Historia de una vida capiluto 6
Publicado en Jun 15, 2012
LA RELIGIÓN Y LA POLÍTICA
La situación política, debido a la violencia desencadenada por el nefasto gobierno de Ospina Pérez., fue de tal forma que los mismos conservadores salieron con el chiste de que, ante el peligro de la extinción de la especie, había que frenar la cacería de liberales. Los “aplanchadores y los famosos pájaros” mataban sin piedad a los campesinos, dejando, como ocurrió en una finca de Circasia, el feto que le sacaron a una mujer clavado en la pared con un cuchillo. En Armenia, en subterráneos de la clandestinidad, se hizo famoso éste otro chiste: uno de esos bandidos, procedente de Bogotá, resolvió confesarse en Armenia y le dijo al cura que él había matado l5 “cachiporros” en Bogotá, 9 en Girardot, 4 en Ibagué y en Armenia solamente 3. El bondadoso sacerdote le contestó: hijo, ya hemos hablado de política, ahora dígame sus pecados. Fue tanta la ingerencia de la Iglesia en la política, que el Obispo de Medellín, Monseñor Builes –apodado por nosotros como Monseñor Buitres– ordenó que no se permitiera enterrar en los cementerios católicos a los “cripto comunistas”, término que aún no entiendo pero que escuetamente significaba liberales. Esta desafortunada “pastoral” se hizo real, cuando en Armenia el cura Martínez Márquez, falangista-sotananegra, impidió que se enterrara al guerrillero apodado Chispas, atravesándose como una mula muerta frente a la puerta del cementerio. Realmente Chispas, un iletrado campesino a quien la policía le había asesinado a sus padres, fue un improvisado jefe de una pequeña pandilla que combatía especialmente entre Calarcá, la Línea y el norte del Valle. Él mató de varios disparos a mi amigo Ramón Cardona, destacado músico, cuando regresaba de Ibagué con los Coros que dirigía, después de que Ramón lo increpara diciéndole que él era el Director del Conservatorio de Manizales y el bruto de Chispas creyó que era del Conservatismo. Al día siguiente yo escribí un Editorial invitando a nuestros amigos a colaborar para la compra de un lote, con el fin de fundar un Cementerio Liberal donde, en vez de una cruz, se clavara una bandera roja en la tumba de cada copartidario asesinado. El Párroco de la Iglesia, José Londoño Botero, bonachón y panzudo, me llamó para decirme que no le fuera a organizar una competencia, porque él estaba dispuesto a enterrar a todos los liberales que se fueran muriendo……… Después se presentó uno de los primeros desplazamientos colectivos que yo recuerde. Resulta que en uno de esos pequeños pueblos del occidente del Viejo Caldas, realizaron una concentración política y el último de los oradores fue, precisamente, el sacristán de la Iglesia, quien, inspirado por el Espíritu Santo (en inglés “the holy ghost”: el santo fantasma) remató su discurso diciendo “…...….y por último, Dios no quiere que en Colombia haya liberales porque Dios es conservador”. Semejante imbecilidad no le se pasó por alto a un borracho que estaba recostado contra la puerta de una cantina, quien no quiso aceptar a un Dios conservador y gritó: ¡abajo Dios!. La inmediata reacción de los manifestantes fue despedazar al borrachito y luego la carnicería se regó por todo el pueblo. Afortunadamente fueron muchas las personas que huyeron por potreros y cafetales, con sus hijos a cuestas, olvidando sus pertenencias, con rumbo a Pereira y Armenia, pueblos de mayoría liberal. Enfurecido por lo que acabo de relatar, me fui para el periódico y escribí un Editorial en el que me identifiqué con el grito del borracho: “Abajo Dios, decimos también nosotros, si nos lo quieren convertir en una bandera de asesinos, en un alcahuete de las turbas conservadoras; abajo Dios, decimos también nosotros, si los curas y los sacristanes lo quieren presentar como un refugio de bandoleros, porque nosotros creemos -creíamos- en un Dios que no es conservador ni liberal, católico ni budista, que reparte sus “bendiciones” por igual para todo el mundo, pero, en este caso especial, tenemos que decir también: ABAJO DIOS”. Esa tarde mi padre me dijo: publíquelo mijo, pero hoy sí nos van a matar. Nadie nos llamó y en la mañana, después de esperar un rato, salimos hasta el Café Caucayá, en la Plaza de Bolívar. Mi padre caminando por la mitad de la calle y mi hermano Silvio y yo por cada acera, armados y listos para tratar de defendernos. Nos sentamos a la mesa donde estaban varios amigos y como no nos hicieron ningún comentario, mi padre preguntó que si habían leído el periódico y casi todos dijeron que si: “muy bueno, como siempre”. Nos salvó la apatía de la gente. Nadie lo leyó, lo cual fue un duro golpe para nosotros, que nos habíamos convertido en los únicos censores de las tropelías del Gobierno en esa región del país. Afortunadamente, en El Colombiano de Medellín leyeron el ejemplar que habíamos enviado como canje y uno de sus redactores escribió un glosa a todo lo largo del periódico, en la cual pedía que nos colgaran de un poste de la Plaza y que deberíamos también ser excomulgados como enemigos de la Iglesia. En la tierra de Monseñor Buitres nos habrían quemado por herejes. La descarada ingerencia del clero en la política, me sirvió para escribir mi Sinfonía Satánica del Credo, enviada desde la Cárcel al diario liberal de Manizales La Mañana, a fines de l948, hace más de 60 años y no volví a publicarla por haberla considerado sin ninguna importancia, hasta cuando Julián Osorio la rescató, con otros versos, de mis viejos archivos. Esta fue una sentida y