VENDEDOR DE PESCADO
Publicado en Mar 22, 2012
Barrios y calles lo esperaban con la misma incertidumbre diaria. La caneca plástica rebozaba con cabezas de pescado semicongeladas entre cubos de hielo. Mientras se calentaba la aguapanela, limpió el recipiente. En el rostro que reflejó el espejo, donde ensayaba gestos de simpatía, no advirtió los fijos y acuosos ojos observándolo sin emoción. Se peinó con los dedos. Luego de carraspear un poco, en voz baja repitió su manera habitual de ofrecer el producto: “¡Llevo la cabeza de pescado!”, “¡Llevo la cabeza de pescado!”. Los compradores respondieron a su oferta. Sin embargo a partir de las doce del día –eran las tres y cuarto– nadie lo llamaba. Como si no escucharan su oferta. Tal vez por el calor o porque su desayuno había sido sólo aguapanela con arepa, sintió fatiga. Se entrecortaba su voz y el aire se enrarecía por momentos. Aunque inhalaba profundo, tenía sensación de asfixia. Descansó durante breves trechos, lo cual no era su costumbre. Más adelante, comprobó extrañado que sus clientes parecían rehuirle. Salían a las ventanas o a las puertas escurriéndose cuando se les aproximaba. No entendió qué gritaron los niños a sus espaldas. También extrañó la familiaridad con que un gato lo siguió a lo largo de una cuadra. Cuando no pudo respirar más, arrojó la caneca y cayó chapaleando sobre el andén, ajeno a la voracidad del gato que se le abalanzó sigiloso.
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