Azm y Areebah En Las Tierras Doradas
Publicado en Mar 13, 2012
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Prólogo:
 
Egipto Antiguo
En  algún lugar del Sahara.

            Caminaba por el desierto en medio de una tormenta de arena que, no era tan espesa como algunas de las otras tormentas que habían azotado aquellos infértiles terrenos en sus años de viajar entre los laberintos de dunas brillantes como de oro, era más bien una leve tormenta. Los granos dorados le envolvían la mirada que no alcanzaba más allá de los pocos pasos que tenía adelante de sus sandalias de piel y las cuales le estaban envolviendo sus pies desde hacía ya tres días cuando partió desde uno de los pueblos cercanos al Oasis de Dakhla. Su cuerpo estaba envuelto en una túnica blanca que ya lucía tiznes del color de la arena y su cabeza y rostro cubierta con un velo del mismo color, sus vestidos ondeaban con la brisa caprichosa que causaba estragos en su rumbo y a su lado iba un hombre de vestiduras rojas como la sangre, su cabeza envuelta por un tagelmust de igual color con su rostro protegido apenas asomándose unas cejas gruesas y unos ojos negros como la noche del desierto, llevaba los pies cubiertos con unas botas marrón y en la cintura sosteniendo sus pantalones de tela ligera y abombados, llevaba una banda de tela que se amarraba a un lado. Ambos caminantes, se tomaban con fuerza de la cuerda de juncos con la que arrastraban a su camello; y sus pasos torpes y pacientes dejaban estelas fugases en el fragor ardiente del suelo movedizo de dunas que como alucinaciones aparecían y desaparecían a voluntad de los dioses del viento que silbaban en el aire y les dificultaban el andar a los viajeros en la aridez y esplendor de su poder.

            No cruzaban palabras; solo se escuchaban los bramidos de la brisa feroz en medio del calor sofocante de los dominios de nadie. Aquel duro viaje, les hacía recordar con remordimiento su partida de las tierras fértiles de Dakhla, alejarse de su gran lago plateado que reflejaba el cielo azul, cual espejo; recordar sus frutos, sus palmeras, el verdor, sus pueblos, el agua y su cerveza abundante, les provocaba el remordimiento más grande que recordaban en medio de la sed apaciguada a medias por una mezquina cantidad de agua que aumentaba su apetencia y que mantenían en boca para calmar la sed por mayor tiempo. No habían pasado demasiado tiempo en Dakhla, pues los guardias de Lamya, los seguían de cerca y no podían descansar demasiado en ese lugar, Dakhla, con su abundancia y su belleza, era un lugar concurrido por los viajeros del desierto y una marca segura en los intentos por registrar en mapas al desierto y sus refugios. Un lugar donde escuchar noticias de bandidos en fuga a cambio de unas pocas piezas de plata u oro.

            El calor era feroz y despiadado, era engañoso y manipulador, capaz de nublar la mente y de consumir el cuerpo si no se conocían los antiguos y profundos secretos de viajar en el desierto; habían viajado en caravanas a través de las dunas por años junto a su padre, durante su niñez. El desierto los trataba con respeto y ellos a él. Como habían aprendido, debía haber un equilibrio entre la humildad del hombre y el poder de la naturaleza, pues en el desierto, estaban bajo la merced de los dioses más que a la de sus decisiones. Ya habían pasado por el que Azîm sabía sería por, mucho tiempo, el último de los bosques de cactus en ese tramo desde Dakhla hacía su meta: Farafra, más al norte y a más de dos centenas de kilómetros. Una travesía les esperaba hasta llegar a su destino; aventuras insospechadas y peligros desconocidos se escondían entre las tierras doradas.

Capítulo 1

“La gema robada”

            ―Arena, arena…. Arena, arena…Arena, arena, arena ¡Oh mira! ¡Más arena!

            ― ¡Basta! No es gracioso.

            El joven del turbante rojo. Se quedó callado y con el ceño fruncido oculto, se retiro la porción de la prenda que le cubría la boca  y se dispuso a beber para minimizar el ardor de sus labios resecos.

            ―Si quieres morir de sed antes de encontrar un oasis, sigue bebiendo de esa manera, Azîm ―soltó la jovencita vestida de blanco al mirar de soslayo a su hermano que tomaba un sorbo de agua de la cantimplora de cuero que llevaba. El no la miró, solo detuvo el trago a la mitad y la razón de su hermana lo golpeó como las ráfagas de calor que empezaban a disiparse. No sabía si encontrarían algún oasis pronto, y el agua no era, para su desgracia, más abundante que el oro que llevaban en las bolsas de su camello. Deseaba en ese momento cambiar todo su oro por una hidria repleta, lamentablemente no había ningún genio ni menos un mercader que pudiera venderle una gota de agua o dárselas a cambio de algo. La poca que tenían debía ahorrarse.

