Un beso para el Corazn (EDITADO)
Publicado en Dec 19, 2011
UN BESO PARA EL CORAZÓN.
Cuando alguien leyó esta historia por primera vez, dijo: Es una linda historia de amor. Le pregunté con mucho respeto, aunque sabía que me contestaría pues aquella persona, me respetaba aún más a mí: ¿Y qué es el amor? Aquella brillante chica me miró con cara de asombro, y contestó: Buen punto, no sabemos lo que es el amor, pero estoy segura de que se acerca a ésto. Me mostró una gran sonrisa y entonces supe que si ella había encontrado amor en esas letras, entonces, alguien más lo encontraría. No estoy seguro de que ésto sea una historia de amor, reitero. De hecho, no sé a qué le llaman una historia de amor, el amor hasta ahora nadie lo ha definido, así que sería muy posible que cuando llamamos a un relato: Historia de amor, estemos equivocados. Invierno de 1845, Londres. La historia comienza un veintitrés de diciembre en un orfanato, no es precisamente un lugar romántico ni menos acogedor. No es un lugar para citarse con alguien diferente de la tristeza, el dolor o la enfermedad. El refugio de huérfanos de St. Thomas, era uno de esos lugares que a duras penas podían mantener calientes a sus huéspedes. Las sábanas escaseaban, y las camas eran justas para aquellos días de invierno. Las monjas que administraban los recursos del lugar rezaban para que no llegara otro niño, no porque no quisieran atenderle sino porque no querían restar atención a los demás. La comida no escaseaba afortunadamente a pesar de lo duro de la época, la realidad era denigrante en todo el Reino Unido durante la reciente revolución industrial que marcaría el siglo. El maltrato de los niños y jóvenes que trabajaban y estudiaban desde muy chicos en las condiciones más crueles de aquella sociedad proletaria era el pan de cada día. El orfanato se mantenía a expensas de la sociedad y por las contribuciones voluntarias de algunos avaros hombres de negocios que temían que su alma se quemara en el infierno. La noche no era demasiado fría, pero era una noche de invierno, el pequeño Allan Tilman, estaba alumbrado por una vela envuelta de oscuridad colocada en la tosca mesa de madera vieja junto a su cama, acostado, arropado hasta el cuello con su sábana blanca, miraba hacia la amplia ventana del primer piso de aquel edificio. Era la única cuya cortina estaba medio abierta aún cuando eso violara las extravagantes reglas de la Madre Florentine. Los cristales estaban empañados porque afuera se derramaba una lluvia torrencial que había mantenido el cielo de la tarde con un gris plomo que hacía que los transeúntes aceleraran el paso o que las damas con sus dilatados y elegantes vestidos tomaran carretas para llegar a sus destinos. La amenaza burlona de la lluvia se mantuvo toda la tarde hasta que al fin se consumaba con ese aguacero nocturno que Allan miraba a la luz de una vela. Era media noche. Se preguntarán ¿Qué hace un pequeño niño despierto a esa hora? Realmente Allan Tilman para entonces tenía diez años, siempre estaba despierto a esa hora cuando llovía, le encantaba la lluvia. Pero aquella anoche el desvelo del pequeño Tilman no era solo por la lluvia, la razón para estar despierto, era la esperanza. Se escucharon pasos en el piso de madera del corredor tras la puerta del dormitorio de niños. Allan saltó de su cama y miró el par de hileras de camas que rodeaban el paso hasta el fondo donde estaba la puerta. Alguien se acercaba. ― ¡Arthur! ―llamó Allan con un susurro. Una mano saltó desde la cama frente a la propia y cerró la cortina con un tirón. Allan apagó la vela y la escondió en el espacio bajo una tabla del suelo del cual sacó otra que estaba fría para sustituirla en el platillo de la mesa de noche. Se incorporó en su lecho y envolvió su cuerpo de nuevo en la delgada sábana quedándose inmóvil y respirando lentamente con la vista clavada en la puerta del dormitorio. Un sonido metálico