RECUERDOS
Publicado en Oct 01, 2012
Aquel atardecer, el coronel Genaro López veía con desgano a sus nietos jugar a la guerra en el patio de su vieja casona de campo; de pronto su nieto Antonio, su preferido, se separó del grupo de niños y llorando se acercó a él...
—Mira abuelito mis primos no me dejan mandar la tropa— El viejo militar con el único ojo sano que le quedaba fijó su mirada en la carita llorosa y sucia del niño, iba a decirle algo, pero un dolor punzante en el cerebro se lo impidió y lo obligó a cerrar los ojos con fuerza. Al abrirlos, ya no fue la carita de su nieto lo que vio, sino el rostro asustado y suplicante de otro niño, el de aquella criatura que desde la altura de sus botas llenas de polvo alzaba la cara y suplicaba: —¡No maten a mi papá, no lo maten!— El pequeño era hijo de un campesino que permanecía hacinado con otros de su condición, esperando con estoica dignidad ser pasados por las armas por el único delito de ser sospechosos de pertenecer o al menos ayudar a la guerrilla que por aquella región se había alzado en armas en contra del gobierno perverso, corrupto y opresor; luego los gritos desgarradores del chiquillo se confundieron con el tableteo criminal de las armas de los militares y la reseca tierra de aquel maizal de las montañas del sur, devoró ávida la sangre inocente de aquellos campesinos. Otro intenso dolor en la cabeza obligó al coronel a llevar a su sien la mano que todavía le era útil y oprimió con fuerza, tratando de arrancar los recuerdos que le inquietaban tanto; fue vano el intento, las imágenes de otros tiempos pasaban frente a él como película antigua, en blanco y negro. Visualizó aquella noche de un octubre sangriento cuando irrumpió al frente de un grupo de soldados en aquel departamento de una unidad habitacional de la gran ciudad; se vio golpeando salvajemente a unos jóvenes estudiantes quienes habían cometido el delito de organizarse y oponerse —tal vez con razón o sin ella— al gobierno representado y defendido por él, que por cierto, seguía siendo opresor y corrupto. Recordó con ira satisfecha cada golpe o patada que propinó a aquellos cuerpos jóvenes, algunos niños todavía, que desnudos, atados de pies y manos, amordazados y con los ojos vendados, pagaban la atroz osadía de protestar por la situación que vivía el país, en marchas eufóricas y multitudinarias, otras en un elocuente silencio. El coronel recordó con toda nitidez cuando ordenó a un subalterno quitarle la venda de la cara de Rutilo Garay, un joven líder estudiantil, connotado por su combatividad, pulcra retórica y arenga incendiaria. Retumbó nuevamente en sus oídos el estruendo de su disparo. Lo que no volvió a ver esa trágica noche, fue el rostro completo de Rutilo, pues su bala asesina se llevó la mitad de la cara del muchacho y por el hueco que había producido escurría lentamente la masa encefálica, era como si el cerebro del joven estudiante se asomara a ver la realidad que vivía su país. Luego, de pie frente al cadáver destrozado, el coronel Genaro López dijo aquel miserable epitafio que le dio fama de militar duro entre la milicia: "Para que aprendan a respetar a la autoridá, ¡hijos de la chingada!" Un intenso escalofrío sacudió la piltrafa del otrora vigoroso cuerpo del militar, percibió con olfato de hiena, un desagradable olor a mierda, —¡Carajo, me volví a cagar!— —Pensó el coronel. A gritos llamó a la cabo Tomasa Beltrán, la enfermera que el ejercito le había asignado como premio a sus servicios y al valor y lealtad mostrados en aquella guerra que perdieron frente al narcotráfico y el crimen organizado. ¡De pronto!, entre luces cegadoras volvió a ver aquellos rostros patibularios, esas oquedades en forma de bocas que a gritos le exigían la información que él poseía y estaba clasificada como secreto militar. Sintió de nuevo en su espalda los dolorosos cortes producidos con finos cuchillos y volvió a padecer el dolor lacerante cuando le arrojaban agua con sal en las heridas abiertas. Su mano instintivamente buscó su arma reglamentaria cuando recordó las descargas eléctricas que le aplicaron en los testículos y aquel salvaje desgarramiento de ano producido con un palo de escoba por un sicario. Jadeante levantó la cabeza con orgullo: —¡No les dije nada cabrones!— —Exclamó con voz ronca. ¡Así fue!, no dio información, no delató a nadie, tampoco pidió clemencia. Fue tan obstinado su silencio, que el capo quien lo mantenía cautivo dio órdenes a su lugarteniente para que lo matara. Venancio Aguilar, alias el "Bailarín" tomó la pistola del prisionero, apuntó a la cabeza del coronel y disparó, al parecer con buen tino. Semanas después cuando el coronel Genaro López despertó en el área de cuidados intensivos de un hospital, le dieron la noticia de haber salvado la vida, ¿el costo?: la pérdida de un ojo, la inmovilidad permanente del brazo derecho y de la mitad del cuerpo. ¡Eso sí!, fue condecorado y tratado como héroe sobreviviente de una guerra que nunca ganaron. Ese día, mientras esperaba la llegada de su enfermera, dirigió la mirada a la oscuridad de la noche para hacer un ruego. ¡Así es!, en su soledad, aquella noche el afamado coronel Genaro López estaba suplicándole a la parca que viniera por él. ¡El héroe de guerra!, el que resultó victorioso en tantas batallas, ahora suplicaba a la muerte que le arrebatara la vida a lo que quedaba de su cansado cuerpo. ¡La Señora de la guadaña le debía el favor!, ella siempre fue su cómplice y él muchas veces llenó con victimas inocentes el macabro carruaje que ella conducía. Cuentan que meses después, mientras los niños jugaban en el patio a la guerra, en el interior de la casona se oyó el llanto quedo del coronel Genaro López, hacía el vano intento por llamar a su nieto Antonio para despedirse, pues estaba a punto de abordar el lúgubre carruaje de su amiga y compañera de siempre: ¡la muerte!
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antonia rico mendez
kalutavon
Battaglia
Bien Kalu, saludos afectuosos amigo
kalutavon
Greta Etura
kalutavon