FELACIONES FILANTRPICAS
Publicado en Oct 19, 2012
La primera vez que le comí la polla a un discapacitado tenía 22 años yo y 22 años él. Fue durante los juegos paralímpicos de Barcelona 92. Yo andaba parada en todos los aspectos de mi vida, a nivel laboral y a nivel de estudios, ya que era incapaz de hacer rodar ninguna asignatura en mi favor, más al contrario, la universidad me engullía con sus colmillos afilados y cualquier relación con los libros que no fuera la lectura de novelas me provocaba disgusto y antipatía. Me convencí que lo mejor para pasar mi tiempo en desuso y mortificado por mi parálisis vital y sacar algo de provecho era colaborar con mi ciudad en tal importante evento. A mi inglés le iría cojonudo y a mi ego de muchachita descarriada, también.
Él era americano, original de un pequeño lugar del estado de Wisconsin, de pueblo como las amapolas, guapo, fuerte, rubio y en silla de ruedas. Jugaba al baloncesto y de vez en cuando a sonreírme tímidamente mientras le recogía el plato, sin restos de tortilla de patata, de la mesa. Cuchicheaba con sus compañeros de equipo cada vez que Berta, mi compañera de zona, y yo, nos acercábamos para preguntarles en nuestro inglés arcaico pero angelical si querían tomar café o alguna infusión. A mí me gustaba mirarlo a él, sólo a él. Le clavaba mi mirada, para nada casual, en la suya azul y chisposa y los dos nos poníamos nerviosos. A veces me hablaba con monosílabos pero otras se dirigía a mí atropelladamente lo que dificultaba que entendiera absolutamente nada de lo que me decía. Nunca quería café, pero yo siempre se lo llevaba y así sabía que las risas entre todos estaban garantizadas y que al girarme volvería a mirar mi culito de jovenzuela, ese culo que tapaba un minúsculo pantaloncito corto y el lacito que caía tras él, de mi blanco delantal de camarera olímpica. Un día, de muchísimo calor y bochorno, uno de ésos que nos regalaba el mes de septiembre, tras acabar mi turno me paré unos minutos a fumarme un cigarrillo mientras esperaba que mi compañera acabara de cambiarse. Me encontraba en un pasillo, aislada del sol y sintiendo la corriente de aire fresco que bañaba el ambiente, del patio interior que comunicaba las habitaciones del hotel donde se hospedaban los deportistas con la cocina del restaurante donde hacía poco más de media hora que había terminado mi turno. Mi americano, todavía seguía dentro, entre charlas estúpidas y espontáneas, perdiendo el tiempo de una siesta preciosa. Comenzaron a salir sus compañeros en fila india y paso disciplinado arrastrando sus cuerpos con la fuerza de sus brazos potentes. Yo los miraba sonriente, mientras mordisqueba las uñas de la mano con la que sujetaba el cigarrillo. Justo antes que apareciera mi americano por la puerta uno de sus amigos se paró ante mí, me miró avergonzado y me entregó casi huyendo un papelito blanco, perfectamente dobladito y minúsculo como un garbanzo. Sin tiempo de reacción fui desplegando ese papel que leí atentamente mientras mi jugador de baloncesto preferido pasaba por mi lado deseándome buenas tardes. "Jimmy, habitación 253, 2ª planta. 19.30 pm. Te espero", todo esto en un inglés claro, con letra mayúscula y redonda. Jimmy era mi chico, había oído su nombre una y otra vez entre sus compañeros, aunque él nunca se me había presentado como tal. En un primer momento me imaginé que era una broma pesada y guardé el papel sin mayor preocupación, pero conforme fueron pasando los segundos mi mente revolucionó mi alma, despertó la intriga, se entregó a mis instintos, hizo palpitar mi corazón y volví a leer el mensaje ya en compañía de Berta mientras caminábamos sudorosas hacia la boca del metro. Berta, reía nerviosa, con esa risa tonta de las niñas incrédulas pero me dijo que fuera, aunque sé que en el fondo pensaba que era una locura y además una tomadura de pelo de los chicos. Pero yo quería saber más. A las siete mis