Soledad En Nueva York Sin Ella
Publicado en May 18, 2012
SOLEDAD EN NUEVA YORK SIN ELLA
Todo parece lejos esta noche, lejos y desolado como un río con sus peces muertos, como un niño sin padres que lo miren dulcemente, como una hormiga sin tenazas para cortar el Otoño, como un caballo sin cascos de oro en el crepúsculo. Todo parece lejos. Esta soledad, tan lejos de sus ojos, tan humana, tan mía solamente. Aquí, mirando tiernamente, inclinado hacia su nombre, escribiendo su nombre con saliva, con fuego, con arena en Salinas, con arena más dulce en Cartagena, con arena y pescadores nocturnos en Callao. Escribiendo su nombre con arena y con vino solitario y sin aldabas, mirando desde el Morro la bandera de Chile, con arena en Santiago -donde tengo amigos que recuerdan mi nombre: Banderas, Galileo, Latorre, Astolfo, Gandarillas... -, con arena en Santiago donde escriben el nombre de Pablo en las paredes, con arena en Buenos Aires donde estuve buscando direcciones antiguas y recordando a Julio Alfonso que leía a Bernárdez lentamente: "Esta mujer que siente lo que siento". Esta soledad sin Ella por los mapas. Yo he dejado a mi Patria muchas veces pero siempre me llevo su bandera dibujada en el pecho con señales luminosas. He dejado a mi Patria muchas veces rodeada de alambres y cadenas llorando por sus muertos. Mi Patria defendida por Carlos. Esa Patria donde Ella tiene aleros que la cubren, donde Ella mira el cielo y me escribe palomas, Donde Ella tiene su calle y sus vecinos y repite mi nombre todo el día. Allá donde mis hijos piden Ángeles que protejan a su padre. Todo parece lejos esta noche. ¡Si pudiera morirme no tendría tiempo para hacerlo! Pero ahora le escribo simplemente: New York, Octubre l5. La estampilla no tiene campesinos ni bambucos, en ella mira, con sus ojos de piedra, una Libertad con ascensores y turistas, que recibe la brisa del mar y de los ríos; los barcos pitan cuando pasan junto a ella y los inmigrantes la miran en silencio, se sientan a la sombra de sus manos y se quitan las sandalias y el camino. Luego caminan por Broadway y se llenan los ojos de vitrinas, hacen cola en las fábricas, leen el Journal, recogen hojas secas en otoño y las blancas-nieves en invierno, empeñan sus cadenas de oro y van al cine, maldicen en inglés y rezan en su idioma, viajan en el subway, van a las playas de Conny Island, montan en la Rueda de Chicago ¡Y SON FELICES...! Muchas veces le escribo sobre el viento que trae del norte monogramas de pino, o que viene desde el sur herido por los gritos de las gentes que queman Sinagogas, levantan cruces de fuego y le niegan una pizarra a los niños negros. Y le escribo con mis manos blancas, con mis ojos, con mis versos que tienen el mensaje de este siglo: ¡AH, DE VOSOTROS QUE DEJARÍAIS DE AMAR A DIOS SI DIOS FUERA NEGRO; SABED QUE DIOS ES NEGRO, AMARILLO, VERDE, AZUL...! Cómo recuerdo a Hugo cuando dice: "Esta piel de uva que yo tengo" Otras veces le escribo de los viejos que se juntan en los parques rodeados de palomas y de ardillas, mientras el sol de tibio espanto seca la soledad de sus camisas, de las mujeres que se pintan un desvelo por los ojos y sacan perros a orinar en las esquinas; de los hombres que tienen sed y se limpian el miedo con Ginebra; de pintores, poetas y ladrones en el Village, donde hay mujeres con curvas en el seno y muchachos con Wilde en la cintura; de los ciegos que detienen la muerte con su cayado blanco y dibujan en sus manos la ternura, de Allan Poe, de Withman... Otras veces le escribo solamente ¡Yo te quiero! Yo te quiero y lo repito varias veces. Lo repito varias veces y lo sueño: un balcón abierto, tres guitarras, la misma canción de siempre, "Chacha Linda", y los amigos, Gonzalo, Ferreira..., el uno mira las estrellas, el otro mira las estrellas y las cuenta, yo la miro a Ella solamente y repito sus dos ojos en silencio. Con Alcides estuve por los Lagos. Allí escribí su nombre con arena tendido junto al agua y los veleros. Dulces niñas corrían por la playa, mordían las palabras, empujaban el aire con sus senos, abrían caracoles y jugaban con la voz de los viejos marineros, mientras el humo de sus pipas dibujaba tiburones y cangrejos. Allí los árboles ofrecen con orgullo la casa jubilosa de sus ramas, sus poros verdes, sus raíces y una sombra que reparten a los grillos, a la hierba, a las mujeres encinta y a los niños. Allí en los Lagos, su nombre, quedó escrito con semillas, con arena, con pájaros, con versos. Luego le escribo de Manhattan, la que sufre de insomnio y de fatiga, la de los altos rascacielos con sus terrazas cautivas y los puentes que se cuelgan de las nubes y parecen hamacas fugitivas. La yerba, el opio y la morfina son las puertas falsas de este infierno, en las calles hay gentes que mastican el hambre y duermen bajo duros cabezales de piedra, y locos que predican fugaces evangelios repartiendo el embrujo de los sueños muertos. A lo lejos, en Harlem, los viejos saxofones acompañan a Louis Armstrong cuando canta con su voz de sordina: "When the saints come marching in, when the saints come marching in. I want to be in that number". Esta noche todo parece lejos: si pudiera morirme no tuviera tiempo para hacerlo.
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