El cautivo, el pliegue
Publicado en Jul 12, 2009
El cautivo, el pliegue
Para este trabajo hemos seleccionado el breve relato (mini-ficción) "El cautivo" de Jorge Luis Borges. En él advertimos la presencia de uno de los tópicos centrales de la obra borgeana: el complemento de la mismidad y la otredad y sus distintas implicaciones: la convergencia y exclusión de los opuestos, el tema del doble, la asunción de un destino, la construcción (re-construcción y co-construcción en este caso) de la identidad y la perduración indefinida de la historia. A simple vista podría parecer abusivo que un relato tan breve y en apariencia tan simple como éste aborde de modo feliz estos temas y otros que omitimos para no distraer nuestra atención. Sin embargo, este tipo de proezas literarias lejos de ser extrañas en Borges, constituye una de sus marcas distintivas. Efectivamente, la historia está narrada con un máximo de condensación que posibilita la capacidad sugestiva del relato a través, por ejemplo, de las elipsis a las que atenderemos oportunamente. Servirá como guía teórica la noción de pliegue desarrollada por Gilles Deleuze y recuperada por Beatriz Sarlo en su trabajo "Borges, un escritor en las orillas" (Seix Barral, 2003). En su obra "El pliegue, Leibniz y el barroco", Deleuze entiende que la duplicidad del pliegue es la nota diferencial del Barroco y que instaura, a la vez, la frontera y la relación de dos universos: "El mundo con dos pisos solamente, separados por el pliegue que actúa de los dos lados según un régimen diferente, es el aporte por excelencia del barroco... la duplicidad del pliegue se reproduce necesariamente en los dos lados que el pliegue distingue, pero que, al distinguirlos, relaciona entre sí: escisión en la que cada término remite al otro, tensión en la que cada pliegue está tensado en el otro..."[1] En "El cautivo", la línea del pliegue delimita claramente dos términos que contrastan, se excluyen y, a la vez, se implican mutuamente ya que cada uno se define en relación con el otro. A partir de la fórmula de Domingo F. Sarmiento podemos asumir dichos términos como civilización y barbarie. "El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal." (BORGES, 1974, 788) Pero el encuentro (no así la integración) de las dos culturas involucra dos tiempos (pasado y presente) cuya relación complica la trama: "Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en el que el pasado y el presente se confundieron" (Íbidem) Curiosa ambigüedad, barroca contradicción la que aquí se plantea. Desde algún "afuera" (si es que en literatura tal frontera es posible) la barbarie supone el pasado tanto como la civilización supone el presente (si realidad) o el futuro (si proyecto). Pero de la misma manera que el pliegue no integra las dos culturas (aunque las involucra) ya que el cautivo vuelve a su vida bárbara, no ocurre lo mismo con los tiempos que ambos términos suponen. Hubo un tiempo en que el "presente" de la civilización involucionó hacia el "pasado" de la barbarie: el chico fue raptado por los indios y con ellos se hizo bárbaro. Esto, según lo explicado antes, conlleva un retroceso temporal y cultural, una caída en el primitivismo que el ideario (compartido por el autor) de la época en que se desarrolla la acción asociaba con un pasado irreconciliable con la autodenominada civilización y que se manifiesta especialmente en la pérdida del idioma natal. Luego, en el proceso trunco de recuperación del hijo, los términos temporales se invierten y entrelazan hasta confundirse: el pasado (la barbarie) es traído a la fuerza por el presente (la civilización superadora) en pos de un remoto pretérito civilizado al que infructuosamente los padres intentan devolver a su hijo. El punto de inflexión en que los dos tiempos confluyen lo da el súbito recuerdo que acarrea el hallazgo del cuchillito. No sabemos si a partir de ese momento el cautivo vivió un tiempo con sus padres. En este punto el relato es elíptico, aunque parece sugerir que tal convivencia existió de modo fugaz: "Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes..." (Íbidem). Inmediatamente el relato apura la decisión del indio (ya no el cautivo), su único acto libre: su decisión de regresar a la barbarie. A través de ello se convierte -por primera y única vez en el relato- en protagonista responsable del destino que a partir de ese momento asume y que, por ende, lo constituye. De agente pasivo a actor, de cautivo a indio, de desaparecido a un hombre con un destino elegido, es decir con una identidad. Paradójicamente, los padres contribuyen involuntariamente con el hijo en la asunción de su destino bárbaro. Sin su mediación jamás se hubiera producido el hallazgo ni la posible convivencia ni, por ende, la posibilidad del hijo de contrastar las dos culturas y elegir la propia. De allí que la definición de su identidad es un acto que demanda la re-construcción (concentrada en el hallazgo del cuchillito y sus consecuencias) y de la co-construcción a través de la intervención paterna. En la intersección de los dos universos que el pliegue confronta, el cautivo (asumido indio) se repliega y se recupera. El cuchillito, justamente un cuchillito y no otra cosa, un juguete, sí, pero una pequeña arma blanca también, es decir, un indicio prematuro de su futuro bárbaro, oculto a la vista de sus padres como travesura infantil o como elusión a un posible castigo de la civilización que, imaginamos, habría reprimido su presencia en manos del chico; ese cuchillito, entonces, permite conjugar los fragmentos y decidir la identidad y el destino de su dueño. Dueño que, hasta ese momento crucial, siempre ha sido un otro. En este punto vamos a detenernos porque aquí se concentra el interés de nuestro trabajo. Hasta ahora hemos asistido a la duplicidad de culturas que el pliegue instaura, que se involucran y excluyen