precedió al crujido de la madera de las dos hojas de la puerta que se abrieron lentamente. Una figura negra apareció en medio del portal, Allan enseguida distinguió el hábito de una de las hermanas y la figura estirada y elegante a pesar de los anchos ropajes de la Madre Florentine. Ahogó su sorpresa cerrando la boca. La cara pálida, arrugada y alargada de la monja estaba iluminada por una vela. Una de sus cejas se mantenía arriba confiriéndole el ceño de superioridad que la caracterizaba. Sus ojos de un penetrante azul examinaron la sala con atención. Allan sentía su corazón latir más fuerte, sería castigado si descubrían que estaba despierto a deshoras. Las monjas eran severas en sus horarios y reglas, pero, Florentine que estaba a cargo, era cruel. Con precisos taconazos contra la madera la monja avanzó entre las primeras cuatro camas esparciendo un discreto campo de luz amarilla en el techo, el suelo y las paredes. Se adentró entre las camas Timothy y Freddy para constatar la mecha de su vela. El perfil perspicaz de la monja se mantuvo cuando supo que estaba fría. Siguió caminando entre las siguientes dos camas y constató la vela en el lado opuesto, esta vez entre las camas de James y Harry. Florentine solo revisaba tres lugares, el siguiente era el de Allan. Caminó con paso firme haciendo una diagonal hasta que se detuvo frente al chico que se moría de miedo aún cuando sus ojos ya se habían cerrado. No demasiado fuerte ni demasiado suave para levantar sospechas en la curiosa monja. La mujer alargó el brazo y con sus largos y finos dedos palpó la mecha sintiendo lo mismo que en las anteriores. ― Tout est en ordre ―musitó en francés. Era una frase que acostumbraba a usar y que significaba “Todo en orden” según la buena hermana Alice, una anciana bastante amable que se encargaba de la cocina y resultaba ser el extremo opuesto a ella entre las monjas. Florentine se dio vuelta y caminó rápidamente a la salida sonando cada pisada en la madera. Seguramente iría a realizar el mismo procedimiento en la habitación de las niñas. Allan tomó una pequeña caja de madera que estaba bajo su cama, esperó a que los pasos se disiparan en el corredor y cambió las velas de nuevo. Abrió la caja y expuso su contenido a la luz. Dentro, había una pluma que le había regalado un mercader en Portobello Market, a pocas calles del orfanato. Siempre compraba fruta fresca en ese lugar a petición de la Hermana Alice y a escondidas de la Madre Florentine. Junto a la pluma había un listón rojo, se lo había regalado la bella niña de ojos claros esa mañana. No solo le había regalado eso, también le había regalado el más bello gesto que Allan pensaba nadie igualaría jamás; aún sentía un cosquilleo en su mejilla donde la pequeña le había dado un beso. Junto al listón y la pluma, había una bolsita de tela color marrón. Allan tomó el listón y escondió la caja en su sitio. Apagó la luz, cambió las velas y se acostó pensativo mirando el techo y oyendo la lluvia con el listón en su mano. Una sonrisa dulce se firmó en su rostro, se sentía feliz a pesar de todo. Albergaba la esperanza de que todo iría mejor. Las palabras de un anciano le habían traído esa luz y el beso de aquella niña las habían llenado de mayor credibilidad. Recordaba la conversación casi por completo. El anciano había sido atendido por la hermana Alice que lo encontró tendido en suelo frente a la puerta del orfanato. Cuidándose de no alertar a la madre superiora, lo atendió en la cocina y le ofreció de comer y beber, además de ropa y un baño tibio. La hermana Alice llamó al pequeño Allan para presentarle al viejo que le habló de un viejo gordo y vestido de rojo al que llamaban Santa Claus, al parecer, este hombre repartía regalos en Navidad a todo el que se los pidiera y creyera en él, solo bastaba tener fe y pedir aquello que más se anhelaba con el corazón. “Nada tiene que ver con cosas materiales, hijo ―decía―. El corazón no se alegra con objetos de ninguna clase”. Allan pensaba que eso no era así, sentía que su pecho saltaba cuando tocaba aquel listón rojo que le recordaba el beso de la niña, sin embargo, eso no le reparaba el sueño. El misterio del hombre que daba regalos, era lo que lo mantenía esperanzado y pensando. ¿Qué podía pedirle? La luz del sol golpeó los ojos de los niños de St. Thomas cuando las monjas retiraron las cortinas y pidieron a todos levantarse y prepararse para el desayuno. Allan buscó el listón como en una especie de impulso pero ya no estaba. Buscó a su inseparable amigo Arthur pero Tampoco estaba. Arthur, era quien había cerrado la ventana justo antes de la llegada de la madre Florentine. ―Allan, buenos días. Ven conmigo por favor ―esa era la menuda y gentil hermana Alice. Se acercó directo hasta él cuando todos se levantaban. ―Buenos días hermana Alice, ¿Arthur…? ―Te lo explicaré enseguida, Allan. Sígueme ―pidió la monja y avanzó entre los niños. Allan la siguió por el corredor hasta el recibo y entró por la puerta que daba al pasillo que conducía a la cocina. Una vez allí, la hermana Alice buscó un poco de avena y le sirvió al niño. Le pidió que se sentara a la mesa y lo vio comer durante algunos minutos sentada frente a él. Cuando el niño se acabó su porción de avena, entonces la anciana le colocó la mano en el hombro y le habló despacio: ―Arthur se ha ido, Allan. Sé que lo querías mucho, tú y él llegaron al mismo tiempo a este lugar, tan solo eran unos bebés y sé que eran los mejores amigos que jamás he visto. Pero ahora Arthur tiene una familia, lo adoptaron hace dos días y hoy lo han venido a buscar muy temprano. Allan se quedó en silencio y pensativo. Ninguna emoción se asomó a su rostro. ―Comprendo si estás triste, pequeño. ―siguió la anciana―. Te hará mucha falta su compañía. Lo lamento mucho mi querido Allan. ―No estoy triste, hermana. No porque se haya ido. Pero… ¿Por qué no se despidió? Me habría alegrado por él y le habría dado algo para que me recuerde. No quiero que me olvide, ni olvidarlo hermana. Sor Alice se conmovió por el noble corazón de Allan y respondió: ―Si no se despidió es porque no quería que te pusieras triste. Estoy segura, Allan, que Arthur no te olvidará jamás. Ambos tienen un gran corazón y sé que lo mantendrás contigo, siempre ―la hermana colocó el dedo en el pecho del niño―. Aquí ―dijo y sonrió dulcemente. ― ¿Podemos guardar personas en el corazón? La hermana sonrió ante la inocencia. ―Podemos guardar recuerdos de momentos, personas, promesas… Cualquier cosa puede guardarse en el corazón y eso lo alimenta, siempre que sean cosas buenas claro está. ― ¿Qué pasa si son cosas malas hermana? ―El corazón se marchita y se vuelve pequeño. Nos hacemos huraños y perdemos la bondad. Dejamos de amar ―dijo. ― ¿Cómo la Madre Florentine? La anciana sonrió. ―La Madre Florentine ha tenido una vida dura, Allan. ― ¿Por eso solo ha guardado cosas malas en su corazón? ―inquirió el indiscreto Allan. ―Tal vez si, tal vez no. Eso es algo que solo ella y Dios saben, pequeño. ― ¿Usted no puede ayudarla? ―quiso saber Allan―. Usted siempre sabe cómo hacerme sentir mejor, siempre sabe como alegrar a la gente, hermana. ― ¡Oh, mi querido muchacho! ―lo abrazó cálidamente―. ¡Eres tan dulce!, estoy segura de que pronto encontrarás una familia también. Sé que será así. ¿Crees que la hermana Florentine necesita ayuda? El pequeño solo asintió. ― ¿Sabes cómo ayudarla? Pensó durante un instante. ―No lo sé. ―dijo resignado. ―Pensaré en algo entonces, Allan. ¿Podrías hacerlo tú también? ―Lo intentaré hermana Alice―contestó entusiasta Allan. ―Entonces, ve a vestirte y a prepararte para tus clases de ortografía, la señora Graham le encanta la puntualidad. Cuando hayas pensado en algo, búscame ¿está bien? ―Está bien ―respondió. ―Ahora, ve a cambiarte ese pijama. Que tengas buenos días mi dulce muchacho. ― ¡Buenos días