De lo humano de la Inmortalidad- Artculo de Alberto Carranza Fontanini
Publicado en Jul 19, 2009
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 En una remota cueva, iluminada por una fogata crepitante, los rostros  primitivos e indiferenciados se inclinan hacia el viejo cuerpo que yace sobre una rugosa piedra. Esa noche se escucharán gemidos, lamentos parecidos a gritos discordantes, por causa del obligado rito que glorifica a los muertos.
El Rey- Sacerdote, ya inerte, tiene las facciones horriblemente mutiladas. Esa misma tarde con un cuchillo de piedra cortó su propia nariz, sus orejas y luego, con postrer esfuerzo su cuello por donde escapó el aliento de la vida. El otrora intrépido guerrero en los últimos tiempos se había vuelto ciego y padecía de agudos dolores que lo mantenían postrado y abatido. Mientras sin solución de continuidad se realiza la ceremonia, el sucesor ensaya  ponerse sobre la enmarañada cabellera el casco emblemático. Desde ese momento especial él es el Rey- Sacerdote y, con ese gesto ritual, comienza el largo camino que lo llevará a la inmortalidad. Por eso, cuando envejezca y no tenga ya el vigor para la lucha, deberá repetir aquel acto de inmolación. Esa es la Ley y la Ley deberá acatarse...
Con esta aproximada descripción de un rito funerario prehistórico, intento poner de relieve la ancestral idea de la inmortalidad que, al igual que el culto religioso y la magia ( a la que se acudía para invocar ayuda sobrenatural), tienen un orígen mítico en común.
Lo que en siglo XX denominabamos crímenes de lesa humanidad, en las antiguas civilizaciones eran moneda corriente aunque en otra perspectiva, como todos sabrán.Sin ir muy lejos y por lo que sé, los Aztecas mexicanos provocaban guerras para surtirse de prisioneros que sacrificaban masivamente en sus ceremonias. A los Faraones ( quienes no dudaban de su condición divina), a raíz del deseo de supervivencia ultraterrena, no les temblaba el pulso cuando veían incontables contigentes de esclavos morir revetandos de cansancio, durante los demoledores años que tardaron en construir las impresionantes pirámides que los haría pervivir más allá de su época y que les facilitaría el paso para el ansiado viaje inmortal. Esta creencia, les movía a emplear todas las riquezas del estado - hasta la ruina- en los fastuosos proyectos de sus templos y tumbas, lo cual debe haber seducido a Napoleón Bonaparte quien no dudó en emular a Alejandro Magno y también decidió invadir Egipto. Pero Napoleón era, además de excéntrico y mujeriego, un hombre culto ( letrado), y en lugar de una invasión cruenta como la llevada a cabo por su antecesor, implementó una invasión académica cuyo premio mayor fue la mentada piedra roseta de 680 Kg.,y treinta y dos líneas de textos en griego, demótico y jeroglíficos imposibles de discernir. Sospecho que para el "gran Corso" debe haber sido una pasionante disyuntiva ver todos aquellos signos incomprensibles que sus eruditos filólogos trataban vanamente de descifrar y acaso o tal vez él pensara si en esos textos no se hallaría escondido el misterio de la inmortalidad.
Los griegos tenían otro concepto respecto a este asunto imponderable. Para ellos cualquier dios podía figurar como su amigo del alma. Era relativamente fácil que cualquiera de esos dioses se dignase a descender de su pedestal Olímpico para sumarse a su batallas o a sus festejos y, de paso, arrastrar el ala alguna de esas bellas griegas con la cual podían concebir semidioses y restar importancia a sus narices respingadas ( mucho más estéticas y perfectas que las narices de los más pintados atlétas griegos), envidiable símbolo de su inmortal abolengo.
Claro que vulgarizar la condición divina los hacía pasibles de mortalidad y así como en Babilonia los dioses eran realmente humanos -también los egipcios tenían en cada provincia tumbas de dioses muertos-, en Creta se enseñaba a los visitantes la tumba del dios supremo Zeus.
En el imperio romano fue cosa habitual glorificar a los generales victoriosos que, si antes no morían envenenados, podían heredar el trono y por añadidura aspirar al rango de inmortales. Indudablemente los formidables atributos de un dios no les era un asunto desdeñable. Un dios, con un sólo gesto magnánimo podía hacer llover y lograr dar punto y aparte a la hambruna, o con un gesto inclemente podía poner en ebullición un volcán satánico que en cuestión de horas petrificaba la vida de una gran ciudad.
