Autorrechazo
Publicado en Oct 23, 2012
"Todo empezó aquel día gris
en que dejaste de decir orgulloso: ¡YO SOY! y entre avergonzado y temeroso, bajaste la cabeza y cambiaste tus dichos y actitudes por un pensamiento: YO DEBERÍA SER..." Nací por obligación. Porque me tuvieron que sacar, no porque yo quería venir acá. Nací siendo una pequeñez. Obvio, como cualquier bebé. Pero era diferente. Nací a los seis meses y medio porque si seguía dentro de la panza de mi mamá me iba a morir. Pesé 1,900 kg. Era flaquita, muy pequeña, y demasiado frágil. Estuve nueve días en incubadora luchando para vivir. Lo logré. Mis papás me llamaron María Belén. María, porque es el nombre de la virgen. Y Belén, porque es el pueblito donde nació Jesús. Al parecer, por mi nombre y por mis condiciones al nacer, tenía que ser una bebé muy consagrada. Creo que tenían fe de que yo crezca bien y en armonía. O al menos eso esperaban mis papás. Que sea una persona feliz y dichosa. Como cualquier buen padre lo espera, claro. Y así llegué a mi familia, al mundo, a la vida. He aquí el error de mi nacimiento. Mi equivocada existencia. A los cuatro años, empezaba a dejar de ser una persona y comenzaba a convertirme en un cerdito. Aunque yo a eso, todavía no lo sabía. Sí, empezaba a ser una nena "gordita". Luego pasé a ser una nena gorda. Entre los seis y los ocho años, era gorda. Soportando las burlas y las humillaciones de todos mis compañeritos, pasé de ser gorda a ser muy gorda toda mi primaria, hasta los once años. Desde que había empezado a convertirme en un puerquito a los cuatro años, hasta los diez, hice millones de dietas y consulté con millones de nutricionistas. Debería hacerles un juicio, porque nunca bajaba. Seguía siendo muy gorda. Bah, no... pobres nutricionistas. No tienen la culpa. Yo era la obesa que vivía comiendo y tenía la genética de su familia con sobrepeso. Aparte, algunas sí funcionaron. Por alguna razón en sexto grado, a los once años, ya empezaba a tener un cuerpo un poquito más adecuado. Un poco porque había bajado con las nutricionistas, y otro poco porque empezaba a estilizarme como una señorita y a intentar tener un cuerpo como la gente. Me acuerdo que en esa época tenía la seguridad más grande del mundo. Confiaba mucho en mí misma. Y creo que se debía a que pesaba 65 kg. Había dejado de ser "obesita" y había empezado a ser rellenita, tirando a normal. Y aunque medía 1,58 mts no me afectaba tanto tener unos kilos demás. Yo me creía simplemente rellenita. Cuando en realidad seguía siendo gorda. Pero nada me importaba porque confiaba en mí misma más que en nadie. Pronto eso se terminó. Un día, en la época que estaba terminando el primario en el colegio, comenzaba mi infierno. Bueno, no tan infierno. En algún momento toqué el cielo con las manos, y en algún otro momento casi toco el fondo de este profundo pozo. Tiene sus ventajas y desventajas. Para los demás son más desventajas que ventajas, pero bue. Mejor me expreso con más claridad: empecé con mi trastorno alimentario. Era una pavada. No era consciente de cuán lejos podía llegar. Simplemente quería bajar esos "kilitos de más" que estaban empezando a molestarme. Así que, cuando empecé a ir al colegio a la mañana, en primer año, empecé a no desayunar, y a no almorzar cuando me tocaba estar hasta un poquito más tarde en gimnasia. Tenía doce años y quería llamar la atención. Aparte creía que conocía mis límites. Qué idiota, por favor. Creo que ese año 2008, no bajé de peso. Al contrario, subí. Porque ayunaba un día, y después comía el triple. Acumulaba hambre durante varias horas, y después me devoraba todo lo que podía encontrar. Entonces, empecé a subir de peso. Cuando pasé a segundo año, en 2009, estaba mal. Ya me estaban afectando los principios del trastorno. Y el objetivo había dejado de ser llamar la atención y se había convertido en verdaderas ganas de adelgazar. Ya empezaba a indagar sobre las páginas web pro ana y pro mia (a favor de la anorexia y a favor de la bulimia). Ya empezaba a tener amiguitas