hermana! ―el niño saltó de la silla y salió corriendo a su habitación. Buscó entre sus cosas albergando algo de tristeza por la ausencia de Arthur, era su mejor amigo y se había ido sin despedirse. Sabía que ese día llegaría, y ambos tenían guardados objetos que heredarían al otro cuando eso pasara. Allan le entregaría la pluma que le había dado el mercader para recordarle a su amigo que le escribiera cada vez que pudiera. Siguió buscando el listón perdido. A pesar de buscar por todas partes no encontró el listón. Allan se sorprendió cuando miró la tabla falsa del suelo y notó que estaba mal colocada, una de las esquinas sobresalía, él jamás la habría dejado así. Miró alrededor, los niños ya estaban en el comedor. Levantó y la tabla y sacó la caja, la abrió y notó que el listón estaba allí. Respiró aliviado. La pluma no estaba, en su lugar había una nota y un calcetín verde. ― ¡Allan! ¡Allan Tigman! ―llamaron en acento francés. Los tacones de alguien que se acercaba repicaban en la madera. Allan se apresuró a esconder todo y buscó su ropa en los cajones de la mesa de noche y los extendió sobre su cama antes de que la Madre Florentine entrara por la puerta. ― ¿Pog qué no está en el comedog?―preguntó. ―Buenos días Madre Florentine. ―Le hice una prgegunta, señog Tigman. Contesta ―respondió tajante. ―La hermana Alice, me pidió que la acompañara a la cocina, Madre… ― ¿Paga qué?―Allan le habría ahorrado esa pregunta si la Madre Florentine tuviera más paciencia. ―…Quería avisarme que Arthur había sido adoptado―respondió Allan con la mirada agacha. Antes cuando se dirigía a Florentine lo hacía con miedo, ahora, solo sentía compasión por ella y por su corazón marchito ―. Él era mi mejor amigo. ― ¿Su mejog amigo? ―repitió con desprecio. El niño asintió. ―Bien, prgepaguese paga su clase de ogtogafía señog Allan. No crgeo que le dé tiempo paga desayunag ―ordenó con burla―. En cuanto a su… cita con la hegmana Alice, me encaggare de hablag con ella. Buenos días ― dio vuelta y se fue por donde había entrado. El resto del día transcurrió como los demás. La clase de ortografía fue seguida de la clase de francés y la de historia. A medio día, todos los niños se reunieron en el comedor para almorzar. Allan estaba entre los niños Harry y James que hablaban animadamente de la escalofriante escena en la que la madre Florentine había entrado en la habitación la noche anterior para verificar las velas en la habitación. Allan pensaba que era el único que estaba despierto, pero, el repiqueteo de los zapatos de la monja había despertado a más de uno en el dormitorio de los niños. ― ¿Estás bien All? ―preguntó Harry ante el silencio del niño. Allan estaba distraído mirando a la hermana Florentine cuando entraba en el comedor y llamaba a un aparte a la hermana Alice. Conversaron durante un instante en el que Allan pudo escuchar algo como: “¡No pegmitigue trgatos especiagues con ninguno de los niños, hegmana Alice!”, luego, ambas monjas salieron del salón para estar en privado. ― ¡Hey All! ¡Despierta! ―llamó James. ― ¿Estuviste despierto anoche? ―Si ―respondió Allan. ―La hermana Florentine ha estado espiando más de lo normal. ―Sí, anoche casi me mata del susto ―respondió con desgano el niño Allan y tomó un bocado de su comida. ―Deberías dormirte temprano, como todos. No sería bueno que te castiguen en navidad. Santa Claus no te traerá regalos si eso pasa ―dijo James. ― ¿Han oído hablar de Santa Claus? ―se sobresaltó Allan. ―Sí, un anciano nos habló acerca de él. Estuvo aquí unos días, en los jardines, aunque escondiéndose de la Madre Florentine. Los jardines era el lugar donde se estaba fuera del alcance de arpía del orfanato. De hecho era en los jardines donde se había sucedido el mejor recuerdo que Allan pudiera guardar en su corazón: Aquella mañana la visita de las niñas a los jardines estaba programada para terminar a las nueve treinta. A cargo de la hermana Alice, la