lo sigo, a distancia prudente, por Defensa. Dobla en México y, camina hasta la esquina de Perú, donde se queda a esperar el veinticuatro. Dudo: tomarme el mismo colectivo que él sería peligroso, pero tomarme el próximo podría significar un error lógico y un fracaso irreparable: perderlo en mi propia literatura.
Resuelvo tomar un taxi y pedirle al chofer que siga al colectivo, hasta que lo vea bajar. Se baja en Lavalle y Junín. Mientras le pago al taxista, Abel entra en el edificio. Camino rápido hasta la puerta, pero ya no puedo verlo. Por segunda vez, estoy por resignarme a no volver a verlo nunca más…
 
 
Pero, en pos de la continuidad de este relato y de allanar el camino literario de obstáculos lógicos, voy a decidir que frente a la casa de Abel, en Lavalle al dos mil, hay un hotel.
-          Pero, por favor.
-          Comodidad literaria, dejáme seguir.
 
 
… Y así hubiera sido, de no ser por el hotel que la suerte me depara encontrar, justo frente al edificio de Abel. Entro y alquilo una habitación que da justo a su balcón…
 
 
-          Indignante.
 
 
…, preparo el soporte de la cámara, le pido a la recepcionista que me despierte a las ocho para desayunar y me voy a dormir.
Al día siguiente, desayuno temprano y veo que Abel se despierta a las nueve. Se baña, prepara desayuno para dos y, cuando está todo listo, despierta a su madre que duerme en el diván del living. Con movimientos lentos, la levanta y la sienta en la silla de ruedas. La lleva hasta la mesa, toman café y comen tostadas. Cuando Abel va al cuarto para arreglarse, veo que está lleno de pósters viejos de rock y que tiene varias guitarras colgando de unos atriles empotrados en la pared.
 
 
-          No, no tengo pósters en el cuarto. Tengo cerca de cuarenta y cinco años y me llamo Abel. No tengo pósters en el cuarto.
-          Debo insistir.
-          Deberías necesitar menos cosas de tus personajes y, al menos a mí, dejarme ser.
 
 
Abel va al cuarto para arreglarse y veo que está lleno de cuadros viejos (de esos que no se cambian durante años, que vienen con la casa y juntan polvo en los marcos). Cerca del mediodía, Abel, sonriendo, seguro, por su reciente victoria, se va del departamento. Vuelve pasadas las diez. Durante esas horas de soledad, la madre teje y lee revistas moviendo su silla hacia adelante a medida que el sol se retira del living. Empezó la mañana en la mesa y termina la noche junto al balcón. Abel cena junto a su madre, como a la mañana. Luego, la acuesta en el diván, se baña y se va a dormir. Aprovecho para bañarme yo también y, cuando termino, le pido a la recepcionista que me vuelva a despertar a las ocho, con el desayuno.
Las primeras dos semanas me quedo en el hotel todo el día  para aprenderme sus horarios y movimientos: vuelve siempre de noche, entre las diez y las diez y media. Los lunes, los miércoles y los viernes, se va al mediodía. Los martes y los jueves, más temprano, apenas pasadas las diez.
La tercera semana, me animo a seguirlo: descubro que trabajaba en el centro, de tres de la tarde a nueve de la noche y que los martes y jueves se junta a almorzar con dos amigos en un bar en el que hablarían de música.
 
 
-          Protesto. Ya sacaste los pósters. ¿Para qué esmerarte en encasillarme en algo que ya no soy? Hablamos, a veces de música, y, a veces, de otras cosas.
 
 
La tercera semana, me animo a seguirlo: descubro que trabaja en el centro, de tres de la tarde a nueve de la noche y que los martes y jueves se junta a almorzar con dos amigos en un bar en el que hablarían, a veces, de música y, a veces, de otras cosas.
El viernes a la noche, pasadas las diez, vuelvo al hotel después de comprar comida y no lo veo. Espero media hora y no aparece. Dan las once. La madre está todavía sentada en la silla de ruedas, al lado del balcón, donde la dejó el sol. Está tejiendo y no parece darse cuenta de la demora. Abel llega a las doce, agitado y algo nervioso. Me preocupa. Reviso mis anotaciones para buscar algo que me permita saber qué pasa y, entonces, caigo en la cuenta de que lo estoy siguiendo hace tres semanas y de que es el primer viernes del mes.
 
 
Ahora, voy a decidir que, en ese momento, decido hacer guardia todos los viernes próximos y, como en este relato soy explícitamente el narrador, paso cuatro viernes haciendo guardia sin que pase nada que merezca mención y paso directamente al primer viernes del mes posterior.
 