piernas desnudas de ropa asfixiante caminaban temblorosas por los pasillos del enorme hotel de concentración. Mi estómago hacía ruiditos molestos que aún provocaban en mí más nerviosismo. No quise subir a la segunda planta tan pronto y vagueé por la recepción saludando a todo al que conocía con la mirada despistada del que no sabe qué hacer ni qué decir, del que deja pasar las horas igual que deja pasar la vida, del que sólo tiene conocimiento del tiempo cuándo descubre que el tiempo existe y no sabe para qué narices lo tiene. Entré en un cuarto de baño para verme la cara. Demasiado colorete o ¿era el calor? Bien las pestañas, las cejas peinadas, los labios en su punto, pelo brillante, mirada inquieta. La camiseta de tirantes resaltaba mis pechos, la minifalda dejaba ver unas piernas delgadas ligeramente bronceadas. Mis sandalias, perfectas para la ocasión. Llegué diez minutos antes a su puerta pues la espera me reconcomía y me debilitaba. Estaba preparada para asumir la broma y reírme a carcajadas con Jimmy y sus compañeros de equipo. Pero quería vivirlo y experimentar como los valientes, ignorantes de la dureza de la batalla. Rocé ligeramente con mis nudillos la puerta mientras tragaba saliva y retiraba el pelo de mi frente. Un toque apenas inaudible, débil, casi etéreo. ¿Así quería mostrarme ante los hombres que me esperaban en la habitación del coqueto hotel? Volví a llamar enérgica, como el que quiere propinar una buena paliza con sus puños a su peor enemigo, pero no se oía nada. No soy consciente del tiempo que esperé inmóvil tras esa puerta gris que separaba la boca de Jimmy de la mía, sólo que la rabia empezaba a convertirse en el sentimiento predominante, cuando haciendo un ruido muy desagradable se abrió la enorme puerta tras la que apareció Jimmy, al que se le iluminó la cara nada más ver la mía, que sospecho en esos momentos era pálida por haber sido invadida por la tensión. Me dijo, hey, estirando la palabra sonriente y despreocupado. Sonó así: heyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy y me invitó a pasar, cosa que hice guiada por la inercia porque perdí la noción de la realidad. Camas revueltas, vestidas con blancas sábanas, ropa de hombre apelotonada por todos los rincones de la estancia, ventanas abiertas para dejar pasar la brisa salada que nos llegaba del cercano mar. Sólo Jimmy y yo en la habitación, eso trasladaba rápidamente mi vista a mi cerebro. Una habitación controlada por las fotografías que hacía mi cabecita a la misma velocidad que los latidos de mi corazón. Estaba frente a él, que descansaba en su silla de ruedas, pero era incapaz de pronunciar ni una sola palabra en inglés. Yo frente a él, él frente a mí, mirándonos sin hablar, expectantes, improvisando palabras en nuestros cerebros que luego no podíamos pronunciar. Escuché la música que sonaba en la habitación y que era inaudible desde el pasillo en el que había estado minutos antes esperando que el mundo me sorprendiera o mientras aceptaba que unos jovencitos recién llegados a hombres se rieran de mi osadía, de mi curiosidad. Pero sólo había entre nosotros la corriente que venía de las ventanas abiertas, la música que ahora escuchaba de Iggy Pop, "lalalalalalalala", una y otra vez, el espacio entre mis piernas que me mantenían firme en el suelo, evitando que me desvaneciera como una mujer enfermiza y sus piernas inertes apoyadas en el reposapiés de su silla. La habitación dando vueltas, girando sobre nosotros, su sonrisa, sus ojos sobre los míos y la música de nuevo, "lalalalalalalalala". Lo demás vino solo. Yo bajé mi cabeza a la altura de la suya hasta notar su aliento y le besé sin tiempo para pensar en nada más. Le besé, me besó, me acariciaba el pelo, mientras mis rodillas notaban la dureza del suelo de parquet. Sabía a fresa y su boca era dulce y jugosa. Él se quitó la camiseta dejando al descubierto su pecho, hermoso, joven, digno del