estúpidas en internet que me ayudaban a ser como ellas. Amiguitas que no eran tan amiguitas porque me enfermaban más. Porque yo lo quería, yo me lo buscaba. Ese año, empecé a cortarme y a provocarme vómitos. Y así seguí subiendo porque siempre comía más de lo que vomitaba. Después mis papás se enteraron de que yo me cortaba, y me mandaron a una psicóloga. También se habían enterado de que estaba vomitando. Pero como no era muy frecuente, no le dieron demasiada importancia. Al poco tiempo demostré estar bien, y terminé de ir con esa idiota que se hacía llamar psicóloga. ¡No podía ser tan mala para esa profesión! Pobre, no podía conmigo. Lo único que yo hacía en todas las sesiones, era mirarla con arrogancia, esperando que me pregunte algo interesante o que me haga hacer ejercicios menos inútiles que decir la forma que le encontraba a unas manchas negras que estaban en un papel. Qué ejercicio tan inútil. Hasta a veces me preguntaba si quería jugar con plastilina. Suerte que dejé de ir. No duró mucho el demostrar estar bien. Así que mis papás me mandaron a otra psicóloga más. La segunda. Me caía bien. Pero igual no iba a hablarle, porque no quería hablar. Porque nunca me habían caído bien los psicólogos. Porque no tenía ganas de contarle nada de mi vida a una desconocida. Porque no creía estar tan mal como para hacerme tratar. Así que, también dejé de ir. Cuando pasé a tercer año, en 2010, estaba muy mal. Seguía empeorando y subiendo de peso. Me cortaba mucho los brazos. Vomitaba mucho más y seguía comunicándome por internet con otras enfermas. A principio de ese año, me acuerdo que mis papás habían descubierto que yo volví a estar mal y que necesitaba tratamiento psicológico. Me amenazaron con mandarme con una doctora con la que se había hecho tratar mi hermana (sí, ella también tuvo trastornos alimentarios). Pero me negué. Les dije a mis papás que iba a poner voluntad y que iba a estar bien. No me mandaron a hacer ese tratamiento, pero sí me llevaron a una psiquiatra. Era más o menos una psicóloga inútil más. No me medicaba. Simplemente me hablaba e intentaba que yo soltara una palabra. Já, ¿estaba loca acaso esta mujer? No había hablado con ninguna de las otras dos jóvenes psicólogas, e iba a contarle mi vida adolescente a esta psiquiatra cuarentona con cara de pocos amigos. A mitad de año, yo ya estaba pesando 89 kg. Sí, a lo único que me había llevado mi trastorno, era a subir de peso. Porque siempre comía más de lo que vomitaba, siempre. Me había convertido perfectamente en una obesa. Volví a fingir estar bien, y dejé de ir con esa absurda psiquiatra. A fin de año, empecé a ir a una nutricionista con una de mis hermanas. Fui durante cinco meses y bajé diez kilos. Haciendo dieta y vomitando todos los permitidos que me daba, logré bajar diez kilos. Estaba pesando 79 kilos gracias a la dieta, a algunos ayunos, y a algunos vómitos. Aparte cuando tenía ganas, comía menos de lo que la nutricionista me decía. En el año 2011, cuando pasé a cuarto año, estaba mucho peor. Había bajado diez kilos, pero no estaba conforme con mi cuerpo. Seguía estando gorda a pesar de haber adelgazado. Medía (y sigo midiendo) 1.63,5 mts y pesaba 79 kilos. De este modo estaba gorda. No lo podía negar. Me sentía mal por seguir siendo obesa. Porque todo lo que había bajado era en vano. Porque no me veía bien de ninguna forma. Así es que empecé a vomitar otra vez con más frecuencia. Vomitaba tres veces por semana. Después durante unos dos meses vomitaba una o dos veces, todos los días. Estaba muy deprimida. Me seguía cortando, y estaba vomitando más. Ayunaba por varios días, y después me comía todo. Hacía dietas estrictas. Volvía a probar con las dietas de la última nutricionista. Hacía cualquier cosa para bajar de peso. Estaba más obsesionada que nunca. Mi mayor deseo era bajar de peso. Era lo único que quería. Logré deprimirme mucho más. Terminé verdaderamente exhausta. Estaba cansada de verme mal. De sentirme obesa e inútil. No podía creer que esos diez kilos que