FRESAS CON ELOTES
Publicado en Dec 01, 2011
Esa mañana no pudiste pagar el taxi. La humedad rozó tus fosas nasales y tuviste la necesidad de llevarte el pañuelo a la boca. Pensaste que sería duro aquel día. En contra de ti mismo (que es lo que más odias cuando tu instinto te dicta más de la cuenta, y el cerebro traduce mandando la señal a tu voluntad que se niega perderse a sí misma), subes al autobús, eso intentas, pues el cupo sobre poblado evita que le pagues al ilustrado chofer, y piensas cuánto detestas esta vida. Especulas en lo repugnante del sudor de otros que se mezcla con el tuyo, anteriormente perfumado, y maldices con una mirada oscura, invisible ante los ojos de los demás a causa de tus oscurísimas gafas de nombre de diseñador. No tenías la necesidad de gastar tanto dinero en ese capricho producto del consumismo salvaje, no tenías por qué cuando estando en perenne crisis, tus bolsillos sufren de roturas e inestabilidad para retener el preciado premio del sudor de tu frente. Y otros dicen que habiendo tantos pobres, y tú, qué es lo primero que haces; sí, claro, ir a prisa, como en los tiempos que llegaban los cargamentos de barcos colmados de libros y los hombres cultos, y los que pretendían serlo, se agolpaban para obtener el anhelado objeto. Y a prisa vas, pero en estos tiempos ignorantes y poperos, son unas gafas con nombre de famoso y aclamado (¿por quiénes?) diseñador lo que provocó tu ligereza.
En efecto, así les dices, lo acabas de pensar, casi te emerge por los poros el pensamiento. Son unos muertos de hambre. Quizá no te has dado cuenta que la diferencia entre ellos y tú es que las gafas oscuras no se pueden deglutir, y piensas que la dignidad no se lleva en el estómago saciado sino más bien en verse como dios envidiado por los demás mortales, porque ellos no pueden ni podrán ni tendrán nunca para darse esos lujos clasemedieros que, sí, es verdad, alimentará tu ego por unos efímeros instantes y quizá ignotos, más no tu barriga vacía, como ya se ha advertido. Maldices nuevamente al observar que alguien, un pobre muerto de hambre, como tú le dices, ha pedido bajar del distinguido autobús. Bajas contra tu voluntad para que los amables pasajeros puedan salir como puercos al matadero. Vuelves a subir y contigo la chusma de arrabal. Furtivamente, te das cuenta que hay un lugar vacío en la segunda fila. Curiosamente, todavía hay gente de pie colgada del pasamano hediondo, y seguramente infectado de alguna influenza, pero nadie se atreve. Piensas que es extraño, no hay mujeres de pie para justificar el lugar aún vacío. Piensas que es una estupidez, dices a voces dentro de ti que esta gente está jodida, así lo has dicho. Son las seis y media de la mañana, en martes, probablemente salieron muy tarde la noche de anoche y están, piensas, aún cansados, cansancio producto de las jornadas extras para poder sacar algo más y poder llevar a la familia a pasear el domingo. Pero no, nadie se sienta. Y vuelves a pensar, según tú, que están jodidos. Te sientas, no sin antes dar codazos para poder llegar a tu cómodo destino. Además te tocó ventana. Acomodas tus gafas en el tabique nasal y dispones colocarte (aislarte) los audífonos de tu moderno aparato reproductor de archivos melódicos llamado por la ciencia tecnológica emepetrés. Y sí, nuevamente sientes que te miran, y tú te miras en el retrovisor del autobús, o al menos los pasajeros que de pie te dejan hacerlo, y ves a un hombre satisfecho de gafas oscuras escuchando música que nadie más que él puede escuchar. Sí, por supuesto, no lo piensas, pero dentro de ti existe una voz, no la oyes, que repite una y otra vez, ese soy yo. Te sientes digno de ti mismo. Como alguna vez lo dijo mamá en tu infancia, brillas como el sol. Sin embargo, quién te viera, sonríes porque piensas que esos pobres seudo asalariados no tienen tarjeta de crédito, tampoco se divierten en esos extraños sitios concurridos de putitas discretas y de animales sedientos de amores extraños, ajenos; tampoco pueden asistir a una oficina gélida, cómoda y bien iluminada donde funges (¿finges?) sellando papeles y contando números del erario público. Piensas en lo que tienes y en lo que no tienen. Te sientes feliz. Al tiempo que reparas en cambiar de canción en tu artículo electrónico (que dicho sea, jamás imaginaste poseer, tomando en cuenta, claro, que en la década de los ochenta lo más adelantado a la época era el anacrónico casete que tenías que sacar del aparato para escuchar el lado b del artista), miras de soslayo a una niña de ocho o diez años (calculas inconscientemente) que no deja de observar tus movimientos. Tal vez no te has dado cuenta, pero es la única que ha percibido lo ridículo que te ves, te lo ha sugerido su mirada, pero tu ignorancia no permite que caviles en esto. En cambio, tú, claro está, te sientes el rey con su séquito (los pasajeros, claro) y casi puedes jurar que te deben no sólo respeto sino admiración. Sí, te sientes un rey. Miras por la ventana y te das cuenta que falta camino para llegar a tu destino. Tus oídos están aislados del mundo que te rodea, no escuchas los errores de lenguaje que tanto odias en, según tú, la gente ignorante, gente que fue a la escuela, según tú, porque no tuvieron de otra. Evitas el famoso haiga, el vistes, supistes, subistes y bajastes. Evitas los regionalismos, esa jerga que sólo, según tú, el pueblo, el populacho, entiende. Cuestionas su modo de vivir. Y lo odias. Pero no contabas que, en tu trayecto, la suerte se subiría al autobús. Su coche tuvo que ingresar a mantenimiento la noche anterior y se vio en la necesidad de tomar el autobús. Pidiendo disculpas, con un rostro sencillo y penoso, se hace paso tratando de no rozar a las señoritas, no por que le puedan manchar el traje de diseñador italiano, sino porque él lo consideraría una falta de respeto. No, qué va, de ninguna manera hacerle tal bajeza a una damita que, aunque tenga el rostro moreno y el cabello descuidado, seco y que revela una mala alimentación, no tiene la culpa de su ignorancia. Se sienta junto a ti. Hueles. Con ganas de patear al subconsciente que te dice “ese sí es perfume”, miras con cuidadosa diligencia las finas rayas de su traje, los zapatos de piel y detectas con inefable antena humana que el perfil de su nariz, la marca verde de la barba recién rasurada y el porte humilde de su mirada, hacen de aquél individuo alguien mejor tú. Eso piensas. La misma niña que miró y juzgó tu ridiculez, ahora sonríe, clavando sus ojos en los tuyos, y le dice a su mamá, “Mi hermano se va a bajar, no le vayas a decir adiós, sabes que le molesta”.
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