LA RECETA DEL ERMITAO
Publicado en Mar 30, 2012
El hombre de ochenta y tres años, subió a la gruta del anacoreta a pedir una fórmula para vivir más tiempo. No deseaba morir tan pronto.
–Conozco la fórmula ideal. Lo mejor para ti es la inmortalidad –recetó el sabio. Y el hombre se regocijó. Tu compromiso es venir los jueves a mi ermita donde te revelaré, poco a poco, el secreto. No puedo enseñártelo de manera precipitada. Perseverante, el viejo ascendía cada semana a la gruta. El santo lo llevaba a caminar por distintos lugares de la montaña, señalándole en silencio cuanto encontraban por el sendero. Parecía buscar alguna yerba milagrosa, escasa por aquellos parajes, o invisible cuando ambos observaban la húmeda nervadura de una hoja, el rayo de sol sobre la mariposa, las hormigas revolcando el plumaje de un pájaro muerto, el murmullo del arroyuelo donde se inclinaban largo tiempo o el sereno vuelo de los gallinazos, navegando por el viento. Durante su pausado recorrido, el hombre siempre olvidaba el propósito para el cual vino donde el ermitaño. Tres años más tarde, el anciano, quien había levantado cerca del anacoreta un cobertizo para acompañarle, enfermó de gravedad. Próximo a morir, escuchó a su compañero preguntarle: –¿Cuál fue tu intención cuando viniste? –No la recuerdo. Tan absorto me encontraba viviendo, que no tuve tiempo para pensar o hacer algo diferente. –Pretendías la fórmula de la inmortalidad –recordó afectuoso el eremita. –¿Sí?...¡Ah, ya recuerdo! Le agradezco que me la haya concedido tan pronto. Y falleció con la inalterable huella de la inmortalidad dibujada en su sonrisa.
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