había bajado, no me servían para nada. Porque no estaba como yo quería. Porque no me entraba un short blanco divino que usé en el viaje de estudios cuando finalicé sexto grado. Porque no pesaba sesenta y pico como en mi último año de la primaria. Porque había perdido toda la seguridad en mí misma. Porque había perdido toda la confianza. Porque cada vez me enfermaba más y me obsesionaba más. Porque no sabía cómo salir. Porque nunca nada era suficiente. Por todo eso, estaba mal, mal, mal. Tan mal, que quería dejar de vivir. En consecuencia, en abril de mi cuarto año de secundaria, decidí que quería desaparecer y terminar conmigo. No sé exactamente si quería morirme. Pero sí quería irme aunque sea sólo un instante de este mundo. Estaba tan cansada y harta de todo que quería huir de este planeta por al menos unos segundos. No buscaba morirme. Al menos desmayarme. Si me moría, mejor. Pero cualquier cosa que me hiciera dormirme por un largo tiempo iba a ser suficiente. Cualquier cosa que me hiciera salir de acá por un rato, me iba a servir. Siempre había tenido ideas suicidas. Pero nunca me había animado a nada. Siempre me cortaba, pero era sólo como método de descarga. Sin embargo, el año pasado fue diferente. Estaba realmente mal. Necesitaba irme. Por lo cual, busqué pastillas para tomar. Cualquier sobredosis, algún efecto me iba a provocar. Ahí fue que encontré un frasco con pastillas adelgazantes. Eran perfectas. Me acuerdo que eran de color rosa, violeta, verde, y marrón. Combinaban con mis deseos. Era la mezcla ideal. El deseo de bajar de peso, con el deseo de morir, combinaban perfectamente. Mientras lloraba, me metía cinco pastillas con coca. Seguía tomando gaseosa, mientras me metía cinco pastillas más. Después siguieron otras cinco. Y luego, dos más. Diecisiete pastillas me tomé. Pero como nunca nada era suficiente para mí, supuse que eso no me iba a causar un gran efecto. Así que tomé otras más. Finalmente, tenía dentro de mí, veinticinco pastillas para adelgazar. Algo me tenían que hacer. Aunque sea desvanecerme. Cualquier cosa para dejar de pensar. Era de noche, así que me fui a acostar. Recuerdo que no dormí. Me levantaba a cada rato a hacer pis. Como seis veces me levanté. Pero cada vez se me hacía más imposible pararme. Estaba totalmente mareada. Me miraba en el espejo y estaba pálida. Tenía ojeras negras. Todo daba vueltas. Empezaba a ver luces de colores en mi habitación. En uno de los momentos que fui al baño, regresé y confundí la pared con la puerta... Sí, me estrellé contra la pared. Las pastillas me estaban haciendo efecto. Pero no me moría, no me desmayaba, no desaparecía. Lo único que pasó fue que estuve despierta desde que me acosté, hasta que me levanté para ir a la escuela. Cuando me levanté para ir al colegio volví a mirarme en el espejo. Tenía los ojos desorbitados. Los tenía tan grandes que parecía un sapo. Intentaba cerrarlos un poquito para que nadie se diera cuenta, pero no podía. Tenía el cuerpo totalmente helado, pero transpiraba. Me cambié. El uniforme del colegio terminó empapado, pero aún así yo disimulaba. Me preparé el desayuno. El té y las tostadas me dieron asco, así que ni los probé. Tenía unas náuseas terribles. Fui al baño y vomité. Mi hermana se preocupó y le dijo a mi mamá. Entonces ese día yo no fui al colegio. Mi papá insistía que me quedara para que me llamen al médico. Nadie sabía nada en mi casa. Nadie se imaginaba que mi tremenda descompostura era por unas veinticinco pastillas que yo había tomado. Era raro que yo faltara al colegio. Mi amiga me preguntó por mensaje porqué no había ido, y yo le conté lo que había hecho. Se preocupó y me aconsejó. Estuve en la cama toda la mañana y seguía sin dormir. Fueron dos médicos, me hicieron de todo, y no encontraban qué era lo que me pasaba. Y yo, por supuesto, no iba a decir que me había intentado matar. No quería preocupar a nadie, como siempre. Más tarde fueron otros médicos, porque mi tensión no bajaba de diecisiete, y mis palpitaciones no disminuían de 