La dulzura
Publicado en Oct 14, 2012
La Dulzura
Después de una apresurada ducha él sale del baño, atraviesa el comedor y observa en su habitación a Evelin, su hija, y María, su mujer. Cruza de una vez la puerta del garaje y metiendo la mano en el bolsillo de su saco saca la llave del auto y presiona el botón. El auto es más bien, una camioneta, blanca, con una cúpula y varios estantes donde se apilan cajas de golosinas. Emite sus dos chirridos característicos y las luces delanteras emiten un corto parpadeo naranja. Abre la puerta, se sienta, la cierra. Enciende el motor, presiona con ambas manos el volante y arranca, despacio, contradiciendo la tensión de sus músculos. El tráfico no está tan congestionado por lo que llega diez minutos antes a su despacho. Enciende la radio y escucha las noticias: Alguien asesinó a alguien en Avellaneda. Mujer obesa pierde bebé tras choque. Seis ancianos del barrio de San Isidro desfallecen por muerte súbita. -Es la hora siete, cero minutos en todo el país.- anuncia la locutora. Los últimos títulos han pasado inadvertidos para él, pues se ha quedado pensando en la muertes de los ancianos, se imagina a la muerte caricaturizada golpeando las puertas de cada uno de ellos, esperándolos paciente mientras buscan sus bastones. ¿Por qué seis? ¿Por qué no siete imponiendo su significado? Se ríe de su último pensamiento, pues le resulta gracioso meditar sobre esos asuntos con tanto énfasis. Observa una planilla de color morado donde están anotados los pedidos, deberá ir y retirar la cantidad de golosinas que hay en la lista que ayer ha completado a medias y luego distribuirlas hasta pasado el mediodía. En el camino ha observado el cielo, notando el paisaje congestionado, gris, con una luz cálida pero contradictoriamente fresca que solo se siente en invierno. Termina rápido la lista y va al depósito a buscar los pedidos, carga todo y sale. El primer pedido está al sur de la ciudad, el segundo al oeste y el tercero al norte, luego regresará y volverá a su casa. Evelin despierta y enciende, silenciosa, el televisor, pone el canal de sus dibujos favoritos y se ríe cubriéndose la boca. Después de que su papá se va se apresura a encenderla y aprovecha el calor que él deja en el lado izquierdo, donde se acomoda plácidamente usando toda la almohada. Ella se despierta con el sonido del televisor, abre los ojos, y ve a Evelin con los ojos grandotes, llenos de brillos verdes, azules, amarillos, que el televisor refleja en ellos. Le da un beso y busca sus pantuflas. La niña le dice que están debajo de la cama y sigue mirando, mientras sonríe, la televisión. Camina hacia la cocina y enciende una hornalla, llena la pava de agua y la coloca sobre la llama azul circular. Va al baño, se mira en el espejo, se ducha y camina envuelta en la toalla atravesando el comedor, entra a la habitación y selecciona su ropa interior y del tercer cajón de la cómoda saca su uniforme color verde agua. Se viste, le lleva un tazón de leche con galletitas a Evelin y bebe un café bien caliente. Sale de la casa después de saludar a la niña y camina dos cuadras hasta llegar a la parada del colectivo. Su madre se ha ido y ahora Evelin está sola, apaga el televisor y va al baño, se viste y enciende el tele del comedor, que es más grande y plana, y se sienta en el sofá a ver sus dibujitos. Le aburren las publicidades, los nuevos caramelos con forma de silbato, los que explotan en la boca, los que manchan la lengua. Sabe que sus padres le tienen terminantemente prohibido comer golosinas, solo le dan alguna a veces, en situaciones particulares, cuando se lo merece, cuando se porta bien. Mientras ella mira a través de la ventanilla del colectivo piensa en sus compañeros de trabajo, en Silvia, su mejor amiga, en Paulo, el enfermero enamoradizo de cuarentones con motos, en el doctor Cabrera, director del hospital, en que debe encargarle unas masitas a la cocinera Inés, cuando de repente la saca de sus meditaciones un cartel donde se ve una niña, rubia, de ojos claros, sonriendo a la cámara y detrás unas letras que anuncian: “la dulzura jamás ha sido tan intensa”, luego la marca y algo que no logra ver porque el colectivo arranca otra vez dado que el semáforo ya está en verde. Mientras busca en su cartera ve a través del cristal a una señora retando a un niño. Ingresa al menú de su móvil y se dirige hacia donde almacena algunas carpetas de música, en formato mp3. Presiona con su pulgar “ok” sobre la carpeta que dice Beethoven y comienza a oír la novena sinfonía. Ahora el paisaje que circula por la ventanilla adquiere un contraste más caótico, donde la velocidad imperceptible que el conductor ejerce coincide exactamente con una bajada de nota en los violines. Busca en las esquinas un cartel azul dónde diga la calle en la que se encuentra y a las dos cuadras ve al fin “Rivadavia”, se levanta, presiona el botón naranja y a cincuenta metros desciende. Camina dos cuadras y ya está frente a las puertas del hospital, detiene la música