            ―Desearía haber cargado menos joyas y más agua ―resopló Azîm a su hermana con voz cansada y un ceño de malestar. Azîm llevaba un alfanje de plata con algunas piedras diminutas de color rojo brillante sujeto en la espalda. Su piel era tostada un tanto más que la de su hermana, fuerte pero no robusto y de ojos oscuros y con los rasgos de la niñez aún en el rostro.

            ―Pues no es muy brillante que lo pienses ahora, hermano. Debiste ¡hacerlo antes! O mejor aún, ¡cuando te lo propuse! ―sermoneó la joven de nuevo. Su frase rebozaba de sarcasmo y Azîm pudo notarlo.

            ― ¡No estaríamos huyendo de no ser porque robaste a esa bruja! Y ¡No estaríamos en el desierto de no ser por la misma razón mi brillante hermana! ―espetó Azîm en venganza ―. “solo entramos y salimos con las joyas, es fácil” ―imitó graciosamente Azîm la voz de su hermana.

Ella lo acuchilleó con la mirada:

            ― ¡No robamos a nadie! El tesoro de Asad estaba destinado a ser de quien encontrara su cueva y resolviera sus acertijos ―agregó Areebah con entusiasmo y apartó el velo de su rostro mostrando unos hermosos ojos café entre las cortinas de cabello negro y ondulado. Era joven y bella ―, no le robamos, solo… llegamos antes que ella ―agregó con expresión de orgullo.

            ―Pues parecía que ella había llegado antes, no olvidarás que tuve que luchar con sus… ―Azîm se detuvo en ese momento. La arena que se removía por todos lados dejó de hacerlo repentinamente, los silbidos del viento cesaron y el sol brilló sobre ellos con más intensidad mostrando un horizonte colmado de montañas de granos de arena brillantes bajo el cielo de azul puro manchado de nubes casi transparentes.

            Al fin habían llegado al otro lado de la repentina tormenta que los había sorprendido hacía unos minutos.

― ¡Vaya! ―exclamó Azîm―, creo que aún nos faltan algunos pasos ―bromeó al ver lo que les esperaba desde esa duna alta en la que se hallaban.

―Sigue caminando ―se limitó a decir Areebah―, te repito, si sigues bebiendo de ese modo, no nos quedan muchos pasos, créeme ―recordó a Azîm que por instinto se llevaba la cantimplora a la boca y se detuvo con otra punzada de frustración en el acto.

Bajaron la duna alta y siguieron avanzando dejando estelas detrás de ellos en la arena.

―Arena, arena, arena, ¡Arena! ―decía Azîm con impaciencia―. Debimos comprar camellos en Dakhla. ¡Te lo dije!

―Sabes que no podíamos mostrar el tesoro en ese lugar, nos encontrarían más rápidamente ―razonó Areebah.

Azîm no contestó. De nuevo su hermana tenía razón. Quiso preguntarle por qué estaban huyendo si “no habían robado a nadie”, pero se quedó en silencio.

            Subieron una duna no demasiado empinada y al otro lado encontraron un bosque de cactus muy extenso. Azîm bajó rápidamente deslizándose por la arena sobre su espalda. Corrió hacia los cactus esperando extraer agua y antes de que se acercara al más cercano advirtió a un pequeño niño vestido de blanco y con un kaffiyeh envolviéndole la cabeza. Estaba agachado junto a un cactus del cual hacía brotar un chorro de agua cristalina que caía en una jarra de arcilla. Azîm se arrodilló junto a uno de los cactus cercanos e imitó al niño picando el tallo con su puñal. Del cactus del niño brotaba agua que comenzó a rebozar la jarra; Azîm no vio salir de su cactus más que un chorro de arena seca y caliente.

            Giró la mirada y el niño estaba a su lado con la jarra llena de líquido. Azîm solo miraba la jarra.
            ― ¿Quieres un poco de agua? ―dijo con voz dulce el niño de piel blanca.

            Azîm saltó sobre el chico y este lo esquivó con destreza haciéndolo estrellar la cara contra la arena.

            ― ¡Ven por ella! ―soltó el chiquillo con aire de travesura mientras se alejaba entre los cactus levantando el polvo.

