El sobre (Relato).
Publicado en May 15, 2012
Al regresar del monte, cargado con una gran cesta de piedras de feldespato, que necesitaba urgentemente utilizar para decorar la parte posterior de la vivienda, Tomás Roncero seguía meditando sobre si lo que había visto era real o solamente imaginario. ¿Aquel rayo de luz había sido natural o había sido sobrenatural? Tomás Roncero se dejó caer, exhausto, sobre el sofá mientras que el gato "Merengue" se subió en su barriga, que Tomás tenía bastante abultada de tanto beber zumos de zanahoria, para intentar juguetear con él; pero Tomás Roncero no se encontraba totalmente satisfecho de la jornada campestre. ¡Cuánto echaba él en falta aquellas noches de parranda junto a García Candau y Sara Carbonero! Sin embargo, ahora recordaba a Winston Churchill: "Valor es lo que se necesita para levantarse y hablar; pero también es lo que se requiere para sentarse y escuchar". Había sido enviado, como corrssponsal deportivo, a aquella solanera, en las afueras del pueblo de Las Pedroñeras, en Cuenca, por no haber oomentado nada de lo sucedido con aquel penalty que no pitó el árbitro alemán señor Stark.
Ahora, como un verdadero reportero clandestino, le daba mil vueltas a sus pensamientos y recordó a Mario Benedetti: "Yo amo, tú amas, él ama; nosotros amamos, vosotros amáis, ellos aman. Ojalá no fuera conjugación sino realidad" y, cerrando los ojos, tan agotado como estaba de todo aquel esfuerzo físico para buscar aquellas dichosas piedras de feldespato, es cuando se dio cuenta de la grave falta que había cometido con sus queridos lectores del diario deportivo AS. El asunto de no haber comentado nada sobre aquel penalty que no pitó el señor alemán Stark era una falta muy grave para un profesional como él. Soñaba ahora con la bella Sara Carbonero... pero también soñaba que llegaba el fornido guardameta Iker Casilla y que venía molesto contra él. Despertó sobresaltado y sudando por el miedo. Fue precisamente Iker Casillas quien le indicó a García Candau que hiciera todo lo posible para que Tomás Roncero se alejara de Sara y fuese enviado, por una larga temporada, al destino de aquel pueblo conquense de Las Pedroñeras. Ahora... ¿de qué iba a escribir él, tan amante como era de los comentarios sobre futbolistas de la Primera División, si en aquella solanera de las afueras de Las Pedroñeras, sólo había unas cuantas cabras, además del siempre silencioso Eulogio Martínez, el áspero y seco Benito Floro y el pintor brasileño Evaristo Acevedo que no sabía nada del idioma español? Separado de la comunicación con los demás, observaba cómo triscaban las cabras en el lejano prado. Estaba ya casi adormecido el periodista Tomás Roncero cuando, de repente, divisó a una extranjera rubia. Venía por el camino verde camino verde que va a la ermita desde que tú te fuiste lloran de pena las margaritas. Estaban las margaritas mustias desde que Sara Carbonero se había ido de su lado; pero, por un momento, se animó a olvidarla para dialogar, en flamenco y con aires de verdadero flamenco andaluz, con aquells extranjera que resultó ser una holandesa perdida y extraviada por las comarcas conquenses sin saber en dónde se enocntraba ni saber qué camino tomar para salir de aquel desierto arenoso. La extranjera estaba totalmente desorientada y Tomás Roncero se ofreció, galante y lisonjero caballero, a acompañarla hasta donde ella lo creyera oportuno; más la nativa de los Países Bajos consideró que Tomás era muy bajito y prefirió que le invitara a comer alguna cosa. Tomás Roncero entró raudo y veloz a la vivienda y sacó, ofreciéndoselo a ella, unas cuantas rodajas de queso de su pariente Agustín Roncero... que la rubia deglutió con gran agrado y se dio a la fuga rápidamente. Tomás quedó de nuevo desconsolado. ¡Y todo por no haber comentado nada sobre aquel penalty que no pitó el árbitro alemán señor Stark! Se juró a si mismo que se acordaría toda su vida de aquel árbitro para no olvidarlo nunca. A la mañana siguiente, Tomás Roncero se despertó con un fuerte dolor en los escafoides; algo así como si le hubiesen estando toda la noche moliendo a palos durante todas las santas horas nocturnas y es que, en medio de sus pesadillas, creyó ver a Sara Carbonero que se le aparecía de nuevo pero ahora acompañada de Iker