 
El primer viernes del mes posterior, voy hasta su trabajo y, cuando sale, lo sigo. Camina un par de cuadras y se mete a un bar donde lo espera una mujer que toma café en una mesa para dos. A su lado hay un carrito de bebé. No puedo ver demasiado pero, cuando Abel se sienta, los dos se saludan y al poco rato parecen discutir. Ella agita las manos sobre la mesa y Abel hace bolitas con los restos de los sobrecitos de azúcar. Después, parecen calmarse (sobre todo, ella), salen y caminan hacia una plaza casi vacía. Caminan por la plaza, rodeando los senderos de asfalto, en silencio. Abel levanta un par de veces al bebé y juega con él en el aire: lo hace saltar una y otra vez.  Se ríe, lo disfruta. La mujer recupera al niño, le da un beso en la mejilla a Abel y se va. Él se queda unos minutos en la plaza, pensado. Solo. Después, camina nervioso hasta la parada del veinticuatro.
 
 
-          Con todo respeto, sigo pensando que no estás haciendo suficiente. Tomo muchos otros colectivos. ¿Todo lo que me pase será dentro del recorrido del veinticuatro?
-          Si.
-          No puede ser.
-          En realidad, que fuera el mismo colectivo tenía un sentido. Pero, ahora, me enojé. Tenés razón, que la literatura decida algunas cosas. Mirá lo que decidió:
 
 
Pasan diez minutos y el veinticuatro no viene. Yo miro desde la esquina, antes de doblar por Lavalle. Abel prende un cigarrillo y veo que, desde el final de la cuadra, dos hombres se acercan riendo. Llegan a la parada y le piden un cigarrillo. Abel le da uno a cada uno. Se pone pálido. Como si fuera un único movimiento, uno de los hombres (el más grande) lo agarra desde atrás, pasando los brazos por sus axilas, y el otro le pega en el estómago. Una. Dos. Tres veces. Abel cae. El más grande lo patea mientras el chiquito le saca la billetera y le revisa los bolsillos. Los hombres se van corriendo y Abel queda tirado en el piso, retorciéndose. Siento ganas de ayudarlo pero estoy enojado por tantos cuestionamientos literarios. Me tomo un taxi y me voy al hotel.
 
 
Otra elipsis: Abel tarda varios días en recuperarse y no va a trabajar por lo que resta de la semana. Aprovecho para hacer algunas cosas mías, sin descuidar la guardia, pero ninguna merece mención. Pasar directamente al lunes, cuando Abel vuelve a trabajar después de haber cambiado de turno, me parece lo más conveniente.
 
 
El lunes, cuando me despierto, veo que Abel ya no está. Desespero unos minutos pero resuelvo quedarme a ver a qué hora vuelve. Me quedo dormido unas horas y me despierto a las tres. Pido que me traigan el almuerzo y, poco antes de las cuatro, regresa. Su mamá, teje. Abel prepara el almuerzo y, después, comen. Se encierra en su pieza y no lo veo por un par de horas. Cerca de las ocho, sale para acostar a su mamá y se vuelve a encerrar. Por los horarios y la aparente rutina en sus movimientos, comprendo que cambió de turno en el trabajo. Seguramente, por temor de que pudiera repetirse un incidente como el de la otra noche.
Lo observo toda la semana y compruebo que no cambió nada, salvo los horarios. Ahora, ve a sus amigos los martes y los jueves pero de cinco a siete.
 
 
-          Es inverosímil, ¿Mis amigos también cambiaron de turno?, ¿No trabajan? ¡No es todo tan sencillo!
-          Yo que vos, no me quejaría tanto.
-          ¿Es una amenaza? ¿Me van a volver a pegar?
-          Tomálo como quieras.
 
 
Con los de Abel, cambian también mis horarios. Le pido a la recepcionista, entonces, que me empiece a despertar a las seis, con el desayuno.
El viernes, mientras como las tostadas, veo una imagen tan real, tan tremendamente nítida que, casi, no puedo seguir inventando. Abel va a despertar a la madre para desayunar, ahora más temprano, pero ella no responde. Corre hasta el teléfono, lo descuelga y se arrepiente. Se queda mirando a la madre unos segundos y cuelga. Se encierra en la pieza y no va a trabajar.
 
 
-          Pero ahora no hice nada.
 
 
Me quedo en el cuarto mirando a la madre en el diván. Abel se olvidó una jarra con café en la cocina. Veo humo. Tarda unos minutos en darse cuenta o en percibir el olor a quemado y sale. Tira la jarra sobre la mesada y se vuelve a encerrar.
 
 
-          Explicáme por qué.
 
 
Me quedo mirando el living todo el día. Veo la luz del sol empezar temprano, desde atrás de la mesa, y terminar en el balcón, donde está la silla de ruedas que, ahora, parece ser algo que sobra, un mueble para tirar.
 
