MINIFICCIN (1)
Publicado en Mar 13, 2012
LOS PUTOS
Esa noche los travestis esperaron en los andenes sin desplazarse de sus sitios habituales. Lucían su indumentaria más ostentosa y no aceptaban ninguna invitación. Por tácito acuerdo ninguno habló. Nadie preguntó quién subiría al carruaje. Tercera vez que anunciaban la visita del extraño vehículo por el sector de los travestis. La curiosidad predominaba sobre el temor y la prudencia. La primera en montarse fue Loly. Después invitaron a la Tigrilla y a la Bardot. La tercera vez, se subió cantando a gritos una ranchera de Cuco Sánchez, la Mejicanita. No regresaron. Ninguna noticia de ellas, vivas o muertas. Sus lugares fueron ocupados por otras. Nadie las extraña. Las cuatro se fueron encantadas. Princesas de la madrugada o cadáveres quién sabe dónde. Esa noche el blanco resaltaba en los vestidos porque había sido el color de la ropa que llevaban Loly, Tigrilla, Bardot y la Mejicanita. Zapatos blancos y bolsos blancos. Ninguno habría adivinado que todos tenían también calzones blancos, supersticiosos y dispuestos a obedecer tan pronto los llamara el hombre que ocupaba el carruaje tirado por cuatro caballos blancos. Lánguidos cisnes de la noche, a lo largo de la avenida los travestis miraban la luna llena. A las dos de la mañana apareció el carruaje, desplazándose lento con el Conde visible en la ventanilla. Se detuvo en el parque y con leve movimiento de la mano las llamó a todas. Rodearon el carruaje en total silencio, hipnotizadas por la subyugante presencia del Conde, dispuestas a cumplir cualquier solicitud y prontas para precipitarse en los abismos de la carne. Seducidas por el atractivo filo de la daga sarracena, una tras otra extendieron el brazo izquierdo para recibir la marca. Mayo 5 de 2003: Esa noche no se llevaron a nadie a pesar de las suplicantes miradas. En ellas, sólo esa marca. Y para ellas, una mirada directo a sus ojos. El acostumbrado beso en la boca y un billete de 10.000 pesos para cada uno. Tristes, vieron alejarse el carruaje. Regresaron a sus hogares con el labio superior herido y saboreando su propia sangre mezclada con el pintalabios. ALGUNOS MERLOTS Preferimos que mueran solos pero llegará el día cuando tendremos que forzarlos a dar este paso en nuestro beneficio. Lo convertimos en sencillo ceremonial mientras bebemos vino. Nada esotérico ni simbólico, no le busque significados que no tiene. El cuerpo del anciano muerto, desnudo y pintado de azul, color detestado por los yezidis, lo sentamos en el centro de la habitación –así como lo ve– donde brindamos en su nombre. Quien propone el brindis humedece el dedo meñique en su vino y moja los labios del cadáver. Durante el transcurso de la sesión, la persona que prestó su casa para la ceremonia lee una extensa lista de anécdotas ficticias, atribuidas al fallecido. Cada 15 días se hacen las reuniones. Dos ancianos por mes. Los geriátricos proporcionan materia prima aunque los trámites legales son incómodos, antieconómicos y despiertan sospechas. Preferimos la cuota familiar aportada por afiliados al ceremonial. Los ancianos del pueblo, en condiciones de asistir al brindis, se agotaron y por eso viajamos a pueblos vecinos: Montenegro, Quimbaya, Circasia o Caicedonia, comprándolos a sus familiares o raptándolos cuando encontramos algunos sin familias. ¿Embriagarnos? Jamás. Debemos leer o escuchar las lecturas que en voz alta se hacen frente al anciano. Hoy comenzamos, con este que usted observa, la lectura de los Cantares de Ezra Pound. Tome asiento y sírvase un vino. ¿Cuántos años me dijo que va a cumplir? N. del A. Este minicuento se lo envié a Luciano, el personaje de la noveleta El Necrófilo, de Gabrielle Wittkop, quien me envió una carta imposible de incluir aquí pero que ya conocen varios de mis amigos, entre ellos Carlos Alberto Agudelo Arcila. CARRILERA Acompañada del perro que vagabundeaba por el pueblo y con la niña, la sexagenaria recorrerá un largo trayecto de la carrilera. Amanece. Lleva de su mano a la niña. El perro las sigue, oliéndolo todo a su paso. Caminan sobre las durmientes de la carrilera. Al abandonar la estación, estaban ahí la vendedora de tinto y el tiquetero, quienes la miraron. Se miraron entre ellos y nada dijeron. La imponente anciana obligaba al silencio. Iban al encuentro del tren de las doce. Tendrán tiempo para caminar durante varias horas bajo el sol de la mañana. Podrán ver el tren de lejos. Llanura sin árboles con sólo cielo y arena. Arena atrás. Arena a los lados y arena delante de la carrilera. La niña no pregunta ni el perro ladra. Las maletas, innecesarias para su encuentro con el tren, las dejaron en el hotelucho del pueblo donde amanecieron. Viene cargado de gitanas, dijo la sexagenaria. La niña nunca había visto gitanas pero le agradó la palabra. Y continuó la mujer: Entre ellas debe venir tu madre. La niña tampoco conocía a sus padres. Había vivido siempre con la sexagenaria aunque no era su abuela. El tren se detendrá cuando nos vean caminando por la carrilera, aseguró. Y siguieron caminando. Esperanzadas porque nadie les previno que por esa carrilera no circulaban trenes y que, de tanto caminar, llegarían a otra desolada estación donde encontrarían a la misma vendedora de tinto y al mismo tiquetero.
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