DICIEMBRE
Publicado en Feb 08, 2009
“No en todas las casas cae la nieve…”
LOS PRISIONEROS. Había abierto casi todos los regalos que descansaban bajo el gran pino de Navidad, repleto de luces de colores y adornos brillantes que iluminaban toda la habitación sin necesidad de encender las luces. Entre expresiones de asombro, risas y comentarios de que la chimenea encendida aumentaba demasiado el calor de aquella noche de verano, y mientras su padre se excusaba diciéndole a la concurrencia que, ya que no caía nieve, había que mantener de alguna manera el ambiente navideño, él terminó de abrir el último regalo que, supuso, se lo había hecho su madre, porque era la única que sabía cuánto deseaba tener una bicicleta esas vacaciones. Fue su regalo preferido, aunque el Atari y el video de Las Tortugas Ninjas lograron distraerlo un buen rato. Habló poco. Aparte de dar las gracias, sólo abrió la boca para preguntar por su madre, que en ese momento estaba de viaje a no recordaba qué lugar. Cuando los mayores, como cada Navidad, se dedicaron a conversar dejándolo en el olvido, él aprovechó de acercarse a la ventana y espantar un poco el sueño y la modorra que, extrañamente, no se disipaban aún, a pesar de que llevaba más de una hora despierto desde que su padre prácticamente lo había arrancado de la cama donde dormía plácidamente y lo había llevado a través de los pasillos hasta aquella habitación llena de tanto colorido y sorpresas. Ahora oía las risas lejanas de los grandes mientras miraba hacia la calle y su atención se concentraba en las casas de enfrente. Observó con cuidado e interés a través del cristal aquellos techos polvorientos y viejos, humedecidos por el rocío nocturno. Vio la pequeñez de ese mundo desde aquel segundo piso y, repentinamente, su mirada se detuvo. Se quedó estudiando fijamente la casa que estaba justo debajo de su gran ventanal: era una casa pobremente levantada, hecha de barro y paja, ajada por el descuido y la miseria… Estuvo con la vista perdida en ella en un abismante segundo de fascinación, hasta que, repentinamente, la puerta de madera vieja y descolorida de la casucha se abrió y la extraña figura de un muchacho emergió de aquella boca luminosa abierta hacia la noche. Era casi de su misma edad. Llevaba un saco hinchado de pasto sobre la espalda, y se mantuvo allí, semidescalzo, parado en medio de la noche húmeda, observando largamente los imponentes muros adornados frente a él, y por los que subió lentamente con la mirada hasta encontrarse con la de él vigilando desde aquel ventanal. Al ver aquellos ojos, un súbito escalofrío recorrió su cuerpo, resguardado por la tibia calidez de los cristales, y comenzó a sentir un viento helado, una brisa glacial en los pies, en los brazos, en la piel. Pensó en aquel cuerpo allá afuera, en la ropa raída, en el frío, tanto frío. Y, de pronto, un temblor lo recorrió despiadadamente de pies a cabeza, lentamente, en una convulsión interminable, y oyó una voz lejana, lejana y estridente, una voz que gritaba, lacerando su conciencia: “¡Mario, Mario…!” Cerró los ojos y el frío se filtró en su alma, en su pecho, en todo su ser. Y unas manos comenzaron a sacudirlo, a llamarlo: “¡Mario, Mario…!” Abrió de golpe los ojos. Esperó, expectante, a que el calor de la habitación lo envolviera nuevamente, llevándose esa punzante sensación. Pero fue inútil. El frío continuó allí. Estaba allí, en la habitación, en el cuarto lleno de humo y miseria, en el ambiente que olía a fritura y humedad. Se sentó en la cama empujado por aquellas manos brutales, temblando, sintiendo sobre él esa voz chillona que volvía a repetir: “¡Mario, levántate niño, que tenís que salir a vender ese pasto!” Se restregó torpemente los ojos y miró a su alrededor. Logró ver las paredes de barro, el piso de tierra salpicado de astillas de carbón, la mesa de madera vieja con sus sillas descoloridas y casi rotas, y el brasero sobre el que la figura tosca de su tía se inclinaba para soplar las pocas brasas que agonizaban en él; observó sus cabellos sucios y grasientos, sus manos regordetas de uñas negras y sintió que el frío congelaba también su corazón. “Era un sueño pensó . Un estúpido sueño…” La voz estridente de la mujer volvió a oírse: “¡Apúrate, apúrate, que no tengo todo el día!” Lentamente, con un peso oprimiéndole el pecho, Mario se bajó de la cama; se vistió en silencio, oyendo el suave chisporrotear del brasero, se puso los restos de zapatos que aún le quedaban y, echándose el saco a la espalda, salió a la calle llena de guirnaldas y luces coloridas. Por un momento la noche lo envolvió en la pálida luz que proyectaban los postes cercanos y se quedó allí, parado en mitad de la calle, percibiendo penetrantes y exquisitos aromas sobre el pavimento mojado y luminoso. Hasta que sus ojos la vieron. La enorme y lujosa casa se erguía frente a él, cubierta de miles de luces y adornos. Sus ojos maravillados la observaron largamente, la recorrieron poco a poco, subiendo por las guirnaldas y los colores hasta detenerse en el gran ventanal iluminado del segundo piso. Allí, acodada en la ventana, una figura infantil lo observaba. (1990)
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