MINIFICCIN (4)
Publicado en Mar 13, 2012
ROMANCE
Tampoco su pasmosa lentitud al caminar delante de mí. ¿Exhibiéndose? Lo ignoro. Al verificar en sueños posteriores que seguía siendo la misma, con diferente indumentaria, con cada detalle de su sibilino cuerpo acentuándose noche tras noche, comencé a interesarme en ella. Supongo que comenzamos a interesarnos el uno por el otro. Ella intuyéndome por el sonido de mis pasos. Adivinándome por mi insistente tos, por mis continuos traspiés y mi timidez para llamarla e iniciar un diálogo que podría extenderse hasta el amanecer, próximo a despertarme. Lleva una falda gris desteñida, con parte del ruedo suelto. Le agrada repetir un holgado suéter rojo. Su cabello desciende provocador hasta la mitad de su espalda. Camina sin producir ruido, con sandalias de goma. Viene a mis sueños sólo martes y viernes. Ocho meses se cumplen hoy, sin que me mire. Siempre voy tras de ella hasta cuando llegamos al elevado muro de ladrillo donde finaliza el callejón. Entonces se detiene. Cuando voltea para enfrentarme y decide hablar, despierto de súbito, sin ver su rostro. Son varios meses repitiéndose el sueño sin el menor cambio. Tal vez algunas canas en mi cabeza. No estoy seguro. Creo que anoche adivinó mi presencia tras de ella. AURELIO ÁNGEL BALDOR El profesor llegó al salón y encontró a sus alumnos dormidos. “¡Buenas tardes, jóvenes!”, susurró entre dientes para no despertarlos. Deseaba que hubieran visto el ramo de rosas que trajo consigo. Del recipiente para la basura extrajo el Álgebra, de Baldor. Limpió el polvo con su pañuelo de seda y dejó el libro entreabierto sobre el escritorio, junto al ramo de flores marchitas, mientras escribía varias ecuaciones en el tablero. Cuando el polvo de la tiza cayó sobre sus zapatos, por la ventana entró una abeja y comenzó a rondar el salón. El profesor fragmenta la tiza y arroja pedazos contra el insecto. Un alumno despierta y el profesor gesticula para que se aproxime al tablero. Está hablándole al oído. Creo que le solicitó el favor de llamar al celador o a Libia Echeverri, la coordinadora de disciplina. Ambos sonríen al descubrir que la abeja forcejea para desenredarse de la telaraña donde quedó atrapada. Alguien pasa por el corredor y golpea con un lapicero sobre la puerta metálica del salón. Todo el grupo despierta y mira hacia donde la abeja sucumbe bajo la pequeña araña envolviéndola en sus hilos. El profesor grita cuando por la puerta entra el celador con una mariposa sobre la cabeza. LIBERTAD Montoncito de carne macerada, desde una esquina de su celda el anciano escucha entrar a sus carceleros. Jadeo de los uniformados trotando por el pasillo. Luego, el rasguño de sus garfas corriendo cerrojos. Y ahora la patada contra el estómago. “¡Acaricia las paredes de tu casa!”, gruñe uno de ellos y el viejo obedece, mirándolas con sus trémulos dedos, igual que recorrió alguna vez el cabello de su nieta. En su memoria, el áspero cemento se convirte en sedosa cabellera. “¡Besa el suelo de tu hogar!”, ordena otro de los carceleros. Montoncito de carne se arruga y frota y frota y frota sus labios contra el excrementoso piso, aspirando la fragancia de jazmín que se expande por la alcoba. Al chocar contra la boca de los guardianes se desvanecen los jazmines. “¡Te concedieron la libertad!”, desde algún remoto sitio de la celda habla otro de los guardianes y agrega: “pero regresarás solo”. Le arrastran por el pasillo. Extraña el inusual silencio de la prisión. ¿Cuántos meses sin salir de la celda? ¿Era el sol igual que siempre? “Llegamos”, dijo uno. Por orden del Dictador, arrojan al ciego presidiario en mitad de un patio sin pavimentar, dentro de la prisión, haciéndole creer que estaba fuera de ella. Desorientado, caminó varios metros en línea recta. Por el distante ruido de un automóvil que escuchó, dedujo que lo habían abandonado cerca de una carretera. Por primera vez en quince años, lloró. “No son tan crueles los dictadores”. Camina en dirección hacia el lugar donde escuchó el ruido del automóvil y se sienta sobre el polvo, a esperar. No tiene prisa. Esperará el tiempo necesario. Mientras tanto los intimidados compañeros del anciano, conteniendo su impotencia, aprenden en silencio la nueva lección bajo la mirada del dictador. Fuliginoso aguacero cae sobre la cárcel. Empapado, trastabillando por el solitario patio de la prisión, el ciego anciano vocifera palabras que el aguacero no deja escuchar. Uno tras otro, los internos desfilan hacia sus celdas.
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