LA PORDIOSERA
Publicado en Mar 05, 2012
Para Enrique Dintrans Alarcón En el andén, antes de subirme al bus, le di la limosna que sólo a mí suplicaba la insistente anciana. Varias personas esperaban y ninguna le prestaba atención. Tampoco ella a estas. Agradecida, la vieja me reveló que era un hada. Subí al vehículo y ella subió tras de mí, acomodándose en un lado del puesto donde me senté. Buscando mis ojos, porfió: “Señor, míreme bien que soy un hada”. “Un trol, tal vez”, pensé, porque estaba sucia y olía fétido. Sus ojos eran lo único limpio para la edad que debía tener: setenta y cinco o más. Cuando me aproximé al sitio donde debía bajarme, por cortesía le dije: “Aquí me quedo, señora, que pase buen día”. Bajó tras de mí. Aunque no experimenté la sensación de ser perseguido, la anciana caminó tras de mí, repitiendo: “Un hada, señor, soy un hada”. Me tocó el hombro. Su mano llena de pecas. “No lo dudo, amiga”, le dije, deteniéndome un momento, “pero con esta prisa que mantenemos... Hombres, hadas, la muerte. Tan rápido todo, que uno no se da cuenta ni de uno mismo”. Le dije, sin saber si comprendía. Al llegar a mi casa, la anciana ya no me seguía. Por algún lugar de la calle, debió entrar a cualquier sitio, Eso creo. Aunque mi hija no cesa de preguntarme: “Papá, ¿por qué la niña que venía a tu lado salió volando cuando abrí la puerta?”.
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