Y llovía... llovía... (Diario)
Publicado en Feb 26, 2012
Cuando llegué a la capital de Cuenca, un dia de los 80, la tormenta ya estaba desatada. Hacía tiempo que las peleas familiares me habían hartado y hastiado y ya sólo me importaba caminar aquellos siete kilómetros que había de distancia entre la ciudad y la aldea. No tenía nada más que mi propio cuerpo para soportar un peso que iba aumentando cuando mis ropas se mojaban hasta límites casi insoportables. Al principio, ante mí se encontraba el Puente de San Pablo, las Casas Colgadas y el Seminario. Allí comenzaba el verdadero camino y la oscuridad era ya tan intensa que la única luz que me alumbraba llegaba desde el cielo: las estrellas y una luna que me guiaban para no perder mi destino. No me importaba ya ninguna clase de pelea familiar porque yo ya estaba muy lejos de tantas ambiciones ajenas a mi verdadera búsqueda. Para mí lo único interesante era caminar hasta demostrar que era capaz de llegar.
El peso del frío era también un añadido al peso del agua, pero no lo dudé ni un instante. Quienes me pudieron ver, si alguien me pudo ver, quizás pensaran que estaban siendo espectadores de una locura; pero la verdadera locura era aquella necia pelea, ajena a mí por completo, por unos cuántos miles de pesetas. La verdadera locura no estaba en mí porque yo era ajeno a todo aquello y el único motivo por el que inicié mi camino de aquellos teóricamente interminables siete kilómetros no era para demostrar a nadie de todos ellos y ellas más que era ajeno a sus ambiciones, que no me importaba nada en absoluto tener unos pocos miles de pesetas más en mi cuenta bancaria o que me hubiesen despojado, como así había sucedido, de esos miles de pesetas que tenía yo en Cajamadrid. No. No era para mí ningún motivo todo eso para aquel enfrentamiento contra el frío, la lluvia y la necesidad de poder llegar venciendo a la fatiga. Por eso, cuando aquel animal apareció, de repente, ante mí, la cuestión era o él o yo. Así que, como no tenía otro pensamiento nada más que llegar a mi destino (terminar aquellos infernales siete kilómetros a pesar de cualquier animal) grité porque tenía que gritar y el animal fue el que tuvo que abandonar y no yo. Y huyó rápidamente cuesta arriba mientras yo seguía mi camino. Después el asunto solamente consistía en poder resistir fisicamente porque ya llevaba mucho caminado antes de llegar allí; pero mientras todos ellos ya estaban fuera de esas condiciones físicas (ninguno de los cuatro habrían aguantado ciertas pruebas físicas y síquicas) seguí aquel caminar solamente con la compañía de las luces de las estrellas y la luna en medio de la oscuridad. Yo seguía estando en la misma forma física y síquica dijeran lo que dijeran, falsamente por cierto, todos ellos y todas ellas. Yo sabía que estaban mintiendo pero solo guardaba silencio; así que, ajeno por completo a sus locuras por un puñado de monedas (¡qué forma de perder el alma por unos pocos miles de pesetas!), mi único motivo para llevar a cabo aquella prueba -si alguien pensó que era una proeza digamos que fue una proeza- de caminar en medio de los elementos de la naturaleza desatados en forma de tormenta. Para mí lo único que me importaba era poder, al fin, cenar lo que me pusieran, calentarme un poco junto a la estufa mientras escuchaba alguna historia de peleas familiares sólo por escuchar nada más y seguir soñando con los ojos despiertos. Y llovía... llovía... pero no por eso perdí mi sueño... porque todo lo que estaba iamginando lo conseguí (¡qué forma la de todos ellos y todas ellas de perder el alma por un simple puñado de miles de pesetas!). Aquella noche mi alma siguió estando tan tranquila como siempre -aunque dijeran lo que dijeran con sus lenguas de doble filo- porque ni había participado en ningún manejo inmoral sobre la herencia ni me importaba ya para nada que me hubiesen robado todo tan vilmente como para tener que comenzar otra vez desde cero. Para mí empezar siempre desde cero había sido siempre un motivo suficiente para alcanzar las metas de mis sueños con los ojos bien abiertos. Y llovía... llovía... pero por cada litro de agua que caía sobre mi cuerpo, Dios me había prometido algo más de lo que yo le había pedido. Quizás por eso las luciérnagas brillaban al entrar en la aldea. Y llovía... llovía... y la canción resonaba en mi cerebro. Quizás es que la lluvia sirva para algo más que para cargar con el peso de las ropas mojadas. Posiblemente la lluvia también sirva a algunos para lograr ser por fin hombres dispuestos a perpetuar este infinito vivir enamorado de la vida o ser tan sólo un escritor eterno. Y es que ciertas aspiraciones de otros y de otras son tan pequeñas y absurdas que no merece la pena pelear por ellas. Ya tantas otras veces había caido la lluvia sobre mi cuerpo que me era indiferente el peso del agua de mis ropas mojadas. La diferencia siempre estribaba en que yo combatía a aquella avaricia acompañándome solamente con el recuerdo de Ella, la Princesa por la cual sólo hice aquella aventura de calarme hasta los huesos, desposeído de todo menos de la dignidad. Quizás si alguien me observó pensara que yo estaba haciendo una locura, como tan desesperados estaban de querer falsamente demostrar aún sabiendo que la locura era la de ellos y ellas, pero es que mi equipaje, aquella noche, sólo era el peso del agua cayendo sobre mi cuerpo y la sonrisa de la Princesa dentro de mi Corazón.
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