ILUSIONCITA Y EL CENTAURO
Publicado en Mar 10, 2012
Una fuerte atracción por esa enigmática mujer de sonrisa discreta, cambiaba el recorrido diario por mis acostumbradas rutas hacia ninguna parte. Suelo llamar "ninguna parte" el aquí y el ahora, al mismo tiempo refugio, justificación, centro de operaciones para la práctica de mi proverbial filosofía.
Durante generaciones la busqué y, sabiéndola ahí, dispuesta a florecer, siempre desaparece como en la suerte del mago. La bauticé Ilusión por la inmanencia en ella, de la luna. Por su innegable magnetismo, hace perder el temple del guerrero, lo arrastra y lo trastorna haciendo temer por su cordura. Al final, era mejor no haber nacido. Ella misma, Ilusión, pensará desde su torre de navegación cómo ninguno de los dos derivará a conclusiones después de las conversaciones de cada uno consigo mismo. Es demasiado tarde para comenzar, -me dije- o temprano, para terminar una historia sin final. Lo cierto del caso, en relación con esa búsqueda, sucedió cuando el modelo congelado cobró vida, fuerza y movimiento. Ilusioncita es real. Provoca, con un sutil canto de sirena, la imposibilidad de su cuerpo escamado desde la cintura para abajo, al antropoide dotado con herramientas de arquería y sostenido por un cuadrúpedo también de la cintura para abajo. ¡Ahí no hay nada! No puede haberlo,-dije. Ilusión y Centauro, humanos de la cintura para arriba y animales al mismo tiempo, estarían condenados a lo imposible. Si alguna relación ocurriere solo la tibieza del “baño maría” podía imprimirle vida perdurable. Lo supe cuando Ilusioncita apareció en mi vida. Lo deduje cuando irrumpió sin importarle nada y derivamos, uno al lado del otro, halados por un hilo invisible, férreo como cable de acero, fuerte como la polaridad de los imanes o la increíble e insoslayable fuerza del amor. Ese fue el primer tema de conversación aquel mediodía cuando, cara a cara, pusimos las cartas sobre la mesa como si fuésemos a accionar los trebejos sobre el tablero de ajedrez para comenzar una partida, de antemano, presagiando tablas. Esa era Ilusión y yo Centauro. Cedimos y entregamos todo sin tomar la ofrenda expuesta en un cofre de vitrales virginales irrompibles. Era virgen como su sonrisa, su personalidad, su gracia, su humildad. Hoy, en mi laboratorio de centauro el arco apunta al infinito y a la búsqueda del amor eterno.
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