LOS FACTORES favorables de la apatía hacia la lectura que muestran los estudiantes, es que jamás se intoxicarán con el veneno literario que expele tanto autor moderno. Son libros que llegan a las manos de seres semejantes y nada más. En ellos hay ecos. ¿Quién lee a Michaux en los colegios o universidades? Sería buen autor para los drogadictos.


SU POESÍA comenzó a tener algún significado para mí, con evocaciones menos superficiales, cuando abandoné el auditorio en el cual ese presumido escritor capitalino leía sus poemas y me dirigí al orinal. En este, mientras se llenaba de cálida y blanca espuma la taza del sanitario, la apartada y trémula voz del poeta gimiendo sus textos, acompañada por el sonido del vigoroso chorro, adquirió para mí connotaciones humanas de las cuales carecía en el auditorio.

 Si en lugar de orinar yo hubiese defecado, ¿qué otros matices habría descubierto a los inanes versos del poeta? La gravedad con que el público escucha y aplaude cualquier gansada leída en tono dramático, condiciona el acto de escuchar a los poetas.
Imagino un recital donde el público pudiera escuchar al poeta calarqueño Elías Mejía, sentado en los retretes, evacuando u orinando, simplemente pensando en cuanto este les dice, con tono grave. La correspondencia espiritual entre auditorio y expositor, sería mayor. Las afinidades sentimentales podrían imprimirle nuevos sentidos al poema. No planteo acá el proceso contrario: el poeta leyendo desde el sanitario: sería lo recomendable para cierta poesía y ciertos poetas que debemos soportar en Colombia.


LA POESÍA, cuando de verdad se vive, es como si en un jardín nos arrebatáramos más con los nombres científicos de las flores y con su composición química, en lugar de asombrarnos con su aroma, sus colores y sus formas. El poeta prefiere lo estético. Lo otro se lo deja a un botánico, un químico o un experto en plantas. La poesía es invitación a sumergirnos en la presencia metafísica del objeto, a partir de la impresión estética que recibimos o somos capaces de admitir en esa flor.
Miro y admito. Al admitir, me asombro. Al asombrarme, abro las puertas de lo subjetivo, de lo irracional y me introduzco en la dimensión de lo bello, otras cualidades de la flor y el jardín. Esta belleza trasfigura mi visión del mundo cuando me restituye la realidad objetiva. Cuando regreso al sitio donde admiro aquellas presencias. Descubrir lo bello es entrar, ir y regresar cargado de su dimensión íntima, en todo cuanto nos rodea. No solo el jardín o la flor.


NO HE MUERTO todavía. Eso parece. Sin embargo, por momentos todo a mi lado se evapora. Lo concreto se me transforma en ideas. Las ideas las percibo como vacío. Y el vacío ocupa un espacio en los cuerpos que me rodean. ¿Acaso he vivido? ¿Quién piensa que no ha muerto? ¿Quién tiene la certeza de haber vivido o de vivir? Nada de lo cual podamos aferrarnos. El corazón no tiene dónde asirse. La mente mucho menos.
No he vivido aún. Sin embargo a mi lado todo se desvanece. ¡Qué manera de viajar a prisa tienen la muerte y la vida! Ambas al encuentro de la una con la otra en la piel del hombre, en la incertidumbre  y las obras del hombre. La vida caminando hacia la muerte y esta caminando hacia la vida. ¿Qué hace uno mientras tanto? Prenderse de un poema. De una canción o un ritmo existencial. Del oasis que puede ser el sexo de la mujer amada, para precipitarse en el abismo del ser y del no-ser, donde ambas fuerzas, centrípeta y centrífuga juegan con el pobre cuerpo, con los pobres sentimientos, con los pobres miedos y  nuestra pobre conciencia.