El rastro de la pantera
Publicado en Apr 13, 2012
Vi a mi hermosa madre abrazar como una amante a mi hermano y besarlo con tal pasión que enrojecí de vergüenza desde las sombras. Yo en la sombra, ellos en la luz resplandeciente del mediodía, al amparo de las cortinas blancas de lino junto a la ventana que da al patio. Los ojos llorosos, la conciencia turbada... entonces comprendí cuanto nos habían explicado desde el inicio de nuestro rumbo por estos territorios sureños. Hay una conexión especial entre todos nosotros, algo que no puedo tratar de que se entienda a través de mis diarios. Lo dijo mi padre y ahora estoy convencida de ello: Todos nosotros somos de origen felino, híbridos con forma y desarrollo humano ante el resto de esta especie, pero miembros por la sangre y la memoria del rastro de la pantera. Llegamos desde muy lejos a Louisiana, quizás vinimos de otro mundo, quizá de la selva... quizá fuimos una regeneración surgida tras milenios de extinción. ¿Es posible? Todo es posible, nada es certero. Quienes poseemos en nuestro software el aliento del implacable felino tendemos a una mansedumbre tensa, somos la superficie tranquila de un lago que cubre a monstruos. Nuestros ojos nos delantan: son bellísimos según la apreciación de todos los lugareños, nuestros movimientos seducen a hombres y mujeres indistintamente de cuál sea nuestro sexo. Y si el humano posee en el fondo del alma el castigo irreductible de su propio Dios, a nosotros nos abrasa el instinto aniquilador. Por eso hemos hemos venido, desde el lejano Egipto, desde épocas réconditas donde fuimos reyes, somos una línea suave y silenciosa pintada de rojo.
He alzado el rostro cuando mi madre y mi hermano han pasado ante mí abrazados. Y mis ojos claros les han mirado llenos de orgullo. Mientras subían los escalones e iban despojándose lentamente de sus ropas, el rastro de la pantera ha golpeado con fuerza en mi carne y he salido al patio. Ahora viajo con nuestro Ford Ranchera familiar y mis ojos escrutan todo cuanto alcanzan.
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