170 por minuto. Me preguntaron qué me pasaba y yo tampoco dije nada. Me dijeron que era estrés escolar, me dieron un tranquilizante para poder dormir, y se fueron. El tranquilizante no me funcionó, yo seguía despierta. Después fue otro médico más, y me preguntó si había tomado algo, si había tomado pastillas que no debía, si no había hecho nada raro, y yo me seguía negando. Yo seguía diciendo que no había tomado nada, cuando en realidad los otros ya sabían lo que yo había hecho. Por supuesto mi querida amiga, no había cerrado la boca. Les había contado todo a mis papás. A la noche me llevaron al hospital porque yo no mejoraba y seguía sin dormir. Estaba muy mal y todos ya sabían por qué era. No la pasé nada lindo cuando me enteré que todos sabían. La segunda noche tampoco dormí. Volví a faltar al colegio. Estuve faltando cinco días. Me habían hecho mal esas pastillas. El último médico, me dijo que me podría haber muerto. Que con suerte fueron veinticinco pastillas, y no veintiséis. Estuve sin dormir durante sesenta largas horas. Y mis ojos, seguían desorbitados. Lo que menos había conseguido era dormir, desaparecer, desmayarme o morir. Simplemente me mantuve despierta y en mal estado por muchas, muchas horas. Eso bastó para que mis papás se dieran cuenta que de verdad algo no andaba bien en mí. Así que en mayo del año pasado, me dijeron que me iban a mandar a hacer el tratamiento que mi hermana había hecho. Sí, me iban a mandar finalmente con esa doctora con la que me habían "amenazado" aquella vez. Me dijeron que iba a ir hasta que estuviera bien realmente. Que iba a ir aunque no quisiera. Que iba a hacer el tratamiento y terminarlo cuando estuviera bien y no cuando fingiera estar bien. El 11 de mayo del 2011, tuve mi primera consulta con la doctora especialista en trastornos alimentarios. Ahí me dijo que tenía que hacer, por una semana, un autoregistro de todo lo que comiera y vomitara. Me explicó que el tratamiento tenía dos partes: una grupal con ella, y la otra terapia individual con una psicóloga que ella me derivara. A las semanas empecé a ir al grupo donde había chicas peores, iguales, y mejores que yo. Iba una vez por semana. No me sentía del todo cómoda, porque todas eran flacas anoréxicas y bulímicas que se les notaba cuando uno las miraba, y yo tenía un trastorno alimentario que no se notaba con mis 78 kilos. Me sentía como sapo de otro pozo. Siempre fui la más gorda del grupo. Y eso nunca me hizo sentir bien. Pero me servía para descargarme, compartir, conocer las historias de las demás chicas, y sentirme identificada. Era una ayuda bastante grande la terapia grupal. Después empecé la terapia individual con una psicóloga que me había designado la doctora. Ok, ahí comenzamos de nuevo con el problema que yo tenía con todas las psicólogas. Creo que yo era un repelente de ellas. Con ninguna me llevaba bien. Todas me parecían tontas y sentía que no me podían ayudar. Así que con ella tampoco hablaba. Con el correr del tiempo en el grupo iba mejorando, pero con esta psicóloga seguía igual. La verdad que la terapia individual no me servía. Porque esta psicóloga también me molestaba como todas las anteriores. No sé qué era lo que tenía. Pero me molestaba. Su cara, sus gestos, su forma de anotar en un cuaderno todo lo poco que yo decía, su manera de preguntarme cosas insignificantes, su silencio cuando yo me callaba en toda la sesión, la manera en la que me miraba cuando yo no quería hablar, la forma en la que no buscaba pasar a otro tema cuando yo evitaba hablar de algo, la manera en la que se tragaba todas las "s" cuando hablaba, su voz medio gangosa, su pelo, su... todo. Me molestaba mucho esta psicóloga. Siempre odié a todas las psicólogas, ¿por qué iba a aceptar a esta? No quería ir más, sufría los días que me tocaba ir con ella. Me atendía los jueves, y yo los jueves tenía patín. Así que empecé a decir que el horario no me quedaba cómodo y que iba a tener que cambiar de psicóloga (porque ella sólo atendía ese día). La doctora del