expedición revestía de menor dureza que con otra de las monjas. A esa hora, los niños harían su visita a los jardines. Por alguna razón aquella niña se había quedado entre los arbustos y cuando Allan pasó con su grupo notó que ella no debería estar allí, nadie más la había visto, así que se alejó del grupo y se acercó con sigilo y le dijo: ―No deberías estar aquí. La niña, que estaba agachada saltó asustada y giró la mirada. Tenía la misma edad que el chico y llevaba un vestido blanco. ―Y tú deberías haberle avisado a una de las hermanas que yo estoy aquí. ―No tengo porque hacer eso. Me llamo Allan Tilman. ―Abele O’Higgins ―respondió ella con propiedad. ― ¿Qué hacías? ―dijo Allan mirando sobre el hombro de la niña que parecía esconder algo. ― ¿Prometes guardar un secreto? ―Prometido. Ella se apartó y dejó ver una planta de donde brotaban una lindas flores blancas, la planta había crecido al pié de un arbusto. Había un recipiente de metal con algo de agua junto a la planta, la mayor parte se había derramado cuando la niña se sobresaltó. ― ¿Es tuya? ―preguntó Allan con una sonrisa. Las flores blancas eran sus favoritas. De hecho, Allan, también tenía una planta secreta. ―También tengo una planta secreta ―dijo Allan. ― ¿En serio? El afirmó con una sonrisa. Parecía que el solo hecho de mirar a la pequeña Abele, lo alegraba. ―Déjame buscar un poco de agua ―Allan corrió entre los arbustos donde había un grifo. Llenó el recipiente de lata con el agua y lo trajo de vuelta. Con cuidado roció el agua en la raíz de la planta y luego miró a la niña detrás de él ―. ¿Quieres que te lleve a donde está mi planta secreta? ―preguntó. La niña sonrió y afirmó. Allan tomó un pañuelo que siempre llevaba en el bolsillo de su pantaloncillo de lana gris y dijo: ―Date vuelta. Te llevare en secreto, no quiero que nadie sepa dónde está ―la niña obedeció y Allan le envolvió los ojos con el pañuelo blanco luego condujo a la niña en una vuelta sobre su propio eje y la colocó mirando hacia él. Quitó la venda de los ojos de la niña y le mostró el lugar donde estaba su planta. Era la misma que la niña reclamaba como suya. La niña sonrió divertida. Se había dado cuenta del engaño. En lugar de reclamar o discutir, solo tomó la lata con agua, la llenó de nuevo en el grifo que estaba lejos y la regó nuevamente. ―Te he pagado tu favor ―dijo la pequeña―. Pero debo decirte que mi planta es mucho más linda. Ambos rieron sonoramente con el comentario y tendidos en la hierba junto a su planta de flores blancas, cuando las risas se ocultaron detrás de sus labios inocentes. Se miraron. Fue una mirada mágica y reveladora. ― ¡Abele! ¡Abele! ¡Señorita O’Higgins! ―se oyó. Era la hermana Alice. Ambos se incorporaron de nuevo saliendo del instante embelesador en el que estaban. Ella lo tomó del brazo para levantarlo y le entregó un listón rojo como su cabello. ―Esto es para ti ―le dijo. ― ¿Por qué me lo das? ―soltó con brusquedad el niño. ―Porque quiero― respondió ella―. Quiero darte algo más. Antes de que Allan pudiera preguntar de qué se trataba, Abele le dio un tierno beso en la mejilla. Aquel beso que le alegró el día y el resto de esa semana. Abele salió corriendo rumbo a la entrada del edificio. ― ¡Espera! ―gritó el chico―. Quiero darte algo. Ella se detuvo y él la alcanzó. Le extendió el pañuelo que había usado y con una sonrisa lo soltó en la mano de la bella niña. ―Gracias ―dijo al recibirlo―. Adiós ―agregó con dulzura. ―Adiós, cuidaré de nuestra planta ―contestó él. ― ¡Allan! ―llamó James―. ¿Vas a terminarte eso? ―preguntó el niño al ver que Allan no probaba bocado. Allan le pasó todo lo que restaba de su comida y salió corriendo al pasillo por el que había visto desaparecer a la Madre Florentine y la hermana Alice. Cuando estuvo cerca de la puerta cuidó que ninguna de las otras hermanas lo estuviera viendo. Ya era víspera de navidad así que en el convento habían colocado algunos