BAILARINA
Publicado en Jun 23, 2012
En el harén, las sensuales odaliscas esperaban un buitre. El eunuco lo advirtió tres días antes: un buitre. Nada más les dijo. La palabra sobrevoló el recinto, sin anidar en los labios o las perfumadas cabelleras de ninguna de las voluptuosas mujeres, alumnas privilegiadas de la escuela, versadas en música, canto, baile, artes amatorias y poesía. Varias de ellas hablaban turco y persa. Las más niñas no conocían los buitres. Pero su expectativa era igual. Mayor. Nadie les enseñó qué debían hacer mientras esperaban el arribo de uno o más buitres. Repetían entonces los gestos, las palabras y silencios de las odaliscas veteranas en el harén. ¿Son azules los buitres? ¿Cantan los buitres? ¿Son amigables los buitres? ¿Vuelan, caminan o se arrastran? Para toda pregunta solo había una palabra, repitiéndose monótona en el harén: Buitre. Buitre. Buitre. Cuando arrojaron varias palomas degolladas en el harén y la sangre salpicó los cuerpos semidesnudos, todas huyeron del lugar, menos la dulce Talyma quien, solitaria en el lugar, comenzó a danzar musitando la rubaiyat de Omar Khayyam: ¿Por qué hemos de intentar descifrar los misterios? Nadie sabe qué ocultan las bellas apariencias. Nuestras moradas, menos la última -la tierra-, provicionales son. ¿Por qué hablar? Dadme vino. Esa noche, el sultán ordenó para Talyma su mejor vino, el más sutil velo de seda y el mejor intérprete de Darbuka. “No pareces un buitre”, exteriorizó la adolescente, mientras él interpretaba cerca de su húmeda boca, el cuarteto de Khayyam: Joven, dame la jarra que está llena de vino de color de amapola. Derrama por sus bordes la sangre que contiene, pues no he tenido nunca otro amigo mejor y más fiel que mi copa.
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