Pero lo acontecido con la Torre de Babel es paradigmático respecto al pensamiento del verdadero Dios y del orgullo y la soberbia humana. Justamente en este aspecto el culto a la divinización en la roma imperial alcanzó la desmesura. Aungusto, que gobernó bastante bien a lo largo de tres décadas, al morir fue comparado en forma patética con Hércules (ambos padecieron el envenenamiento de mano de sus respectivas mujeres), y mocionado en el Senado para su divinización. Por lo tanto tuvo derecho a su templo y a sus altares y a una orden sacerdotal que instruía los correspondientes ritos destinados al flamante dios.
Calígula - hijo del gran Germánico, muerto envenenado por el mismo pequeño sátrapa-, presa de una boufée delirante, cometió durante su gobierno todo tipo de atrocidades, mientras con todo desenfado se justificaba declarándose divino. Con la idea fija de ser más poderoso y sobrenatural que el mismísimo Jupiter tronante, no tuvo el menor empacho en cercenar las cabezas de las estatuas de ese dios para ajustar en su lugar sus propias y dedeñosas cabezas. Como era de esperarse, sus abusos, sus crueldades tuvieron mal fín : doce feroces golpes de espadas de sus propios guardas, que le tendieron una trampa, atravesaron implacables su ínfimo y delicado cuerpo mortal.
Sin embargo todos estos testamentos históricos que ponen de relieve la megalomanía de los poderosos no son suficientes para curarlos de sus fatuidades. Un poco antes de mediados del siglo anterior aparecieron en el escenario mundial, el nazísmo, el fascísmo, el maoísmo y el estalinísmo como otras tantas formas de afán de dominio, de poder supremo y de inmortalidad.
Para dar un ejemplo conocido, repasemos brevemente algunas de las perversidades que caraterizaron el régimen de Stalín en Rusia ( En estos días estoy releyendo " En el Primer Círculo" de Solyenitzin.)
Gracias a la maquinación eficaz de la propaganda soviética Stalín fue considerado un dios viviente. Es decir: Omniciente e infalible. Fue sin duda una contradicción apenas explicable que un déspota que produjo un sistema de " terror por el terror" fuese idolatrado por una gran parte de su pueblo. Durante el fatídico periodo o atapa de la colectivización de tierras, abandonó su faz pública amable y sonriente y empezó a mostrar una fisonomía o perfil desconfiado e inescrupuloso. Habían comenzado las matanzas y purgas de quienes de palabra o de acción atentaban contra el gobierno soviético y la Policía ( N.K.B.D.), realizaba arrestos por todas partes. Nadie pudo ya sentirse a salvo: todos eran vulnerables a la paranoía en que entró el sistema. Para peor, se había legalizado la tortura ( el método más usado, según creo,consistió en no dejar dormir a los interrogados), y  en el gulag ( campos de trabajo), corrientemente los prisioneros- a punto de ser anulados sus fluídos corporales-, caían  muertos de hambre y agotados.
El " grandioso Stalín" causó estragos y hambreó a su pueblo sin que le temblase el pulso. Su muerte ocurrió en circunstancias sospechosas; clavó en ese postrer instante sus ojillos duros y acusadores en quienes lo rodeaban.
Ahora es recordado no sólo por haber sido el "genio de todos los tiempos" al salvar a Rusia de las pesadas botas invasoras del ejercito de Hitler, también se lo memora como el despiado Jefe de estado que en un sólo día firmó los decretos que condenaban a muerte a 3.282 personas y por los 60.000 hombres que perdieron la vida construyendo el canal de Megolap.
¿ Habrá concedido Dios a la especie humana el libre albedrío para que pudiese además elegir destinos oblicuos?
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Descripción

La inmortalidad "rugosa" de una criatura teida de mortal.

Palabras Clave: Inmortalidad?

Categoría: Artculos

Subcategoría: Comentarios & Opiniones


Creditos: Alberto Carranza Fontanini

Derechos de Autor: Artculos publicados y D. Reservados.


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