Comencé a jugar al pingpong en la década de los 70, con mi gran amigo Andrés. Yo, como soy alto y espigado podría ser, por ejemplo, Ping; y él, como es bajito y un poco rechonchín, podria ser, por ejemplo, Pong. Y entre Ping y Pong le dábamos a las bolas del tenis de mesa (al pingpong se le llama tenis de mesa en el lenguaje español) y progresábamos no aritméticamente sino de manera múltiple y multiplicadora pues ensayábamos, con grandes aciertos por cierto, toda clase de lances, con efectos o sin  efectos, desde cerca de la pequeña red hasta desde lejos e incluso desde muy lejos y por eso, a un grupo de chiquillos que nos vieron jugar en un pueblo serrano  madrileño, les hicimos creer, y se lo creyeron, que éramos jugadores de la Selección Española de Tenis de Mesa. Recuerdo que la idea, en esta ocasión, la inicició Andrés y yo me limité a aumentarla un poco más. Fue sólo una broma de las muchas que solíamos gastar los dos juntos. El caso es que éramos tremendos gastando bromas. Y el caso es que después dejé de jugar al pingpong por mis obligaciones de tener que estudiar Periodismo en la Facultad de la Universidad Complutense de Madrid; hasta que en los 90 le enseñé a jugar, en Quito, a Miguel.
Ahora Miguel es todo un experto en jugar al pingpong mientras yo sigo escribiendo mi Diario, mi Memoria y mis Recuerdos, sonriendo cada vez que me acuerdo de aquellas partidas de Ping y Pong jugando al tenis de mesa por los más curiosos y varipintos lugares de Madrid que imaginarse se puede... porque la imaginación juega un gran papel en este talentoso e ingenioso deporte de mesa. Mesa, mantel y copa ya están servidos. ¡¡A jugar!! como solía decir el presentador Joaquín Prats en Televisión Española, en el programa "Un, dos tres, responda otra vez".