El ser mgico - Tylwyth Teg
Publicado en Oct 13, 2012
Sara abrazaba a su muñeca, fingiendo que la arrullaba, para que durmiera
durante el viaje. Su madre rió en el asiento delantero, mientras su padre tarareaba retazos de una vieja canción que pasaban por la radio. Iban a visitar a sus abuelos. Sería la primera vez, desde hace cuatro años. La última había sido luego del nacimiento de Sara, cuando sus padres pasaron las vacaciones de verano en la vieja casona de sus abuelos. Ellos no eran como una pareja clásica de ancianos: su abuela no cocinaba galletitas caseras y su abuelo no leía el diario sentado en un viejo sofá mientras fumaba una pipa. Tampoco eran de aquellos abuelos modernos que habían llegado a aprender a usar la computadora, ni ningún objeto electrónico demasiado avanzado. Vivían alejados de la ciudad, y incluso lejos del pueblo. Poseían muchas parcelas de tierra, pero no habían hecho nada particular en ellas, eran kilómetros y kilómetros de tierra salvaje. No salvaje porque en ella habitaran animales peligrosos, si no porque nadie había puesto un pie allí. Únicamente estaba su vieja casa (algo parecida a una mansión, pero no llegaba a serlo), la ruta de entrada, el jardín de la casona donde su abuela cuidaba unas cuantas plantas exóticas y el resto era un bosque. El bosque era oscuro, y en aquella época los árboles con las hojas rojizas y amarillas comenzaban a quedarse desnudos, tan solo con sus ramas secas, y casi sin vida. Por lo menos así era la parte del bosque visible, pues nadie se había internado más allá. No es que sus abuelos tuvieran miedo de internarse en él, si no que estaban demasiado viejos y cansados. Aunque ni Sara ni sus padres estaban seguros de que nunca se ubieran adentrado en la arboleda, por lo que eran simples suposiciones. La pequeña conocería realmente a sus abuelos al caer la tarde, ya que la última y primera vez que los había visto era apenas una bebé de unos meses. Obviamente, también conocería su casa y sus tierras. -¿Tienes hambre, Sarita? - preguntó su madre. -No, pero Elionor sí- contestó Sara, y al ver que su madre se reía frunció su diminuto ceño. -Ten, son galletitas. Su madre le alcanzó un tapper, y al abrirlo descubrió que, efectivamente, estaba lleno de galletitas surtidas. No caseras, Sara nunca había probado ningún postre hecho por su madre, ya que ésta odiaba cocinar, pero no hacía ascos, pues las galletas eran sus dulces favoritos. Esperaba que su abuela sí le cocinara algo, o la dejara cocinar a ella. Había probado dulces y exquisiteses caseras en restaurantes, pero ningún postre de restaurante se comparaba con el sabor de algo hecho con el amor de una madre, opinaba Sara. Si bien no había probado algo de su madre, sí había probado de la madre de otras niñas, que le compartían lo que llevaban en la escuela. La niña opinaba, que, a pesar de que el hecho de que los dulces que le compartían a menudo estaban sin forma, quemados, o por el contrario, con falta de cocción, eran más divertidos que los dulces perfectos que te daban en los restaurantes. Ningún postre de restaurante se comparaba con reírse de la galleta sin forma cuando debía tener una, de hacer una inspección para sacar los pedazos quemados, o de engañar a tus amigas para quedarte la mejor.
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Angel Martn