NOSOTROS
Publicado en Feb 12, 2009
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¿El mundo sigue igual, amigo mío? En la lejanía oigo su rumor a veces, cuando la madrugada baja cargada de recuerdos y los días pasan con la palpitante ansiedad de los que esperan su ocaso o su amanecer. No sé bien qué espero atado a este cadencioso ritmo: salir temprano, bajar quebradas, cultivar, esperar las próximas estaciones y escribir. Sí, escribir siempre. Con la misma inquieta avidez que se traduce una y otra vez en una sola pregunta: ¿el mundo sigue igual?
Y mientras mis manos, estos dos frutos pálidos y ya blandos en exceso, se mueven en una torpeza que les es propia (más propia conforme pasan los años), termino de guardar tus últimas palabras y me quedo sumido en las figuras de su recuerdo: los autos que pasan, los días ventosos de primavera, las faenas lejanas gimiendo en el atardecer (¿por qué siempre en el atardecer?) y las horas y los minutos marcando el pulso de una vida cada vez más hundida en sí misma, pero tan lejos de todo lo suyo. Me muevo sobre esos recuerdos como un náufrago a la deriva, en fuga inevitable, más fuga cuanto más elegida, más inevitable cuanto menos anhelada. Y este tono ceremonial de las palabras, viejas antiguallas desempolvadas de quién sabe qué reciente lectura. ¿Lo podrías creer? Signo de madurez o vejez, ¿quién podría decirlo? De aburrimiento, de desesperanza, de vuelta a los orígenes porque es más fácil cubrirse con el manto del misterio que sacudirse el polvo de lo fósil. Y lo fósil es lo futuro, lo hoy. Siempre lo fue. Lo supimos desde que nos vimos y abrigamos esperanzas. ¿Todavía las abrigas? Tal vez no, pero allí estás, en medio del mundo, esperando, lo mismo que yo, sólo que en su centro, desnudo y pisando sus calles para hacerte sentir, para que se oiga a sí mismo caminando a contracorriente, desequilibrado, roto, irreconciliable consigo. Otro.
Oyes su murmullo indiferente y sabes de su pasión hecha por espasmos de civilización dolorosa e incongruente, trizada en su mismo centro de resistencia vital, en permanente huida y rabioso florecimiento sobre un abismo de muertos vivos que pululan por sus calles, como una vez lo hicimos juntos, ¿recuerdas? Ahora te evoco en tu obstinada soledad, allá, en el mundo, siempre en retiro de ti mismo. O quizás no. Quizás tu persistencia es la forma correcta de luchar, amigo mío, y no esta espera cadenciosa de pregunta jamás contestada. Subes a un colectivo y entras en la fragua de la vida cada mañana, encendido como un carbón crepitante que se niega a apagarse definitivamente, a fundirse en la disolución final de toda ciudad. Hurgas en la maraña de las calles con la firmeza de un aguijón, tu presencia, la veo ahora, haciendo resonar sus pasos detrás y delante de otros pasos, sobrellevando aquel ritmo, pero imponiéndole su propia virulencia, su acompasamiento indesmentible. A veces te ven, no siempre, te presienten en la proximidad de su afán cotidiano de luces rojas, amarillas y verdes indicando hacia dónde debe ir el mundo. Los detienes a mirarte, a contemplar la leve cadencia de tus caderas planeando sobre el asfalto, sólo un poco, lo suficiente para notarlas abrigadas bajo la impecable vestidura ceremonial de la rutina y la perfecta aceptación de lo establecido. Luego un breve gesto con una de tus manos quizás, una blanca paloma que denuncia sus anhelos de libertad moviéndose a contrapelo en un espacio no hecho para ese gesto, una brizna de soltura en tus párpados al bajar la mirada o una mansa quietud ardorosa y hambrienta titilando en el fondo de una pupila escrutadora de otros cuerpos iguales al suyo. Roces, sonrisas, diminutas señales dejadas como prendas de disidencia y lucha ancestral. ¿Qué más?
Las palabras. También están las palabras. Su dulce vibración demasiado diáfana en un espacio donde tendría más sentido lo compacto y firme. Demasiado impertinentes ante las veladas sonrisas de una condena inocua, impotente y rabiosa por su propio fracaso. Luego salir hacia el atardecer del mundo, atravesar multitudes y ojos insidiosos, preparados, expertos en captar señales de inquietante revelación: vacuidad e ilusión. Y entrar aquí, a este reducto de soledad, opresivo y demasiado obtuso en su pequeñez, quizás porque no estás tú. Porque ya no es la carga compartida, la antorcha llevada y pasada de mano en mano al atravesar la ciudad. Ver tu carta sobre la mesita y leer. ¿El mundo sigue igual, amigo mío?, me preguntas. ¿Sabré responderte esta vez? ¿Sabrás que no conozco una respuesta exacta, ni siquiera medianamente nítida? ¿Sabrás que tomo cada una de tus preguntas (la misma y distinta cada vez por su onerosa antigüedad) y las deshecho como deshecho cada posible respuesta? Sí. No. Quizás. No sé. Contemplo por última vez la ciudad, encendiéndose como un mapa luminoso en la niebla, y pienso en la frágil y delicada cintura de una hormiga moviéndose, contoneándose día tras día, grano tras grano, como si cargara el mundo poco a poco, pedacito a pedacito, sobre sus nalgas voluptuosas, ignorante si ha logrado construir algo lo suficientemente grande para poder decir si algo del mundo ha cambiado al fin.
 
2005
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Foto del autor Horacio Lobos Luna
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Descripción

Cuento ntimista

Palabras Clave: cuento nosotros narrativa literatura prosa lobosluna

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Derechos de Autor: Todos los derechos reservados

Enlace: http://lobosluna.blogspot.com/


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