tratamiento no quería, no me la quería cambiar. Y yo, no quería ir más. Seguí insistiendo con que perjudicaba mis horas de entrenamiento en patín, y lo logré. Al poco tiempo dejé de ir, y estuve un par de semanas descansando de esta psicóloga. Como el tratamiento requería sí o sí de las dos partes, grupal e individual, me buscaron otra psicóloga. La doctora me dio el número de una que atendía también a una chica del grupo. Era agosto cuando llamé a su celular, pregunté por su nombre, saqué un turno, lo anoté en mi agenda, y me preparé para una próxima nueva psicóloga. Me había caído bien su voz. Sí, hay que creerlo. Por primera vez me había caído bien algo de una psicóloga. No sé por qué razón intuía que ella sí iba a poder ayudarme. Fui a mi primera sesión. Fue un viernes 5 de agosto. Empecé hablando y terminé hablando. No había parado de hablar y de contar mis cosas en toda la sesión. Era de no creerlo. Es que esta psicóloga era tan genial, que ni yo podía creer que me caía bien y que había podido soltarme y expresarme. Era la primera vez que me sentía a gusto y cómoda con una terapia individual. Y por ser tan genial hasta el día de hoy sigue siendo mi psicóloga, y la mejor. ¡Por fin una me iba a durar y no la iba a cambiar por nada en el mundo! Por fin una no me caía mal y me podía ayudar. No sé qué es lo que tiene, pero simplemente me ayudó y con eso bastó para sentirme mejor. Con el pasar del tiempo, yo mejoraba, vomitaba menos, y comía un poquito mejor. El tratamiento me estaba haciendo bien. El grupo me servía y la psicóloga aún más. Me ayudaron mucho, y los últimos cuatro meses del año pasado mejoré bastante. Avancé como nunca. Por fin estaba empezando a poner un pie afuera de la enfermedad. Si bien no me aceptaba, y odiaba mi cuerpo, no dejaba de hacer mis cosas por pesar 78 kilos. Vomitaba una vez por semana. Después dos veces por mes. Hasta que estuve tres meses seguidos sin vomitar y di un gran paso. Con la terapia grupal e individual logré pasar de grupo. A principios de este año, en enero, empecé a ir a un grupo que pasaban las que dejábamos de vomitar, o las que empezaban a comer mejor. Digamos, cuando se notaba claramente una mejoría ascendíamos. Así es que empecé a ir cada quince días y dejé de hacer el autoregistro. Estaba re bien y disfrutaba de todas las cosas que había dejado cuando estaba mal. Me gustaba ir al grupo porque me descargaba muchísimo, porque aprendía de las demás chicas, y porque la doctora nos ayudaba cada vez más. Ni hablar de la psicóloga. ¡Siempre disfruté tanto ir a las sesiones! Era increíble lo bien que me sentía después de cada sesión. Me encantaba charlar con ella. Bah, me encanta contarle mis cosas. Porque el año pasado avancé un montón gracias a ella. Logré tener la confianza que nunca había tenido con casi nadie. Su manera de tratar es especial. Tan especial que cada vez te inspira más confianza, ganas de ir y contar todo. No podés esperar que pase una semana para el próximo turno. Gracias a todo eso, había mejorado. Aunque mi estadía en el nuevo grupo no duró demasiado. En marzo de este año, me empecé a ver mal de nuevo. No sé con exactitud en qué momento fue. Mucho menos por qué fue que tuve una especie de recaída. Pero creí que no iba a durar mucho. Me equivoqué. No quería volver a vomitar, porque me había costado dejar de hacerlo. Entonces, empecé a cuidarme en las comidas. Terminé obsesionándome de nuevo, y pocos días después había dejado de comer casi, casi por completo. Estuve durante un mes y medio, consumiendo de 300 a 600 calorías por día, y bajé unos 5 kilos más o menos. ¿Cómo es que sé cuántas calorías ingería? Ah, sí. Estaba tan obsesionada que anotaba en un cuaderno todo lo que comía, como en un autoregistro, pero al lado de cada comida, las calorías que éstas tenían. Al finalizar el día, las sumaba y mientras menos calorías consumía, más feliz me sentía. Bah, no sé si tan feliz. Porque me sentía más cansada. Estaba irritable, odiosa, malhumorada, y sin ganas todo el tiempo. Nunca lo conté