El caso de los zapatos (Diario).
Publicado en Nov 09, 2012
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Nadie. Ya no queda nadie en el paraíso mental de nuestras materias psíquicas. El tiempo no borra nada. El tiempo, al revés de lo que creen hacernos pensar los falsos dioses de la literatura, no borra absolutamente nada. Es por eso por lo que tenemos copias exactas de todos nuestros bagajes culturales. Absolutamente de todo desde mis 9 años de edad cuando, de repente, el gato de Honorato se cruzó entre mis redacciones escolares y un poco de imaginaciones más... La vida es, ahora, un fluorescente fluir coetáneo de hermosas primaveras etarias. Si. Sólo 16 son los años de tu Sueño. Solo 18 los de mi Realidad. Decididamente me gustan tus claveles rojos señalándome que soy tu arboleda florida. Dieciocho años tengo enhebrados en esta enredadera de pensamientos convertidos en literatura para afirmarte que soy un escritor anclado en el pentagrama de un triángulo esencial formado por los vértices de Madrid (alba del hospital de nuestras necesidades), Segovia (viaje iniciático en nuestra etapa primaria) y Murcia (tangente unificadora de tu cuerpo y el mío en esta playa donde todo está ardiendo en llamas junto a tu cuerpo). Nadie. Nadie jamás podrá evitar que tú seas la heroína de mis libros...

Pero el caso de los zapatos es de antes de todo esto. El caso de los zapatos era aquella clase de dificultad que había que superar, día tras día, para aprender a anudarse los cordones y no llevar los zapatos como "adanes en el paraíso infantil". Costó un poco acertar cuál era el mejor sistema para anudarse los cordones de los zapatos y que durase la lazada todo el santo día. Lazadas. Ese era el problema. ¿Cómo conseguir la técnica de hacer lazadas que durasen 24 horas? Y una vez conseguido esto venía la segunda parte que era mucho más importante, interesante y hasta estresante: limpiarse los zapatos con bayeta y betún.

Nuestros zapatos eran siempre de color marrón así que la primera opción a elegir era fácil: Betún Búfalo marrón en lugar de Betún Búfalo negro. Los Nugget eran para las gentes de más dinero; los que usaban zapatos acharolados para deslumbrar a las baldosas del suelo. O los de los zapatitos blancos como de niños pijos siempre bien repeinados y que nunca jugaban al fútbol en las campas, campos y otros lugares "duros" de la vida. Así que teníamos que utilizar las cajas redondas (entonces no existían los tubos tipo sprays con los que, hoy, con un simple apretar al botón los zapatos quedan más lindos que los chorros de la Alhambra) que ya eran hasta difíciles de abrir.

Tras conseguirlo después de aprender la técnica suficiente como para que el contenido pastoso de los Búfalo de color marrón no cayera al suelo o no se cuarteara y apelmazara con el paso del tiempo; había que realizar toda una ceremonia: en primer lugar, antes de untar aquella pasta marrón sobre la urdimbre de los zapatos, había que limpiarlos con cepillo hasta dejarlos libres de manchas de barro, polvos de los caminos de La Elipa y deslustres por la caída del pringue de los aceites de aquel pan que empapábamos de jugo de olivas. Y una vez bastante bien limpios (era imposible dejarlos limpios del todo) comenzaba la ardua tarea de tomar el trozo de bayeta y, con los dedos que siempre se manchaban de pasta -por mucho cuidado que pusieses en la operación-, ir untando toda la urdimbre de la superficie de aquellos zapatos, siempre de color marrón, que parecían de cartónpiedra, teniendo mucho cuidado de poner más cantidad de pasta Búfalo marrón en las desconchuras producidas de tanto patear pelotas de gomas, tapones de garrafón, chapas o cualquier otro artilugio más o menos casero con los que aprendíamos a jugar a ese dichoso fútbol que traía por la calle de la amargura a mi madre mientras mi abuela se santiguaba cuando veía los zapatos en aquellas condiciones "catastróficas".

Pero era necesario que nos durasen toda la temporada -a veces hasta dos o tres años incluso sin cambiar de zapatos- y por eso lo más importante era, después de bien untadas las urdimbres del par marrón- frotarlos a velocidad de relámpago, agitando bien las brazadas, hasta dejarlos más brillantes que las hebillas del Flautista de Hamelin y aquellas gentes del medievo centroeuropeo que veía yo dibujadas en cuentos como Hansel y Gretel, El sastrecillo valiente o vaya usted a saber qué cuentos más.

De vez en cuando era mejor echarle cuento al asunto y decir que los zapatos estaban bien lustrosos para durar un par de temporadas "futboleras" cuando, en realidad, a la media hora volvían a perder la color y seguían tan "irregulares" como antes de abrillantarlos con "dedo y bayeta". Cosa de zapatos de aquellos en que los dedos de los pies se te amontonaban los unos encima de los otros pero que era necesario soportar para aprender a ser hombres incluso antes de tiempo. La caja de limpiabotas era como la caja de Pandora: una vez abierta nadie te salvaba de tener que llevar a cabo toda la ceremonia para que no te cayese, encima, una bronca monumental. Abrir la caja de limpiabotas era enconmendarse a Dios para que todo lo que ocurriese después fuere para bien y no para mal. Para que luego vengan diciendo los niños pijos de hoy en día que era muy fácil aquello del caso de los zapatos...
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Foto del autor José Orero De Julián
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Palabras Clave: Diario Memoria Recuerdos.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Personales



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