Casillas y el portero merengue le ponía a caldo además de soltarle una buena tunda de mojicones. Al parecer, Tomás Roncero no había escarmentado todavía y estaba dispuesto, en su fuero interno, volver a enrrollarse con ella, pero ahora sin la ayuda de García Candau. ¿Cómo podía haber caído tan bajo por su terquedad en el escalafón de los periodistas deportivos más famosos de España?. Entonces decidió acabar, de una vez por todas, con aquella sensación de vacío que tenía al faltarle la comunicación interpersonal con otras gentes. Pero al ver la indiferencia del pastor Eulogio Martínez, el siempre áspero y seco hortelano Benito Floro y el pintor brasileño Evaristo Acevedo que no sabía ni jota del idioma español, tuvo que contentarse de nuevo con observar a las cabras triscando en el lejano prado, escuchar el rebuzno del burro de Eulogio Martínez y ponerse a meditar sobre cómo le hubiese gustado conocer, en vivo y en directo, las hazañas de aquel Real Madrid de las 5 primeras Copas de Europa. En su cerebro, aún le martilleaban los cantos del gallo y el cacareo de las gallinas del corral de Benito Floro y, de repente, le sacó de su ensimismamiento el intenso croar de las numerosas ranas de la charca vecina. ¡Cómo deseaba tener cerca alguna farmacia para comprar una aspirina Bayer y olvidarse definitivamente de aquella solanera que le levantaba tan fuerte dolor de cabeza! Lo que si habia aprendido ya, por lo menos de momento, era a ser mucho más modesto al tener que cumplir esta penitencia de estar un buen tiempo como enviado especial a aquella solanera en donde sólo podía consolarse observando el triscar de las cabras. Sólo podría comunicarse con el gallo y las cinco gallinas que siempre estaban vigiladas por el burro de Eulogio Martínez. Observó el horizonte... ¡lejos, muy lejos, lejísimos quedaba el ansiado Estadio Santiago Bernabéu; aquel campo de fútbol donde se volvía bullanguero, con su conocida locuacidad! Pero estaba demasiado lejos de su querida "familia merengue" y ahora sólo sentía deseos de mandar todo al carajo y poder emigrar a las tierras más lejanas posibles. Al lejano Oeste americano en donde, al menos, podría dedicarse a olvidar al árbitro alemán Stark matando a forajidos cuatreros robadores de caballos. Pero su realidad era aquella solanera apartada de cualquier civilización y recordó a Guash y sus largas conversaciones con Guash. ¡Nunca olvidaría la faena que le había hecho García Candau al desterrarle a las afueras de Las Pedroñeras! Las consecuencias eran que ahora tenía que vivir una larga temporada en completo silencio él, que tanto gustaba de armar tertulias con sus colegas del diario deportivo AS junto a la máquina del café de la Redacción de la calle Valentín Beato, número 44. ¡Él si que parecía ahora un valentín beato cumpliendo penitencia por el pecado de no haber comentado aquel penalty no pitado por Stark y que hubiese cambiado la Historia de la final de la Copa UEFA League pero cómo no se lo habían hecho al Real Madrid sino al Athletic Club de Bilbao... y entonces comprendió la injusticia cometida por no haber comentado nada de eso en alguna de sus tan famosas crónicas de opinión y debate con García Candau o Guash. Patético. Aquello era patético. Tomás Roncero se tocó el escafoides y memorizó la famosa frase de Don Quijote de "nos ladran Sancho, luego es señal de que caminamos". Ahora bien, él volvió a la realidad en breves segundos, descubriendo que no era ningún perro ladrando sino el burro de Eulogio que estaba, como todos los días, rebuznando a pleno pulmón y allí, en la solanera de las afueras de Las Pedroñeras de Cuenca, mientras Tomás Roncero imaginaba que se le venía encima Iker Casillas con más fuerza desatada que la de Hércules Cortés cuando era campeón del mundo de los pesos pesados. De súbito, volvió a despertar y ahora se veía haciendo de comentarista de boxeo junto con Matías Prats el hijo, y escuchaba a José Luis Perales cantando "el hijo de la Asunción, tan listo que parecía y se ha metido a pastor". Y eso era, en aquella solanera dónde veía cabras por todas partes, lo que en realidad parecía Tomás Roncero. Un pastor de cabras. Un verdadero pastor de cabras. Entonces se le ocurrió entrecerrar los ojos y pareciole que el fantasma de Asisclo Karag pronosticaba que el