en el grupo porque sabía que existían posibilidades de volver a bajar al grupo anterior, así que mantuve estos días de casi ayuno en silencio. Me daba miedo contarle a la doctora. La única que lo sabía era mi psicóloga. Era la única persona en la que podía confiar ciegamente. Si bien los psicólogos tienen que mantener algunas cosas en secreto, estas otras, como lo de no comer bien, no se podía ocultar. Menos en este tipo de tratamiento. En el grupo tenían que enterarse, y yo no pensaba contarlo. Estaba muy mal y empezaba a deprimirme de nuevo, pero no quería retroceder otra vez. Mi psicóloga me decía que tenía que contárselo a la doctora, y yo no quería. Hasta que dije que sí. Mentí. Igual, no me sirvió. Porque a mediados de abril, finalmente en el grupo tuve que contar que no estaba comiendo bien. No me quedaba otra. La doctora ya lo sabía. Mi psicóloga se había encargado de contarle lo mal que yo estaba. Se enteró la doctora, después mis papás, y finalmente, sucedió lo que yo no quería. Bajé de grupo. Hace tres meses que estoy de nuevo en este grupo de recaída. Tuve que empezar a ir de nuevo una vez por semana y a hacer otra vez el autoregistro. Igual que cuando empecé. Mis papás empezaron a controlarme más de cerca y empezaron las discusiones porque yo no quería comer. Me amenazaron con quitarme algunas cosas para que yo comiera. Tuve que aceptar hacerlo. Empecé a comer de nuevo con normalidad lo que ellos me obligaban. Pero así también, empecé otra vez a vomitar. Empecé a vomitar todo lo que comía. Seguí empeorando en el tratamiento y la recaída no duró poco como yo creí. Empecé a tener atracones de nuevo y a vomitar más. Perdí el autocontrol. Todas las semanas que voy al grupo, la doctora nos pesa. Yo seguí bajando. Desde marzo hasta ahora bajé 10 kilos aproximadamente. Ahora estoy pesando 67 kilos. Casi como en mi sexto grado de la primaria. Pero ahora es diferente a esa época. Ya no confío en mí, y sigo gorda. Vomito todos los días, dos veces o tres veces. Estoy empeorando cada vez más en el tratamiento. Y la verdad es que no quiero mejorar. Estoy cansada. No tengo ganas de intentar estar bien. No tengo ganas de nada. Estoy deprimida y tan mal como el año pasado cuando empecé con la terapia. Me gusta vomitar. La satisfacción que siento después de hacerlo, es enorme. Siempre que anotaba las comidas que vomitaba, la doctora me decía "¿Para qué vomitás si no te hace bajar de peso?" y hoy descubrí que me mintió. Ella misma lo dijo. Hoy, ella misma dijo que nos gusta vomitar porque es más cómodo, sentimos satisfacción, comemos lo que queremos y lo mismo bajamos de peso. Ya lo confirmé. No puedo dejar de comer, por lo tanto tampoco puedo dejar de vomitar, y sin embargo sigo bajando. Entonces, si vomitar me ayuda a bajar de peso, ¿por qué no seguir con esto? Mi mayor deseo siempre fue bajar de peso. Lo estoy logrando. Y lo estoy logrando así. Vomitando y ayunando. Lo único que quiero es bajar de peso. Quiero saber qué se siente ser delgada. Quiero sentirme una persona normal y no obesa. Quiero ser pequeña y flaquita como cuando nací. Frágil ya lo soy. No quiero ser obesa toda mi vida. Si siento una alegría enorme cada vez que la doctora me pesa y veo que bajé, ya no me importa nada más. Si por fin hoy me entró el short blanco divino que usaba en el 2007, ya no me importa otra cosa que seguir bajando. Si cada vez que mis amigas, o mis profesores en el colegio me dicen "estás más flaca" puedo sonreír nuevamente, nada me importa. Si cada día encuentro una prenda nueva en mi placard para achicar, no me da miedo nada. Eso que la doctora me dijo claramente "Sí, estás contenta porque te entró el short. Y ahora me decís que a esa remera te la achicaste. Seguí achicándote la ropa nomás. A vos te parece bien, pero con esta calidad de vida, no creo que llegues muy lejos..." Eso me dijo, y la verdad que no es que me entre por un oído y me salga por el otro, pero no me frena el daño que pueda estar causándome. No me importa la mala calidad de vida que pueda