adornos aunque no tantos como a Allan le agradaba cuando pasaba camino al mercado y de regreso. En el final del pasillo las dos monjas aún conversaban así que Allan tomó el corredor contrario y entró al despacho de la madre Florentine, buscó en el escritorio donde presumía se encontraba lo que buscaba y encontró como por arte de magia aquel objeto. Rápidamente volvió a salir del despacho y regresó a su asiento entre James y Harry. Su cara había cambiado notablemente y sonreía con facilidad. James comentó que pediría a Santa Claus una familia, y Harry, por su parte dijo que quería que su padre regresara por él esa navidad. Cuando la pregunta por fin llegó hasta Allan, el solo sonrió y dijo: ―Aún no lo sé. Las clases transcurrieron de maravilla aquella tarde. En la clase se música Allan y sus amigos aprendieron una bella canción de Navidad que cantarían al día siguiente, el día de navidad, en las calles de las inmediaciones casa por casa. ―Niños, su atención por favor ―habló la hermana Sarah que enseñaba música en el lugar―. Los niños que estaban formados en el podio para el coro atendieron. Harry resaltaba por entre los demás y Allan a su lado y un poco más menudo sintió un nudo en la garganta con la siguiente frase de la hermana Sarah: La Madre Florentine tiene algo que decirles. La monja francesa y de figura elegante y alargada a pesar de su atuendo entró con su ceja elevada seguida por otra de las hermanas, la hermana Caroline. ―Tengo un anuncio que hacegles niños. La hegmana Alice se ha rgetigado tempgalmente pog motivos de salud. Afogtunadamente tenemos un rgeemplazo para ella y el banquete de navidag de mañana estagá a caggo de la hegmana Cagoline. ― ¡Es mentira! ―quiso gritar Allan. Se sintió culpable por causarle problemas a la buena hermana Alice, pero se contuvo o su plan de aquella noche, no tendría resultado. Quería ante todo, cumplir aquello que se le había ocurrido en medio del almuerzo. Llegada la noche, Allan se encaminó junto con los demás niños al comedor. El banquete de navidad, que no era lo más apegado a la definición de banquete, se dio entre risas y diversiones. Todos comentaban acerca de los regalos que recibirían la noche siguiente. En el comedor había un árbol de navidad bajo el que colocaban los regalos rotulados con el nombre de cada niño. Los regalos, eran simples, desde medias hasta vestidos usados. Pero lo que alegraba la noche del pequeño Allan, no era el banquete, ni el regalo que recibiría a la mañana siguiente, era la niña sentada en la mesa contigua que lo miraba insistentemente. Pero había otra razón que latía casi tan fuerte en su pecho y lo alegraba, era el regalo que había pedido con todo su corazón a Santa Claus y que esperaba recibir sin fallas. ―Hora de dormir niños. Mañana será Navidad ―habló la hermana Caroline. Todos los niños se formaron y salieron ordenadamente hasta sus dormitorios. Allan no fue la excepción pero cuando todos se calzaron en sus pijamas y cerraron sus ojos para entregarse a los sueños. Entonces Allan Tilman se mantuvo despierto, buscó la caja en la que guardaba sus preciados objetos, cambió las velas y encendió una para leer la nota de su amigo Arthur: Querido All, me fui sin despedirme porque no podía permitir que me vieras llorar. Estoy seguro que encontrarás una familia pronto. Eres y serás mi mejor amigo, siempre. Jamás te olvidaré, coloca el calcetín en tu cama, Santa Claus deja sus regalos en ellos. Con cariño Arth. Allan hizo enseguida lo que le pidió su amigo. Dejó colgado el calcetín la cabecera de su cama. Guardó todo nuevamente y solo tomó el objeto robado del despacho de la Madre Florentine. Atravesó el dormitorio con marcha pesada y pies descalzos y llegó hasta la puerta. Abrió la puerta y se deslizó suavemente entre las dos hojas de madera para luego cerrarlas detrás de él. Los pasillos del orfanato estaban a oscuras, pero, Allan tenía muy buena vista. Llegó