mutuamente, pero que en cierto aspecto obran de modo especular: a través del alejamiento forzado del chico de su hogar paterno por la acción de los indios y de su lugar de adopción por acción de sus padres. Con ello admitimos que en cada uno de los términos, aunque opuestos (el otro espeja en su opuesto algo de sí mismo) contienen su contrario o su complemento: en la infancia "civilizada" del chico hubo un cuchillito, indicio de barbarie. Como contrapartida, en su vida bárbara el chico hizo un aprendizaje, adquirió una cultura, recibió cierta educación (si olvidó su idioma natal, significa que aprendió el indígena y con ello su nueva conformación), elementos civilizadores por definición. Además, como vimos, la civilización opera de modo análogo a la barbarie en cuanto a promover el regreso del chico de manera compulsiva. Los tiempos plegados, el presente y el pasado se espejan y reproducen uno en el otro en un itinerario de ida y vuelta del presente al pasado y de éste vuelta al presente en pos de un pretérito anterior. Ambos, como dijimos, llegan a fusionarse en el hallazgo del cuchillito. Culturas y tiempos terminarán por separarse definitivamente, unos con algo del otro a partir de la decisión del cautivo devenido indio. Ahora bien, decíamos que el protagonista siempre había sido otro. Como cautivo es un otro -civilizado- entre los indios hasta que con ellos adquiera su barbarie. Como hombre forzosa e ilusoriamente recuperado por los padres es doblemente otro: por un lado el reencontrado es un bárbaro: ha olvidado su lengua natal embrutecido por el desierto y la obligada convivencia con los indios; y, por otra parte, los padres habían perdido un chico y recuperan (creen hacerlo) un adulto de cuya identidad, además, ni siquiera están seguros hasta el hallazgo del cuchillito. "...un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (...) y creyeron reconocerlo." (Íbidem) Por ende, y como añadidura, es el propio hijo el que permite la ilusión de su recuperación a través del súbito recuerdo crucial. Pero el caso más destacado de doble juego de mismidad y alteridad no se da en el cautivo en su relación con los demás (los indios primero, los padres, después). En estos casos es la mirada ajena la que señala la extrañeza. El pliegue fundamental entre ambos términos se da en sí mismo, en el propio cautivo. Inocente de sus actos fue compulsado (todo ser humano lo es) a vivir una cultura -civilizada- de origen paterno. Un elemento extraño se hizo presente: el cuchillito ingenuamente oculto a la mirada reprendedora de los padres. Simple travesura infantil pero también, elemento inquietante, anticipatorio indicio de una personalidad (bárbara) que aún no es, pero que inexorablemente se desarrollará al ser capturado. En el uno de su identidad civilizada en formación, ya está en latencia la otredad del impulso barbarizador. De allí será raptado, es decir será arrancado para traspasar el pliegue y adoptar como propio por decisión ajena el sesgo bárbaro hasta entonces sólo entrevisto como travesura pero claramente planteado como otredad adversa. Lo otro (la barbarie) pasa a ser forzosa pero irremediablemente, lo uno. De esta nueva situación al cabo de mucho tiempo volverá a ser obligado a atravesar el umbral y regresar al casi olvidado universo civilizado. Lo uno y lo otro se conjugan en el hallazgo del cuchillo en el recuerdo repentino. La mismidad y la otredad son confrontadas en el pliegue que confunde provisoriamente los tiempos y las identidades. El hombre, con una comprensión primaria, instintiva, integra en sí los fragmentos violentamente separados. Se sabe niño y hombre, cautivo e indio, civilizado y bárbaro, uno y distinto a la vez. Pero todo es demasiado fugaz. Pronto sentirá (sabrá) que su ser indio es incompatible con el universo civilizado paterno el que, a juzgar por el desenlace, es vivido con incomodidad y extrañeza, como otredad en suma. Es entonces cuando este hombre (ya no-niño, ni civilizado, ni cautivo) asume definitivamente su destino indio y vuelve a separar los términos que el pliegue instaura. Al hacerlo, algo ha cambiado definitivamente. Así como no es el mismo chico que regresa al hogar natal, tampoco es el mismo hombre el que retorna a su hogar indio. Ahora sabe quién es y ha revertido los términos: lo que fue uno (en su casi olvidada niñez) se transmutó en lo otro en su madurez y en su destino bárbaro asumido. Semejante historia (que recupera ecos biográficos de su autor más explícitos en la "Historia del guerrero y la cautiva"[2]) no podía ser olvidada. Por eso la refirieron en Tapalquén y en Junín (lugares geográficamente distantes entre sí) y llega a oídos del narrador quien decide contarla. Es decir, tiene una vasta circulación oral, por lo cual se mantiene fiel a sí misma y se altera cada vez por razón de su modo de difusión. También la historia que narra los avatares del otro/ el mismo cautivo es otra y la misma cada vez. "... (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé)" (Íbidem). Ricardo Barberis. Santa Fe, Diciembre 2007. [1] Gilles Deleuze, El pliegue; Leibniz y el barroco, Barcelona, Paidós, 1989, pp. 44 -5. Citado por Sarlo, 2003, pág. 84 -85. [2]" Este mito familiar de un origen dividido se cristaliza en el cuento " Historia del guerrero y la cautiva", donde una inglesa, la abuela de Borges, descubre que otra inglesa, raptada por un malón, prefirió, cuando se le dio a elegir, volver a las tolderías donde su corazón, y más que su corazón, había sido cautivado por la brutalidad intensa de una nueva vida. La inglesa abuela de Borges se fascina y, al mismo tiempo, se horroriza ante esa adopción de una cultura diferente y ajena o, para decirlo como lo dirían en casa de los Borges, ante ese proceso de ingreso a la barbarie..." (SARLO, op.cit., 86/87)
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bettina