Van a ser cerca de las tres y media de la tarde en la ciudad de Quito. Está cayendo una verdadera tormenta ecuatorial, con aparato electrico incluído. Estoy pensando que quizás más de uno, más de dos o más de tres, estén intentando limpiar, con las aguas que caen desde las pardas nubes, sus sucias conciencias.
Sobre la conciencia fue Juvenal quien dijo: "Este es el castigo más importante del culpable; nunca ser absuelto en el tribunal de su propia conciencia". Para quienes no lo sepan (y bueno es saber cada día un poco más), Décimo Junio Juvenal (en latín Decimus Iunius Iuvenalis, Aquino, actual Italia, 60 d. C. - Roma, 128 d. C.) fue un poeta romano, activo a finales del siglo I y comienzos del siglo II, autor de dieciséis Sátiras.
Parece algo satírico pero si la juventud está podrida, algunos, más bien adultos, son los culpables. La tormenta limpia a los inocentes pero a los culpables les hace huir hacia sus oscuros escondrijos, con el rabo entre las patas, y temblando como niñitas lloronas ellos, que se las dan de tan machos -cabríos por supuesto- que se ufanan de haber violado a criaturas inocentes, de haber corrompido las sanas costumbres de criaturas inocentes, de haber introducido en los vicios a criaturas inocentes...
Hablando de sátiras, los sátiros, según Wikipedia, son (en griego Σάτυροι, Satyroi)  criaturas masculinas -las sátiras son una invención posterior de los poetas- que en la mitología griega acompañaban a Pan y Dioniso, vagando por bosques y montañas. En la mitología están a menudo relacionados con el apetito sexual, y los pintores de vasijas solían representarlos con erecciones perpetuas.
Seres diabólicos, en el mundo actual se les llama proxenetas para ser más exactos; o sea, explotadores de mujeres en el tema del sexo, a cambio de enriquecerse con la prostitución de las que tienen la desgracia de caer en sus manos (o más bien patas peludas porque no son hombres sino más bien animales sin conciencia alguna). Dios estás violento contra ellos.
A los brujos y las brujas, esta tarde y muchas tardes que tienen todavía que venir, les están rechinando los dientes de puro miedo y tiemblan sus esqueléticos cuerpos. Sus mondas calaveras dejan de reír y ellos y ellas sólo exclaman palabras incongruentes (Dios les confunde el habla) nacidas de sus lenguas viperinas.
Bajo la tormenta se les puede ver huyendo por las calles, perdiendo la dignidad que nunca han tenido y mostrando la verdadera realidad de sus malignidades: la inmundicia del estiércol en que se acuestan todas sus putrefactas noches.