Hércules de Alicante se alzaba con el título de la Liga de Primera División del fútbol hispano. ¿Estaba desvariando con los ojos semicerrados? ¿Estaba delirando por culpa de aquella solanera que ya le abrasaba toda la cabeza completa? ¡Toda la culpa la tenía el áspero y seco Benito Floro que no le había querido alquilar, a pesar de que le ofreció hasta 80 euros la hora, una de sus boinas que el tal Benito coleccionaba como si fueran verdaderos tesoros junto con aquellas múltiples varillas que había ligado para que no se inclinaran los tomates, se fueran al suelo y se pudrieran comidos por las gusarapas y las lombrices de tierra. No. Tomás Roncero estaba imaginando que se encontraba inmerso, por completo, en el trajinar diario de la Redacción del periódico deportivo AS, escribiendo un comentario sobre el penalty que no pitó el árbitro alemán señor Stark. Y se volvió, de nuevo, a acordar de aquel árbitro. Ahora pensaba que el Hércules de Alicante no había respondido bien a los pronósticos de Acisclo Karag por la desgracia sufrida por su estrella, aquel jugador de nombre Ramón que, cuando iba para figura, tuvo que dejar la práctica del fútbol por culpa de una lesión en el corazón. ¡Mala suerte tuvo el bueno de Ramón, aquel futbolista que era la estrella dorada del Hércules de Alicante y que ya iba para figura pues estaba previsto que triunfaría defendiendo los colores de la Selección Nacional Española! A Tomás Roncero no se le quitaba, por nada del mundo, aquel dolor de cabeza y se tocaba los parietales por ver si masajeándoselos, se amortiguaba aquella desagradable sensación que, desde la cabeza y a través de la espina dorsal, le llegaba ya a todo su cuerpo. Se le ocurrió entonces caminar hacia el riachuelo, lo único potable que había en aquella solanera, para refrescarse la cabeza completa y, de paso, tomar nuevas fuerzas para irse hacia el lejano prado donde triscaban diariaamente las cabras y ver si recogía unas cuantas flores para hacer un manojillo de margaritas, más bien secas y sin olor alguno de lo mustias que estaban, para regalárselas al rancio y seco Benito Floro por ver si ahora, con agel gesto tan amistoso, le alquilaba una de sus muy apreciadas boinas (todas ellas con pitorro incluído); pero nada... ¡no había manera de que aquel Benito cediese en su testarudez de no querer alquilarle ninguna boina ni tan siquiera por un minuto!... y, además, le mandó a los cuatro vientos. De nuevo derrotado y abatido, con la moral más arrastrada que el trapo de una fregona, Tomás Roncero volvió a acordarse de aquel árbitro alemán, el señor Stark, que no había pitado el ya famoso penalty; así que, lanzando un improperio irreproducible a Benito, salió de naja y a toda pastilla llegó hasta la vivienda. ¡Menos mal que Benito ni se enteró porque estaba asomado a la tapia vigilando a sus numerosas cabras y, además, era más sordo que la propia tapia en la que estaba asomado!. Ahora comenzaba a soñar de nuevo. Tomás Roncero se vió a sí mismo subido en todo lo alto del pedestal de los comunicadores sociales triunfadores, dejando en segundo luar a García Candau y en tercera posición a Guasch. En aquellos momentos se emocionó tanto que se motivó lo suficiente para, como un loco de atar, sentarse ante su computadora y escribir, a la velocidad de un rayo y solamente para sí mismo y su propio ego, un comentario sobre el penalty que no había pitado el colegiado y juez alemán, señor Stark. En aquellos momentos en que se extasiaba tanto, Tomás Roncero se imaginaba lanzando una verdadera perorata dialéctica superior incluso a las del famoso Castelar, sintiéndose mejor orador que Séneca y recordó que en el Betis hubo un futbolista sueco al que le conocían como "Séneca" porque se apellidaba Senekowich. Pero lo que más le enardecía era echar flores dialécticas al grandioso Falcao del Atlético de Madrid y a su gran gesta heroica de meter dos goles al Athletic Club de Bilbao que valieron el triuno a los colchoneros gracias a las dos ayudas del señor Stark: el penalty que no pitó aún siéndolo y el fuera de juego que pitó sin serlo. De repente se cansó de tanta oratoria y escuchó, con total claridad, el rebuznar del tió Eulogio que parecía como que se estaba riendo a carcajadas por toda aquella parafernalia de oratoria en la que mezclaba