 
-          ¡Contestáme!
No sé cómo llegue hasta acá. No estaba planeado. Me siento responsable por la desdicha de Abel. Desde que empecé a escribirlo sólo vivió desgracias. No puedo seguir. No puedo olvidarme de los ojos de Abel, cuando vio que la madre no respondía; de la expresión que se le dibujó en la cara cuando colgó el teléfono sin haberlo usado. No sé si era esto lo que tenía que pasar, el motivo por cual Abel, el verdadero Abel, el del estadio de Vélez (que, tal vez, ni siquiera se llamaba Abel) se quedó en mi cabeza hasta ahora. Siento que tengo que disculparme de alguna manera. Pero no puedo, es tarde.
Abel no me habla. Me debe odiar y con razón. Quiero salir de acá y no sé cómo. Tampoco puedo terminar abruptamente y dejar un relato sin final: no puedo dejar que una falencia propia se traslade al lector.
-          Eso no es del todo cierto.
Me sorprende y hasta, tal vez, me ofende la distancia con la que se propone tratarme. Pero me alegra que me vuelva a hablar.
-          Te escucho.
-          Los finales no siempre deben ser finales. Muchas veces no hay nada que cerrar, más que la forma.
-          Pero te debo un final. Te saqué de la nada, de un tipo que comía bizcochitos. Y te pegué, te robé, maté a tu madre. Siento que te lo debo.
-          No es por eso. Te querés sacar la culpa.
-          También.
-          No. Hay cosas que deben sucederle a los personajes para que un texto funcione, es el riesgo de ser personaje. Si improvisás un final que justifique o avale mis desdichas, arruinás todo y, entonces, todo mi dolor habrá sido en vano.
Tiene razón pero no puedo seguir sus consejos al pie de la letra. Me falta. Necesito darle un final a esto. Sí, tal vez sea por culpa, pero lo tengo que hacer. Entonces, mientras repienso las últimas palabras de Abel, negocio con escribir tres finales, sin pretensiones fácticas ni imposiciones definitivas: tres posibilidades, entre muchas otras.
Uno.
 
 
Abel renuncia. No puede vivir en su casa: le recuerda mucho a su madre y le tiene cada vez más miedo a la ciudad y a la noche. Entonces, decide irse a vivir a Córdoba, donde funda un modesto trío de rock con el que hace versiones acústicas de clásicos del rock argentino.
 
 
Dos.
 
 
No pasa nada. Abel se repone de la muerte de su madre y sigue viviendo como siempre. Trabajando de nueve a quince, almorzando con sus amigos todos los martes y jueves, y viéndose con la mujer del bebé todos los primeros viernes de cada mes.
 
 
Tres.
 
 
Sucede un segundo encuentro real con Abel, pero varios años después de escribir este relato. Me reconoce él a mí y me abraza, pidiéndome disculpas. Me dice que hace años que no deja de escribir sobre mí. Que, desde que me vio en el estadio de Vélez, escribe una historia que no puede terminar. Que escribe, escribe y no logra darle un cierre. Que tiene varios posibles y que, en uno de ellos, nos volvemos a encontrar realmente. Como ahora. En su final, yo le decía que hacía años que escribía sobre él y le pedía perdón por el robo, los golpes y la muerte de su mamá. Él, en ese final, el suyo, desconcertado, no sabe que decirme. No puede hablarme. Pero en éste, el mío, me dice que ahora que ese final se hace realidad (a medias, porque habla él primero y no me da tiempo para decirle que lo había escrito ni para disculparme por el robo y su madre), puede terminar mi historia. Que tal vez no se modifique demasiado todo lo que pasa pero que, para librarme a mí de penas y a él de culpas, con ciertas variaciones mínimas intente darle otro enfoque: invertir los roles, cambiar la óptica del narrador, etcétera. Excitado, se va corriendo y me deja sentado, con el eco de sus últimas palabras recorriendo mi cabeza, de un oído al otro.
-          Chau, Abel.
 
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Descripción

Un fotógrafo de oficio que acaba de publicar su primera novela, conoce en un recital a un hombre que no puede borrar de su cabeza. Sin conocer y sin posibilidades de volver a verlo, para intentar olvidarlo, decide escribirlo. Durante el proceso, basado en ese hombre que conoció, termina creando un personaje al que no le gustan para nada las decisiones narrativas que el fotógrafo toma. Le cuestiona todo: el nombre que le eligió, su impericia literaria, sus clichés. Un personaje reclamándole cosas al autor. Al final, el texto da un giro borgiano que no por poco original deja de ser interesante.

Palabras Clave: literatura rock fotografía personaje ficción espiral cíclico spinetta música escribir relato escritura narración metaliteratura borges obsesión rebeldía

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Derechos de Autor: Leandro Diego


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