y ve en la pantalla la hora, otro día de puntualidad, son las siete. Las propagandas son largas y aburridas, al fin comienza Rinki y Mogui, son las siete de la mañana. Mira el programa riéndose cada dos minutos y cuando finaliza trae su mochila a la mesa del comedor y saca de ella una carpeta forrada con imágenes de perritos de ojos brillosos, que dan ganas de acariciarlos de solo verlos, los eligió ella misma una tarde con su mamá. Ahora hace los deberes, primero los de lengua, después los de matemática y al final los de naturales, que son los que más le gustan; los animales, las plantas, que comen lo que fabrican ellas solitas, que la maestra les dice: “productoras” Se detiene en un kiosco y se distrae hablando de política con Darío, para las nueve ya está de nuevo en su auto, conduciendo hacia otro barrio donde deberá entregar otros pedidos. Se acuerda de que a las nueve Evelin debe tomar su jarabe y la llama. El tono suena tres veces y escucha la voz de ella: - Hola-dice. Él se apresura y responde- hola amor, soy papá, acordate de tomar el jarabe- hay un silencio corto y la niña responde. -Ya lo tomé papi, hice la tarea, y ahora voy a leer un rato, te amo. -Yo también te amo- Dice él y corta Recorre el pasillo del hospital y esquiva una camilla, saluda silenciosa a Inés y se olvida de encargarle las masitas, llega a la puerta que le corresponde, saluda a Silvia y a Paulo, se sienta en su silla y examina una pila de papeles con distintos tipos de diseños de sellos impresos, y selecciona dos estampados con tinta azul, los coloca en un sobre y se lo lleva al doctor Cabrera, son los análisis, llega y se los entrega. Evelin termina de leer Hansen y Gretel y se siente extasiada de euforia, salta por todo el comedor, lo recorre de punta a punta dando brincos, sin orden aparente, canta, se mira al espejo y se ríe de ella misma moviendo la boca, imitando cantar la publicidad de Dulcor, se sostiene el vientre con ambas mano y se deja caer sobre la alfombra, suave. Un policía lo detiene, apaga el motor y baja la ventanilla. -Tarjeta verde, por favor- dice el policía. -En seguida.- dice, busca en su pantalón, luego en su camisa, tanteándose todo el cuerpo sin hallar la billetera. Entonces recuerda. Se recuerda dejándola sobre la mesa del baño al lavarse los dientes. -Disculpe, no la encuentro oficial, ¿cómo podríamos arreglarlo? - ¿Qué trata de insinuar?- se defiende- documento por favor. - Es que tampoco lo tengo encima, dígame, ¿cuál es su problema? -Usted sabe que está prohibido hablar por teléfono cuando se conduce, tendré que confiscarle el auto.- cuando termina de hablar el policía adquiere una postura heroica, narcisista, inclinándose lo invita a bajar del auto. Se levanta de la alfombra y se arregla el pelo, va hasta el baño y mientras orina ve sobre la mesita la billetera de su padre. La toma y la inspecciona minuciosamente, saca el documento y contempla el rostro de su padre en la foto. Le da gracia los bigotes y el pelo, el pelo, no como ahora. Mira también los billetes y después de darle dos o tres vueltas al asunto se encamina al kiosco, al de Pocho no, por que la conoce, el que está a tres cuadras. Llega a la comisaría, está sentado sobre un banco incomodo de madera y espera su turno para ser atendido, contempla su reloj, ya debería estar volviendo a casa. La mañana se le pasó volando, es casi mediodía y sigue recorriendo camillas, anotando vacunas, dando remedios específicos a horarios específicos. Evelin compra una bolsa inmensa de caramelos, camina hacia su casa con una mezcla de adrenalina deliciosa y peligrosa, con temor y valor combinados. Con alegría, con mucha alegría, recordando cada tres pasos el rostro que se imaginó de Hansel. Entra por la puerta del garaje y tira los caramelos sobre la alfombra, come desesperada. Sabe que esos manjares están terriblemente prohibidos para ella, mastica y se ríe para sus adentros, se recuesta sobre la alfombra, sus mejillas se contraen y sonríe. Sale del hospital y camina cuatro cuadras, toma el colectivo y baja a una cuadra de su casa, entra por la puerta del garaje, está abierta. Llega al comedor y al costado del living ve a su hija desvanecida, rodeada de múltiples papelitos brillosos de colores. Después de hablar con el oficial se arregló el asunto, pero el auto iba a estar para el próximo día, tomó un taxi y está a unos pasos de la puerta del garaje, está abierta. Entra y ve a María de espalda con el cabello revuelto sobre su hija desvanecida en el piso rodeada de papelitos brillosos de colores. Hace dos días que ninguno de los dos come, después del entierro no hablaron, el último apretón de manos se lo dieron antes de subir a la ambulancia, él las alcanzó en taxi. Ahora los días marcan sus segundos con punzadas agudas en la memoria, en cada rincón la ven pasar. Jamás volverán a encontrar la dulzura, la dulzura jamás había sido tan intensa como en los ojos de su hija, y ya no volverá a serlo.
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