RETRATOS URBANOS (1)
Publicado en Mar 18, 2012
Sucedió en una concurrida calle de Calarcá.
Un niño, quien no debe tener más de diez años, con su brazo derecho enyesado, grita y acosa desde el andén a un bobito avanzando impasible por el centro de la calle: “¿Sabe cómo se llama mi abuela? ¿Sabe cómo se llama mi abuela? Resalta cada palabra. La pregunta repiquetea ofensiva e insólita por el lugar, la hora del día y el personaje al cual el chiquillo asedia. Algunos de los transeúntes, incómodos o cómplices con la machacante acción del niño, tal vez respondían en su interior algún nombre para esa hipotética abuela de un muchachito quien por su tipo de indumentaria no debía tener padres. Su premeditada insistencia, sus ganas de incomodar al bobito, volcaron en mi mente algunos nombres de mujer: Isaura, Griselda, Casilda, Eunice, Isolda, Greta… ¿Sabe cómo se llama mi abuela? “Isaura, aura”. ¿Sabe cómo se llama mi abuela? “Griselda, elda”. ¿Sabe cómo se llama mi abuela? “Casilda, ilda”. ¿Sabe cómo se llama mi abuela? “Eunice, ice”. ¿Sabe cómo se llama mi abuela? “Isolda, olda”. ¿Sabe cómo se llama mi abuela? “Greta, eta”. Refrendándola sin razón para formular un interrogante así a tal persona. Un perro energúmeno ladrando al bobito, habría sido menos provocador que la porfiada pregunta a lo largo de dos cuadras. El bobito no determina al niño. Tal vez ni lo escucha. Ni lo ve. Los automóviles frenando a su lado, no existen. El niño da por sentado que aquel lo entiende. Ríe perverso desde el andén, mientras con la mano izquierda aguanta su brazo enyesado, justa anticipación del destino por los disgustos que causa y va a provocar. Es notorio su deseo de fastidiar al limitado mental, aunque en realidad mortifica a los demás transeúntes. Nadie se atreve a fustigar su actitud. Durante las dos interminables cuadras, el niño camina paralelo al bobito, gritándole “¿Sabe cómo se llama mi abuela?” La escena neorrealista parece un fragmento no incluido en la película El ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica. Concluye, por fin, cuando el verdugo del brazo enyesado cambia de dirección y se aleja, despidiéndose con el brazo izquierdo erguido y formando con sus dedos la obscena higa romana. El agredido, varios metros adelante, sube al andén y se detiene a mirar hacia el interior de un restaurante. Es hora del almuerzo.
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