            ― ¿¡A dónde vas!? ―saltó poniéndose de pie el otro para seguirlo. El niño se escondió detrás de un grupo de rocas.

            ― ¿Qué estás haciendo Azîm?

            ― ¿¡Dónde estás niño!? ¡No te vayas! ―dijo Azîm mirando las rocas para asegurarse de que el niño no escaparía.

            ― ¿Azîm?

            ―Ven por el agua, aquí está, también hay un poco de sombra ―escuchó el joven Azîm desde detrás de las rocas. Siguió las pisadas del niño a través de los cactus. Miró tras las rocas y allí estaba el chico parado delante de un árbol que daba una sombra espesa y húmeda.

            ―Al fin te encuentro ¿Me darás el agua pequeño amigo? ―le preguntó fingiendo amabilidad.

            El asintió y señaló una roca, el joven de turbante rojo siguió el dedo del niño y sobre la roca, notó que estaba la jarra con agua hasta el tope. Podía ver salir sobre la jarra de barro un hilo húmedo que se escurría por la roca. El agua se derramaba. Azîm corrió al lugar sin advertir nada. Su vista en la jarra, su lengua saboreando ya el líquido, el placer que le provocaba saber que pronto bebería…

            ― ¡Azîm detente!

            ¡Crack!

            ― ¡Aaaah!

            El joven se coló por un hoyo en el suelo y aterrizó de golpe en el fondo oscuro de este cubriéndose los ojos para que la arena no le entrara en ellos. Miro hacia arriba y cuando la arena se disipó miro al niño al borde de la trampa, este lo miró un instante con unos ojos ennegrecidos por completo, sonrió de modo malvado mostrando unos horribles dientes puntiagudos y sucios antes de desvanecerse como humo. Un madero cayó desde la boca de la trampa y le golpeó.

            ― ¡Auch! ―se quejó―. No puedo creerlo ¡una alucinación! ―se puso de pie con dificultad y se dio cuenta de que estaba sobre la osamenta de un camello y de un hombre. Como un reflejo, en un jadeo de espanto, asió su alfanje y aguzó los sentidos.

            ―Azîm, ya están muertos, no creo que ten una buena pelea ―esa era la voz de Areebah desde la boca de la excavación.

            ― ¿¡Cómo pudo engañarme una alucinación!? ―soltó Azîm frustrado. Guardó su espada con un rechinido.

            ―Eso no era una alucinación, Azîm, pude sentirlo, era un Djinn, un demonio del desierto ―explicó Areebah―, son peligrosos, engañosos y malvados.

            ―No me digas ―soltó él con burla limpiando su vestimenta― ¿Puedes ayudarme a salir de aquí? ―pidió. La arena caía desde el borde la trampa como si fuera agua.

            Ella sonrió y le arrojó una cuerda que ató al camello. Azîm tomó la cuerda y subió con agilidad, en unos segundos estuvo en la superficie. Miró de nuevo el hoyo y los huesos.

            ― ¡Que miedo! ¡Pobres! ―dijo ya desde arriba imaginándose a si mismo hecho una osamenta pálida y seca―. Debes tener cuidado Amîn, puedes terminar como él ―le dijo al camello que se limitó a lamerle el rostro mientras él, le daba unas palmadas afectuosas.

            ―Podrías agradecer a quienes podemos entender lo que dices, no sé, creo que me debes una ―apuntó Areebah. Siempre bromeaba sobre el hábito de su hermano de hablar con el camello.

            ―Amîn puede entenderme, ¿no es cierto amigo? ―el camello hizo un movimiento que sorprendentemente parecía ser una afirmación.

            La chica negó con una sonrisa.

            ― ¿Qué forma tenía? ―preguntó Areebah.
            ― ¿Qué?
            ―El Djinn, ¿cómo era su forma?―repitió.
            ―Era un niño, bastante tierno, pero luego…
            ―Te diste cuenta de que era terriblemente feo ¿cierto?
            ―Exacto, fue aterrador.
            ―Los demonios se transforman en algo que sea atrayente o aparentemente inocente para no despertar sospechas en sus víctimas ―explicó Areebah ―, es raro que haya tomado esa forma, me imaginaba que sería una bella mujer con algo de agua.

            ―Solo era un niño con agua. Podía sacarla de los cactus ―agregó.

            ―Pues eso puede hacerse, lástima que si la bebes, morirías envenenado ―le dijo Areebah.
Azîm miró alrededor, no había cactus, solo unos cuantos arbustos secos y piedras. No había manera de encontrar agua. Se sintió decepcionado.

