El Viajero
Publicado en May 09, 2012
El Viajero
Nadie supo de dónde vino. Posiblemente ni él mismo lo sabía. Cuando las primeras luces de la mañana iluminaron la Plaza, el viajero ya estaba con su morral al hombro y un nudoso y burdo cayado en la mano, sentado en un escaño bajo la que ya no era ni la sombra de un viejo y ruinoso guayacán. El primero en sentir su presencia fue el árbol, cuyas ramas empezaron a llenarse de hojas, sobre las cuales improvisados pájaros iniciaron una singular sinfonía de trinos y gorjeos, que hicieron abrir los postigos y ventanas, a las que se asomaron somnolientos habitantes de aquel pueblo. El único perro que había, como aquellos que asistieron las llagas de Job, se echó a su lado, como si hubieran trasegado juntos durante mucho tiempo. Los curiosos empezaron a reunirse frente al viajero. Las campanas de la Iglesia se negaron a transmitir el mañanero mensaje parroquial, tal vez para no romper el silencio que imponía la callada presencia del viajero. Cuando el cura no escuchó el avispero musical de las campanas empezó a llamar al Sacristán desde el atrio y se dio cuenta del árbol florecido, de los pájaros que no habían regresado desde cuando empezó la sequía, del perro y de la gente mirando silenciosa al hombre de los ojos azules y de la cara triste. Él resolvió acercarse para interrogar al forastero, que continuó callado, haciendo caso omiso a sus furiosas imprecaciones. El cansado viajero se levantó, echándose su morral al hombro. Los pájaros suspendieron sus alegres cantos y el viejo guayacán empezó a alfombrar el pavimento con sus hojas amarillas, mientras que un torrencial aguacero seguía los pasos del inesperado visitante que había resuelto continuar con su interrumpido viaje. Guillermo Sepulveda
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