mejor actor. Yo mordisqueaba sus pezones mientras él intentaba hacer lo propio con los míos, sin quitarme mi camiseta aún. Estábamos impacientes, sin saber qué ni dónde tocar, con un ritmo frenético que marcaba nuestros torpes movimientos, interrumpiéndonos pero sin importarnos. Empecé a tocar lo que presuponía era un enorme paquete, descubriéndolo bajo sus pantalones de deporte. Estaba pletórica de felicidad pues no sabía si su miembro respondería a mis caricias, pero daba señales. Ayudado por él, bajamos su pantalón, bajamos su calzoncillo y me encontré con esa polla enorme y joven y juguetona que aumentaba por momentos. La tenía caliente, como el ambiente ya, gustosa, dura, varonil. Él se dejaba hacer, gemía, agarraba mi cabeza, ayudaba en los movimientos con sus grandes manos que de vez en cuando deslizaba bajo mi estrecha camiseta palpando mis pechos, que yo ya había liberado del estricto sujetador, y que se rozaban con ella. Mi saliva bañaba todo su miembro que era un dulce caramelo que no se deshacía en mi boca sino que aumentaba de tamaño como un rico bizcocho horneándose a fuego lento. A la vez que aumentaban sus respiraciones, mi lengua recorría ese juguete suavemente. Me pidió que me separara un momento. Mientras lo miraba angustiada al principio, pues no sabía el porqué, él acabó de apartar sus pantalones de sus piernas muertas, débiles, pequeñas, cicatrizadas. Me pidió que me fuera desvistiendo pero yo me incorporé y no podía hacer otra cosa más que observarle, indecisa, sin saber si debía ayudarle, sin saber en qué debía ayudarle. Él se incorporó a la cama con el impulso de sus musculosos brazos. Estaba completamente desnudo, y colocaba sus piernas de manera que el dibujo fuera agradable a la vista, su espalda apoyada en la cabecera de la cama. Lejos de ser una imagen grotesca, por la desproporción entre sus brazos y sus piernas, me pareció de lo más erótico que había visto hasta el momento. Era la fotografía perfecta para que mis pechos se hinchasen y mis pezones se volviesen duros como perlas. Me hizo un gesto con su mano invitándome a su lado, me llamó, me pidió que me acercara. Yo me quité la camiseta a la vez que desvestía mis pies. Bajé la cremallera de mi falda mientras mis pechos se mostraban ante la cara agradecida de Jimmy. No tenía vergüenza, me gustaba lo que estaba pasando entre nosotros. Mi falda se deslizó abandonada a su suerte y cayó al suelo. Me acerqué a la cama y poniéndome cómoda volví a comerme esa polla que había decrecido pero que se mostraba sana y reluciente para mí. Cuando entendí que todo estaba listo de nuevo, me puse encima de mi americano joven y fuerte. Yo recogía mi pelo con mis dos manos y mientras me movía a un ritmo pausado mojaba mis labios con mi lengua hambrienta y abría bien mis ojos para no dejar de ver su cara. Él acariciaba mis caderas y mis pechos y de vez en cuando me obligaba a inclinarme para poder besarme con pasión en los labios y mordisquear mi cuello, que empezaba a estar sudado. Pero no funcionaba. Su polla no llegaba a tomar el tamaño ni el grosor ideal y se escapaba de mi cuerpo. No importaba. Desmonté a mi chico y entre mis manos, mi boca y mi lengua culminé ese trabajo que lo hizo gemir como caballo desbocado. Su semen regó parte de mi cara y resbaló sobre mi pecho. Nunca he visto una cara más feliz como la de aquel chico sin piernas para caminar. Nunca he disfrutado tanto sabiendo que el placer que le había proporcionado no iba a durar sólo los segundos del orgasmo, sino que iba a acompañarle y a iluminar su rostro en todos los momentos en que su mente intentara jugarle alguna mala pasada. Miento, posteriormente lo disfruté con otros discapacitados, a los que a raíz de esta experiencia que les acabo de contar, intenté complacer para que no se sintieran discriminados en su faceta sexual, pero eso es otra historia.
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