La monja.
Publicado en Jul 22, 2009
Terminó de llenar la gran maleta que cerró con esfuerzo. Sudorosa, se apartó el pelo de la cara. La reducida habitación se le antojaba irrespirable y deseaba marcharse cuanto antes. Lo más pronto posible, pensó.
Sacó el cepillo de la cartera y se miró al espejo manchado, viejo, deprimente. La cara le lucía con viruelas y sin pensarlo se sonrió. Después de todo no le había ido tan mal en aquella residencia, aunque sus costumbres provincianas chocaran con el libertinaje de sus compañeras de cuarto que no admitían sus deseos de estudiar. “La monja”, le decían. Se había enterado la noche anterior. Se recogió el largo cabello en un moño que amarró en lo alto de la cabeza, e inexplicablemente tuvo ganas de llorar. En el feo espejo sus ojos se veían espectrales a través de las lágrimas. Aquella tarde tenía examen, pero ya no importaba. Se palpó el bolsillo del gastado abrigo. Allí estaba la llave de la habitación; debería apresurarse o perdería el autobús. Vislumbraba su casa del pueblo como un ideal remanso de paz, puro y lejano. Sacó la maleta del cuarto y antes de cerrar la puerta la dejó en el suelo junto con las abultadas carpetas llenas de papeles. Ni siquiera sabía por qué se las llevaba, pero no deseaba dejarlas ahí expuestas a las risas de las residentes. Dolía como una herida lacerante las burlas que hacían de sus poesías. Ignorantes. Ellas sólo encontraban atractivo en las discotecas y los muchachos con carro. A cambio daban cualquier cosa. Ahí no encajaba “la monja” que ocupaba sus noches en estudiar y dormir. Dolía también el rechazo. Le huían como si apestara, y cuando la veían llegar con sus desteñidos “blue jeans” y sus libros bajo el brazo, cuchicheaban entre sí. Caminó con pasos cansados a lo largo del pequeño jardincito donde la ropa, tendida grotescamente en cualquier sitio, semejaba desmayados fantasmas cansados como ella de vivir. De alguno de los cuartos salía insistente, pegajosa, una tenue musiquita. Se imaginó a la gocha ensayando pasos de baile en ropa interior frente al espejo del escaparate. Quizás tampoco ese día había ido al trabajo. Se ufanaba de ser “la chica” del director del liceo donde hacía de secretaria. A pesar de todo era simpática y la única que no se burlaba de ella. Por un momento creyó conveniente despedirse, mas luego desechó la idea y con firmeza se apresuró, colocó la llavecita sobre la mesa de la sala y salió a la calle. Pesaba la maleta. A lo mejor debía parar un carrito…claro que con las manos ocupadas nada podía hacer. Indecisa contempló la gran avenida atestada de tráfico, la ciudad asfixiante…la capital. Nuevamente, angustiada, dejó correr el llanto sin preocuparse de la gente que pasaba, y su mente provinciana voló soñadora hacia su más caro anhelo…Altagracia…su acogedor pueblito, su refugio. Allí envejecería sin publicar jamás sus cuentos. Sus poemas seguirían en las gavetas de la mesita de noche, olvidados junto a su cama, empolvados con el tiempo igual que sus ansias de ganar algún concurso literario que le diera fama. Después de todo, nada importaba ya. La monja se iba derrotada a sembrar helechos y siemprevivas, como se iba al cerro todas las tardes el pequeño limpiabotas de la ciudad. Un “libre” frenó de pronto a su lado. No recordaba haberlo llamado, pero subió como una autómata sin percatarse de la mirada curiosa del chofer…ya habría terminado el examen, era el primero que perdía la puntual, eficiente y ordenada alumna, la monja poeta, la provinciana escritora, la residente cursi que huía derrotada de la gran ciudad donde desentonaba su mirada ingenua, su sonrisa de niña campesina, sus lágrimas de ilusión rota. “Eres un bicho raro” le habían dicho también en la universidad…y de repente pensaba que posiblemente era cierto. -¿A dónde va, señorita?- interrumpió sus pensamientos la fuerte voz del chofer. Salió con sobresalto de su nube, y ubicándose en su realidad, la obligada viajera respondió: -Al Terminal del Nuevo Circo, por favor.
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