            ― ¿Quién coloca una trampa en medio del desierto? ―preguntó Areebah al comenzar a avanzar de nuevo ―, es extraño.

            ― Dos palabras ―dijo Azîm―: “Comerciantes de esclavos” ―se adelantó sonriente por su sabia respuesta― ¡Sigamos!

            ―Esas fueron tres palabras ―dijo Areebah con frialdad.
            ―”De” no es una palabra ―se opuso él.
            ―Sí lo es.
            ―Lo sé ―ella lo miró con duda―, solo me gusta molestarte ―repuso él con una amplia sonrisa.

            Areebah que se había quedado atrás, corrió ligeramente y alcanzó el camello. Abrió sin detener el andar una de las bolsas de cuero y extrajo un libro viejo y mal cuidado con una caratula de piel marrón y algunos símbolos complicados en la cubierta.

            ― ¿Recuerdas la forma de abrir el libro de Anwar? Mi memoria está un poco mal en estos días ―preguntó Areebah forcejeando con el libro para abrirlo ―. Sé que es una palabra, pero no recuerdo bien…

            ―Recordarías todos los papiros egipcios de la historia y ¿no sabes cómo abrir un libro?
            ―Solo no recuerdo la palabra, ¿Tú sí?

            Azîm no la recordaba, pero disfrutaba del genio de su hermana cuando él conocía algo que  ella ignoraba.

            ―Sí, lo recuerdo perfectamente, Areebah ―mintió.
            ― ¿Y…?
            ―Nunca dije que te lo diría, mi sabia hermana ― le dijo.
            Ella resopló con frustración, sabía que él disfrutaba aquello.
            ―Creo que era… zu… zum… ¡zumair! ―gritó―. No… es: ¡Zuhyir!

            Areebah había ayudado a su hermano Azîm a recordar, él, no se lo hizo saber; solo dijo con altivez:
            ―Zuhayr.

            El libro se abrió con un ligero chasquido y Areebah no dijo nada, solo abrió las polvorientas hojas de pergamino y leyó silenciosa mientras caminaba.

            ―Deberías dar las gracias por…

            ―Me debías una ―contestó como si esperase la frase de su hermano―. Además solo busco salvarnos la vida, porque, puede que estemos viajando en la dirección equivocada. Amîr está viejo y puede no estarnos guiando bien ―dijo ella sin dejar que Azîm terminase su frase.

            El camello se detuvo al instante y berreó.

            ― ¡Vamos Amîr! No es cierto, ella no sabe lo que dice, amigo ―animó Azîm al camello.
            ―Justo como lo pensé ―dijo Areebah satisfecha. Azîm giró la mirada a su hermana.
Ella sostenía con sus dedos una gema verde agua que pendía de una finísima cadena que le rodeaba el cuello, la miraba con ceño como si pudiera ver algo que Azîm no podía.

            ―Esta piedra nos puede guiar por el camino más corto ―dijo la chica sin mirar a Azîm―, es una piedra Mouna, puede hacer muchas cosas…

            ― ¡No! ―gritó Azîm cuando Areebah se disponía a tocar la piedra, pero ya era tarde: Areebah había colocado su dedo sobre la piedra verde y esta, al contacto con la piel de la joven, se volvió negra como el azabache y caliente como una hoguera.

            ― ¡Quítamela! ¡Me quema! ―gritó. La cadena que sostenía la piedra se había calentado quemando el cuello de Areebah y obligando a quitársela de encima. Azîm tomó la piedra y la arrojó tan lejos como pudo, con sus manos ardiendo.

            ― ¿¡Por qué trajiste eso contigo!? ―gritó Azîm―, ¡está maldita!

            Areebah no respondió. Sus ojos estaban en el lugar donde podía haber caído la piedra. Alrededor de la gema se había levantado un remolino de arena, el cielo se había nublado repentinamente sobre ellos y cuando la arena se fue disipando poco a poco notaron una figura negra y muy familiar rodeada de otras también conocidas.

            ―¡Pero qué pequeño es el desierto! ―habló una voz detrás de la arena aún agitada y girando―. Son Azîm y Areebah, los jóvenes ladrones.

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Foto del autor Francisco Perez
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Descripción

Inicio de una novela familiar, con orientacin infantil-juvenil. El objetivo es dar a conocer algunos aspectos de la cultura rabe.

Palabras Clave: Egipto ingenio aventuras desierto camello

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Fantasa



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