Un ser entraable e inolvidable llamada Rufina (Diario).
Publicado en Apr 20, 2012
De mi abuela materna ya he escrito y hablado muchas veces; pero no me cansaré nunca de hacerlo porque su recuerdo es, para mí, del todo imborrable. Se llamaba Rufina Sáiz Del Arco y Dios la tiene en el Reino de los Cielos. Nunca podré olvidar jamás su limpia forma de mirarme y de protegerme cuando las cosas a veces salían bien o a veces salían menos bien. Aún me quedan mucho minutos de mi vida ocupados por ella.
Recuerdo cuándo los fines de semana nos llevaba al cine o al parque según le pareciese lo más oportuno. Tenía una gran habilidad, antes de entrar a un cine, de observar y escudriñar los fotogramas de las carteleras: si le parecía bien entrábamos al cine y si no le parecía bien recorríamos las calles madrileñas hasta encontrar otro cine donde le pareciese bien a ella entrar. Otras veces decidía no llevarnos al cine y, en esos días, teníamos que conformarnos con ir al Parque del Buen Retiro de Madrid o al Parque de la Fuente del Berro de Madrid... y todo porque ella, acostumbrada a pasarse horas enteras sentada en el bulevar de la madrileña calle de Alcalde Sáinz de Baranda junto a sus amigas oyendo por las ondas de la radio a "Ama Rosa" o "Simplemente María", solía quedar con ellas en dichos parques. Era muy inteligente mi abuela materna. Tampoco olvidaré jamás las veces que me defendía ante tirios, tirias, troyanos y troyanas y cuando, por mi culpa, se ofendía tanto contra quien fuera que me tomaba de la mano, en brazos o montando en burro, y nos alejábamos los dos a otro lugar donde me acogieran de mejor talante. Además, no salen de mis recuerdos, esos céntimos que me regalaba para poder comprarme una piruleta o algunas bolas de anís para pasear tranquilamente por las calles de Cuenca (España) sin más pensamientos en mi cabeza que aquellas historias de héroes y princesas que me narraba a mí mismo, siempre con las manos metidas en los bolsillos de mi pantalón como eterno enamorado, para poder escribirlas cuando fuese un poco más joven. Todavía están en mis retinas las tardes que la veía partiendo leña en los pasillos de los sótanos de Alcalde Sáinz de Baranda, nçumero 56, porque mi madre me enviaba para avisarla que dejara de trabajar tanto. Entonces se me quedaba mirando y yo comprendía, en silencio, todo lo que había en el interior de su tierno corazón. Jamás me recordó, salvo raras excepciones, los mil y un sufrimientos que tuvo que soportar por culpa de la Guerra Civil Española. Ella fue la que me señaló, con su mirada limpia y penetrante, que no me cansara de seguir soñando siempre con aquella Princesa que tanto imaginaba yo en mis historias nocturnas, bajo los rayos de la luna penetrando por las rendijas de la ventana y mientras mis otros hermanos dormían profundamente. Ella fue la que me enseñó a saber esperarla y a saber cuándo debía convertirla en realidad. Me entra la sonrisa cuando la veo, todavía, jugar al parchís con nosotros, los tres pequeños de la familia y, de repente, viendo que perdía, tomaba la moneda de los cinco céntimos y, enfadada del todo, la arrojaba por la ventana del piso 5-D, escalera izquierda, del citado domicilio; o cuando corría tras nosotros, los tres pequeños de la casa, para zumbarnos la badana con la zapatilla que, una vez viendo que no nos podía alcanzar, lanzaba con verdadro estilo de atleta de jabalina. La zapatilla volaba y siempre iba a parar contra las espaldas del Bonifacío o del Máximo o se estampaba, estruendosamente, contra la pared. Pero siempre tenía la amabilidad de no aputnarme nunca a mí. Más de una vez me salvé de alguna bronca materna gracias a que ella argumentaba, con total rapidez y convicción, que yo era un poco sinvergüenza pero que sólo eran cosas de la edad. Para colmo de su amor por mí, fue ella quien me perdonó el día en que coloqué una larga ristra de zapatos y zapatillas sobre la puerta de mi habitación esperando a que pasase alguno de mis otros hermanos y les cayesen encima de la cabeza pero fue ella quien recibió la lluvia de estos artilugios de andar por casa. Sólo se me quedó mirando y me perdonó una vez más. De ella aprendí cosas tan fundamentales como el respeto a los mayores de edad (especialmente los abuelos y abuelas), lo que significa la unidad familiar (cosa que olvidaron otros miembros de mi clan pero yo jamás) y, sobre todo, que hay un Dios en las alturas que siempre hace Justicia. Fue ella la que me enseñó que todos tenemos un Ángel de la Guarda y que Jesucristo vino al mundo para amarme de verdad; además de que la Princesa de mis sueños era el amor terrenal que nunca me iba a faltar. Por todo eso yo todavía la sigo mirando directamente a sus claros, limpios y listos ojos y, aunque no sabía ni leer ni escribir, sigo entendiéndola como una de las personas más inteligentes que he conocido jamás. Ella fue la que un día me señaló una imagen imaginada y me dijo: ¡Esta es tu Princesa y cásate con ella para toda la Eternidad! (quizás porque Jesucristo hablaba a través de su mirada). Por eso, en el día de hoy, yo no conmemoro ningún acontecimeiento de ninguna ideología política ni de ninguna ideología de cualquier otra especie. Quizás gracias a ella, además de mi Princesa, nunca jamás he tenido ninguna ideología política, no tengo jamás ninguna ideología política y no tendré jamás ninguna ideología política. Yo hoy, como siempre, sólo estoy con los que no han conocido absolutamente nada de las guerras y con los que quieren olvidar todo lo que conocieron de las guerras. Yo hoy, autónomo, idenpendiente y, sobre todo, liberado desde el día en que nací, sólo conmemoro mis 18 años de edad de ayer, hoy y mañana y los 16 años de edad de ayer, hoy y mañana de mi chavalilla. Quienes quieran seguir discutiendo sobre las guerras, los conflictos armados, las rencillas políticas y culaquier debate de iedologías que quieran montar... a mí me importan menos que un pimiento. Me limito a ser un Comunicador Social (periodista) y, sobre todo, un escritor que, liberado de cualquier ideología, sólo me limito a ser testigo de cosas que viví pero sujeto únicamente al liberado mundo de las ideas que aprendí de personas como ese ser entrañable e inolvidable llamada Rufina. Rufina Sáiz del Arco que Dios tiene ya en el Reino de los Cielos porque solamente soy Cristiano como ella me enseñó a ser y como mi Princesa, la chavalilla de los eternos 16 años de edad que tengo por esposa, me enseñó a descubrir. Por eso yo hoy no pertenezco como no he pertenecido jamás y jamás pertenecré a ninguno de los Partidos Políticos o Sindicatos (sean del color que quieran ser) y por eso tengo entera libertad de contar las vivencias que presencié a mi manera autónoma, independiente y, sobre toda, liberada.
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