enérgica protesta contra la Iglesia, que ocasionó un alboroto católico-conservador, quedando a mi favor las excomuniones con las que me condecoraron varios curas de la provincia. Sinfonía Satánica del Credo Creo en Lucifer, alucinado y fuerte ahora y en la hora de la muerte. Creo en Lucifer, ardiente y poderoso, padre ardoroso de todos los que pecan y blasfeman, padre mío, substancial y jubiloso. Creo en Lucifer y gozo. Creo en la muerte que nos arrebata en la que nos ata el corazón un poco. Creo en las espadas que nos interfieren y en las que no quieren defender la herida. creo, también, en Dios crucificado, Padre, Hijo y Espíritu quemado y creo en Él, ahorcado por hereje y porque no teje luceros todavía. Creo en la noche y en el día. Creo en el amor desvertebrado. Creo en el infierno, condenado, en la Primavera Azul y en el invierno. Creo en la pobreza que nos llena el estómago de arena. Creo en el agua, en el sol y en palomas. Creo en los gusanos que se enredan en un hilo de seda. Creo en el alcohol y en la morfina. Creo en todo lo que gira sobre el Hombre y en el nombre de las cosas. Y creo, tenaz y vigorosamente en el abismo de mí mismo y en mi muerte. Al escribir estos versos no caí en cuenta de que uno de los más lesionados espiritualmente, fue mi muy respetado tío, el Padre Sepúlveda, quien entró en una crisis que lo estaba matando. Mi otro tío, Clímaco, quien ejercía como Magistrado del Tribunal, trató de convencerme de que lo visitara y me disculpara con él. Yo no fui, pero como “el que peca y reza empata”, le escribí un soneto a la Virgen, al que Ramón Cardona, mencionado en el capítulo anterior, le compuso una música con un claro criterio religioso: Dios te salve en su amor, Virgen María llena eres de gracia y de dulzura, el Señor es contigo en tu amargura y es contigo, también, en tu alegría. Bendita eres mujer, la Profecía circundó de palomas tu cintura y por tu castidad, savia y verdura es bendito Jesús, Virgen María. Eres nombre de fe, dulce consuelo, ventana abierta entre el dolor y el cielo y cristal de parábola en Belén. Estrella alta de luz: ruega Señora por el alma que sufre en esta hora y en la hora de nuestra muerte, amén. El cura se tranquilizó y empezó a recuperarse. Logró que el Obispo de su Diócesis le otorgara no se cuántas “indulgencias plenarias”, cada vez que la rezara y de ahí en adelante él la recitaba varias veces en el día y se la enseñó a un grupo de beatas que visitaban la Capilla que tenía en su casa. Aunque yo no creo ni siquiera en el Purgatorio, con esa acumulación de “indulgencias” pasaría volando por encima de ese pequeño infierno, sin quemarme las alas. Otra observación que me hizo el primer lector de este libro, fue la de una dubitativa posición mía sobre la religión y la existencia de dios, lo cual queda suficientemente explicado, debido a la crianza hogareña de una inflexible y autoritaria enseñanza católica, con un cura como cabeza familiar, que me dejaron una deplorable costumbre –pocas veces usada– de pronunciar exclamaciones como Dios mío. Además, los versos sobre cristo, la virgen y la palabra “señor” que uso algunas veces, fueron escritos hace 65 años, cuando empecé a dármelas de poeta, teniendo solamente 20 años y aún no se había despertado en mí el espíritu contradictor y agresivo de mis divagaciones sobre lo que alguien ha llamado el “opio del pueblo”. LOS ACÓLITOS Yo fui criado en un hogar católico, bajo la férula de mi tío, el Presbítero Ismael de J. Sepúlveda, como a él le gustaba firmarse, orgulloso de su profesión, quien quiso que Silvio y yo estudiáramos en el Seminario, para que más tarde lo reemplazáramos en el sacerdocio, y empezó disfrazándonos de acólitos en la Iglesia de Pácora. Al fin de cuentas el cura se convenció de que no teníamos vocación para estar haciendo genuflexiones, especialmente cuando Silvio se comió como treinta hostias, acompañadas de medio vaso de vino. El cura había ofrecido darnos unas hostias viejas, sin consagrar, con un poco de vino, después de la última misa y, como se estaba demorando mucho, Silvio resolvió abrir cajones y descubrió un enjambre de hostias, las cuales se tragó, sin que yo participara en semejante orgía. Cuando el cura regresó por más hostias y se dio cuenta de la carnicería que Silvio había cometido, al consumir tantos cuerpos de Cristo, lo agarró de una oreja llevándolo a un altar lateral, donde lo “expuso” ante un grupo de beatas, que se dieron golpes de pecho y vociferaron oraciones, invocando perdón para tremendo sacrilegio. Mucho tiempo después las beatas aún inclinaban la cabeza y se persignaban cuando nos las encontrábamos en la calle. El asombro del Padre Sepúlveda fue mayor cuando no pudieron sacar en la procesión de la Semana Santa a Judas Iscariote, porque Silvio –otra vez mi hermano- lo había destrozado a machetazos cuando supo la traición del desventurado apóstol. Para rematar este capítulo voy a referir la siguiente anécdota. Durante nuestra permanencia en Pácora, sucedió que un cura auxiliar y de muy malas pulgas, estaba clavando puntillas, subido en una escalera, para sostener unas cortinas en la Sacristía y un feligrés se le acercó para pedirle que le explicara que es un milagro, “pero hágame el favor de darme una respuesta lo más “contundente” que pueda. El cura, inmediatamente, le dio un martillazo en la cabeza y cuando el hombre gritó desesperado, le dijo tranquilamente: Hijo, si no te hubiera dolido ese hubiera sido un milagro.
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