justo al lugar que debía. Abrió la puerta y con cuidado entró. Y allí estaba la madre Florentine plácidamente dormida y arropada hasta el cuello. Un enorme crucifijo adornaba el cabezal de su cama. Allan guardó en su bolsillo la llave que había tomado del despacho y se acercó poco a poco hasta un rincón de la sala. Eran las once. Se sentó en aquella esquina junto a la cama y esperó la media noche mirando el reloj en la pared. Antes de que sus ojos pudieran ver a las dos manecillas apuntar hacia el cielo, el cansancio venció al pobre muchacho. ― ¡Señog Tigman! ¡Dios mío! ¿Qué hace aquí? ―gritó una voz. Allan se despertó enseguida, miró la hora y luego el rostro enojado de la Hermana Florentine delante del reloj, la monja se abalanzaba sobre él para darle el más severo de los castigos. El reloj marcaba las doce. Allan Tilman se levantó y cuando la monja agachaba su larguirucho cuerpo para tomarlo del brazo y llevarlo al salón de castigos, Allan Tilman hizo lo que pensaba imitaría un poco de la felicidad que aquella niña le había regalado, sentía que podía regalar mucha felicidad y aún así seguir siento feliz, y qué mejor forma de regalar felicidad al corazón que regalando un buen momento para guardar en él, así que Allan, calcó el gesto de aquella niña y dio un tierno beso en la mejilla a la madre Florentine. ―Feliz Navidad madre Florentine. La monja se quedó inmóvil. Sintió que aquel gesto, como nada en muchos años le había devuelto algo de calor a su pecho. El pequeño niño le sonreía dulcemente esperando la reprimenda. No estaba asustado, al contrario se le veía feliz. ― ¿Has venido aquí solo paga eso?―dijo desconcertada. ―He venido a darle mi regalo. Un señor me dijo que los mejores regalos nada tienen que ver con objetos. Y la hermana Alice me dijo que los buenos momentos alimentan el corazón y te hacen bueno. Quise regalarle un beso porque pensé que eso sería un buen recuerdo para usted. Hubo silencio. La dulce voz de Allan parecía haber acallado a todo en el mundo. La madre Florentine se quedó allí viendo a aquel dulce niño en medio de su inocencia. La nieve que caía que afuera sobre todo Londres no sería suficiente para borrar aquel gesto cálido que el amor de un niño había prendido en el corazón de aquella anciana. Una lágrima se derramó por su mejilla y con un gesto suave se acercó y lo abrazó como nunca había abrazado antes. Allan sonriente por el éxito de su travesía correspondió el abrazo. ―Feliz Navidag pequeño. ¡Feliz Navidag! ―exclamó la Madre Florentine sin dejar de abrazar al chico. La mañana de Navidad, al despertar, los niños del dormitorio dos observaron un regalo al pie de su cama. Allan sabía de dónde provenía ese regalo. Había sido un gesto amable de la madre Florentine, el primero de los muchos que haría más adelante, luego de que el beso de un niño inocente, le cambiara la vida. La hermana Alice preparó un delicioso desayuno con galletas de muchos tipos, panqueques, tortas y leche. Todos los niños recibieron su regalo bajo el árbol del comedor. El coro cantaba las canciones navideñas con entusiasmo y un acento francés se empeñaba con esfuerzo en entonarlas también. FIN. Abele, mi esposa, tenía razón cuando me dijo que esto era “Una linda historia de amor”. Ahora que estoy viejo y siento que el amor escasea, ella me muestra que el amor está en todas partes aunque ya ella no esté aquí para acompañarme. Jamás olvidaré el gesto que cambió mi vida cuando era un niño y el que cambio la vida de los niños de St. Thomas. Allan Tilman
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Francisco Perez
Leticia Salazar Alba
MAVAL
te dejo por aquí
el ARBOL DE LA LUZ
que permita darte brillo aún mas poderoso
en todo lo que hagas!
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¡Que tengas una Feliz fiesta de Año Nuevo
y que todas tus esperanzas se hagan realidad1
En especial junto a tu familia!!
Un abrazo a la distancia!