LA VENGANZA DE LOS SERES IMAGINARIOS
Publicado en Mar 19, 2012
Las páginas del libro quedaron en blanco. Sólo el prólogo continuó allí. Puerta de entrada hacia rectangulares celdas de papel. La fuga fue colectiva porque el propósito que los animó a escapar era idéntico, excepto en A Bao Qu quien se marginó del complot. Estaban dispuestos a ejecutar su venganza. Ninguno faltaba, desde Abtu y Anet, hasta el escéptico zorro chino. El odio hacia el enemigo común les hizo olvidar antagonismos.
Hubieran querido abandonar cuanto antes la biblioteca pero el rencor predominó sobre el miedo que tenían. Nadie se escaparía hasta llevar a cabo la venganza. La oscuridad en que el cazador se movía ayudaba a la acción de los prófugos. Las propuestas que se escucharon tenían la inhumana magnitud de cuantos desde su naturaleza inventaban castigos infligidos a ellos por los dioses y los hombres. Las luces de la madrugada anunciaron el fracaso de la asamblea. El gemido de Banshee acalló el rumor. Cada uno quería ser victimario. Era una sola la víctima para saciar la sed de venganza de más de un centenar de verdugos agitándose en el piso y sobre el techo. La propuesta de Banshee agradó a todos: Cada uno donaría su peor defecto para crear un ser semejante al cazador. Dicha venganza incluiría no sólo al escritor sino a cuantos se acercaran a sus libros. Prevalidos de la ausencia de María y de la ceguera del cazador, llevarían al engendro hasta su casa y lo dejarían allí, en medio de sus actos cotidianos para confundirlo con él mismo hasta el punto de hacerle olvidar quién era quién. Estaban seguros de que su curiosidad por lo irracional debilitaría cualquier defensa que opusiera. La Anfisbena donó una de sus cabezas. El Aplanador donó sus cónicas patas. Las Arpías se desprendieron de sus cabelleras. El Catoblepas dio sus ojos y Leucrocotas, su voz. Escila donó sus tres filas de dientes. El grifo, sus largas orejas y la Hidra, su aliento. Khumbaba se desprendió de su sexo en forma de serpiente. Odradek sacrificó su inmortalidad y los Peritios dieron su sombra. El Squonk, una de sus lágrimas. El Simurg arrancó una de sus plumas y junto al canto de las Sirenas, el Zorro chino puso su cautela. Uno tras otro contribuyeron al advenimiento del nuevo ser. La satisfacción fue general cuando comprobaron que sobre el piso, rodeado por la expectante mirada de los imaginarios seres, Jorge Luis Borges, el fantástico engendro de sus defectos, rasgaba con desespero la placenta que lo envolvía, lanzando largo grito que los vigilantes de la biblioteca no escucharon y que despertó a millares de personas en la ciudad.
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