La ltima sonrisa de aquel carrusel - Captulo II (Diario)
Publicado en Mar 13, 2012
El tiempo seguía pasando muy lentamente y yo seguía observando. Era necesario esperar hasta el final. Y el final llegó. Luis y Carlos me imploraron tanto que me levanté de la silla; pero les advertí que iba a ser que no, que iba a ser que sí o que iba a ser las dos cosas al mismo tiempo. Como no se lo creían, crucé despacio por la ya vacía pista de baile y me acerqué a ella. Sólo le dije una palabra que no importa saber qué palabra fue. Ella no me contestó, tal como yo les había dicho a Luis y Carlos, sino con un simple gesto de cabeza, no dijo ni que sí ni que no, y se limitó a regalarme una sonrisa. Una sonrisa que nunca jamás he olvidado porque era la última sonrisa de aquel carrusel. Regresé donde estaban esperando, anhelantes, Luis y Carlos. Les dije que ya iban a cerrar el local y que era necesario irnos de allí. Salimos a la calle. Subimos en el Renault de Luis y nos fuimos, para terminar la noche, al Club.
¿Qué Club era aquél? No importa mucho su nombre pero supongamos que, efectivamente, se llamaba Pims y estaba muy cerca de la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid. Ella también estaba allí esperando. Estaban muy de moda entonces toda esta clase de clubes más o menos clandestinos donde se lanzaban al ruedo los poetas muertos para morir atropellados por los cuernos de las fiebres del sábado noche. Se admiraba entonces mucho, hasta límites de lo insoportable, a The Beatles y las fiebres que le entraban a muchos con aquello de ¿Qué noche la de aquel día? puesto que habían decidido romper todas las reglas: saltarse los programas, ignorar sus obligaciones y saborear aquello que ellos llamaban libertad porque anunciaban, a bombo y platillo, que no importaba el sexo si el amor era puro. Lo que descubrí y les intenté explicar a Luis y Carlos es que toda aquella gentuza llamaban puro a lo que se conoce como basura de la homosexualidad, el lesbianismo, la bisexualidad, el transformismo de género... En aquel Club seguíamos Luis, Carlos y yo. Mis dos amigos dudaban pero yo tenía bien claro lo que debía hacer. Así que tuve que explicarles la diferencia entre un poeta vivo y aquel tinglado del Club de los Poetas Muertos. Les avisé que yo era futbolista y debía mantenerme sano para seguir siendo futbolista porque me era necesario ser el Capitán que llevase a mis compañeros a conseguir la victoria. Hacía ya 10 años que había aprendido a ser un poeta vivo atendiendo a las enseñanzas de mi maestro Don Florencio Lucas Rojo. Cambio de vida. Estaba ya introducido en la gloriosa década de los 60 pero yo seguía siendo igual que siempre. Y sonaba en mi memoria el nombre de Walt Whitman exclamando: "¡Oh, Capitán, mi Capitán!". Pero resultaba que yo no era Capitán de los altos intelectuales de Walt Whitman que vivían a "todo trapo" y desenfreno aquella década prodigiosa. Yo seguía siendo el mismo Capitán de los humildes del Esparta de San Isidro y los humildes del Deportivo Olímpico y como ni Luis ni Carlos sabían nada de jugar al fútbol no me creyeron del todo. Así que, para demostrarlo y acabar con todos aquellos chismorreos de envidiosos; gentes más bien machistas y de otras "especies" raras que iban sembrando cizaña por allí porque de sus corazones no salía nunca nada bueno ni positivo, me acerqué a ella y le dejé grabada en su frente mi signo de Liberación. Ella sólo me dedicó otra sonrisa. Era una sonrisa que tampoco jamás olvidé porque era la última sonrisa de aquel carrusel. Lo que sucedía en todo aquel mundo del desenfreno era que el hombre elegido por Dios no era el hombre que había elegido el padre de aquella familia numerosa. Yo sólo les indiqué a Luis y Carlos que había terminado mi labor en el Club de los Poetas Muertos porque sólo amaba la vida. No sé si me llegaron a entender del todo; pero es que resulta que era muy famoso y estaba muy de moda ser un rebelde sin causa; algo que sucedió, efectivamente, con el hijo signado por el padre de la familia numerosa pero no signado por Dios. Guardé silencio, me despedí de Luis y de Carlos y me dirigí a mi domicilio familiar de la calle madrileña de Pizarra, en el número 3. Lo demás solo era mi silencio mientras caminaba por la noche con las manos metidas en los bolsillos de mi pantalón bajo la luz de la luna y las estrellas brillando en el cielo de Madrid.
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