estar teniendo. Todo me es indiferente. No me siento enferma cuando todos los análisis me dan bien. Mi potasio está perfecto todavía. Y yo, sigo bajando. No hay nada de qué preocuparse. Deberíamos estar todos felices. Cada cual con lo que uno quiere. Yo estoy bien. Bueno, a veces no. No sé. Todo esto me confunde. No creo en las amenazas de mi doctora. ¿Que me va a mandar a un hospital de día si sigo igual? ¡No me importa! ¿Que puedo morirme ahogada en el vómito? ¡No me importa! ¿Que voy a perder el esmalte de mis dientes por tanto vomitar? ¡No me importa! ¿Que mi esófago se va a quedar sensible, y después voy a vomitar sin ayuda de mis dedos? Mejor ¡no-me-importa! Quiero seguir vomitando, quiero seguir ayunando, QUIERO SEGUIR BAJANDO DE PESO. Si es lo que siempre quise, ¿por qué desaprovecharlo? Nada me puede frenar ahora. Estoy demasiado deprimida como para que me importe mi miserable vida. Lo único que me importa, es el daño que puedo causarle a mi familia. Pero por eso intenté en varias ocasiones ocultarles la verdad. Por eso mentí diciendo que no vomitaba y que comía. Para no preocuparlos. Últimamente hasta a mi psicóloga le estuve mintiendo diciendo que había dejado de vomitar. A la doctora era normal mentirle. Pero ¿a mi psicóloga? Nunca le mentía. No quería que nadie se enterara de lo mal que estoy. Aunque no es tonta, supongo que se daba cuenta lo mismo. Al último ya se enteraron todos. Mi doctora, mi psicóloga, mis papas. Pero lo que menos quiero es que estén mal. Quiero que entiendan que algún día esto va a pasar. Ahora me estoy negando a curarme, es verdad. Pero porque no me siento tan enferma como todos los demás dicen. No estoy tan enferma como todos exageran. Conozco mis límites. Sé cuándo dejar de vomitar y cuándo comer bien. Sé en qué momento voy a parar. Cuando esté conforme con mi cuerpo, y por fin sea delgada como siempre soñé voy a estar mejor. Y todos vamos a ser felices. Yo delgada, yo curada. Ellos felices, ellos conformes. Nadie deprimido. Por ahora, lo que más mal me hace sentir es verlos a ellos tan mal y confundidos. No me gusta verlos desorientados. Sólo quiero que sepan que estoy consiguiendo lo que siempre quise, y tarde o temprano voy a estar bien. Reconozco que lo que estoy haciendo a lo mejor está mal. Pero me hace sentir bien bajar de peso. No quiero engordar nunca más en la vida. Nunca más en la vida quiero volver a pesar 89 kilos. Quiero asegurarme de ello adelgazando más. Sacando ventaja y pesando menos de lo que peso ahora. Para no acercarme ni en mis pesadillas al número 89 otra vez. Estaré mal, pero no perdí del todo mi razón. Todavía pienso con lógica algunas cosas. Así que no pretendo pesar 45 kilos, cuando tengo genética de sobrepeso. Sé que es un sueño imposible. No estoy pidiendo ser una persona desnutrida. No estoy buscando pesar menos de lo indicado. Simplemente quiero sentir que encajo con los demás. Quiero sentirme bien conmigo misma. Quiero sentirme bien con mi cuerpo. Quiero vestirme bien y que me quede bien. Quiero deslumbrar. Quiero dejar de ver a la obesidad en el espejo. Quiero lograr lo que un día me propuse. Quiero demostrarles a mis enemigos, a los estúpidos que con suerte se quedaron en el pasado, a aquellos que algún día me dijeron "no podés", que sí puedo. "No hay mayor placer en la vida que lograr aquello que los demás dijeron que no lograrías". En fin. Insisto. Quiero que todos los que están a mi alrededor estén bien. Algún día voy a mejorar si eso es lo que quieren. Por ahora no puedo. Hubieran consultado un diccionario de sinónimos en vez de una biblia para ponerme mi nombre. Hubieran visto la opción número 2 del significado. Además de "nacimiento" nadie se fijó en los demás sinónimos que mi nombre tiene, ¿verdad? En el diccionario dice claramente: "Belén: Enredo, embrollo, desorden, lío, confusión." ¿Qué otra cosa pretenden de mí? Está clarísimo. Esta es mi vida y mi destino. Esto es lo que soy: un total y perfecto desorden.
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