los dos goles de Falcao con varios "sine qua non" para hacerse más importante ante una imaginada masa de fanáticos que le aclamaban como el comentarista "nomber one" del periodismo deportivo a escala mundial. Y él se dio cuenta, en aquellos momentos, que era mejor estar callado porque no quería, por nada de los dos mundos (el del Viejo Continente y el del Nuevo Continente) morir en una edad tan joven entre los dientes de aquel burro de Eulogio que le sonreía como si fuese el nuevo anuncio de Profidén. Era justo y necesario escapar del asedio de aquel burro y ponerse a la suficiente distancia como para no ser alcanzado por una coz. Ahora, Tomás Roncero, fuera ya del alcance del burro de Eulogio Martínez, comprendió lo mezquino que había sido por no hacer ninguno de sus fabulosos y famosísimos comentarios en el diario deportivo AS sobre el penalty y el fuera de juego y estaba dispuesto a corregir aquella injusticia. Haría un comentario, cuando le levantasen el castigo, poniendo verde, rojo y de todos los colores del arco iris inclusive, al árbitro y juez alemán, el señor Stark. Porque se había puesto en el lugar de Fernando Llorente, el delantero en punta del Athletic Club de Bilbao, y había comprendido lo injusto que había sido con él al no dedicarle ni una sola línea de sus escrituras a quien había sufrido la injusticia del señor Stark. Comprendió, por fin, lo que era la empatía. Durante el discurrir de toda aquella semana como enviado especial a aquellla aburridísima solanera donde no existía más bicho viviente que el burro de Eulogio Martínez, el gallo que le atormentaba todas las madrugadas con sus cantos llenos de gallos y rodeado de las coquetuelas gallinas que cloqueaban más que un bailarín de claqué, las cabras y, por supuesto, el siempre silencioso Eulogio Martínez, el áspero y seco Benito Floro y aquel pintor braileño llamado Evaristo Acevedo que no tenía ni idea del idioma español y que se dedicaba, con un afán desmesurado, a repetir una y otra vez el mismo cuadro: la cabeza del burro de Eulogio Martinez vista desde todos los ángulos posibles. Tomás Roncero intentó preguntarle por qué pintaba solamenta la cabeza del burro de Eulogio pero el pintor brasileño entendió que le estaba diciendo que por qué pintaba a Eulogio Martínez con cabeza de burro y casi llegan a las manos. Menos mal que intervino como juez pacificador de la bronca que se armó entre Tomás Roncero y Evaristo Acevedo el áspero y seco Benito Floro que hizo que se firmara la paz entre los dos discutidores. Al final de aquella tragedia que tanto polvo había levantado en la solanera cuando el burro de Eulogio Martínez se revolcaba por el suelo para espantarse los tábanos borriqueros que le ataban el lomo. el cuello, las orejas y hasta el hocico, llegó al fin el sobre. A Tomás Roncero le bricó el corazón de un salto que casi se va al otro mundo por fallo cardíaco pero no pasó nada de nada. Abrió el sobre y leyó el mensaje que le enviaban todos los compañeros de la Redacción del diario deportivo AS: "cuando quieras ser filósofo estudia, por favor, diseño gráfico a ver si consigues diseñar mejor tus comentarios. Ya puedes volver a la Redacción y olvídate de volver a salir de parranda con Sara Carbonero por si las moscas". Ahora Tomás Roncero aprendió, con lo que había leido del mensaje que venía dentro del sobre, que para ser un gran periodista era mejor dejar de escribir las chorradas que se inventaba su pariente lejano Agustín Roncero que ni ligaba una sola frase verdaderamente sabia ni ligaba tampoco con ninguna chavala como Rosa Carbonero porque decía enormes tonterías creyendo que tenía una mente privilegiada. Tomás Roncero se prometió a sí mismo escribir un comentario sobre las idioteces de su lejano pariente Aguatín Roncero en el cual le dejaría en se lugar: o sea, en el furgón de cola de los hombres más bobos y bobalicones de España que nunca ligaban con morenas como Sara Carbonero y se jactaba, entre filofofía barata de esa que se vende en el Rastro madrileño, de ligar con suecas cuando las suecas ni saben que existe ese tal Agustín Roncero. Tomás Roncero aprendió a no hacer caso a los demagogos como Agustín Roncero que se creen superiores a Dios o que se creen que son Dios.
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