En el silencio de la noche, sin la mirada fija de la gente, sin el juicio sesgado de aquellos que cada día tratan de evaluarnos como si de juguetes de plástico se tratara. En la inmensidad del cielo, en la belleza de la oscuridad adornada de estrellas, que más de una vez aparecen como guías en nuestro camino. Ante un espejo y a veces su cruel reflejo. Ante la desnudez del alma. Ante el despojo del disfraz, de la máscara con la que cada día cubrimos nuestro rostro. Ante el cara a cara contigo mismo, no te queda más que ser sincero.
Aquí ya no cuentan los juicios, ni las apariencias. Poco importa el dinero o tus vestimentas. Da igual quien seas o quien crean que seas. Si duermes en una cama de oro o en una de paja. Si tu tejado está bien sellado o lleno de goteras.
Ante la inmensidad del ser humano sólo cuenta lo que no se ve, lo abstracto. Lo que por no palparse casi ya no se valora, lo que por no estar en la superficie parece inexistente. Cuando la verdad es que la inexistencia de tales cualidades, de tales valores deja en punto muerto las demás facetas de la vida. Sin ellas el actor no podrá llevar a cabo una buena obra.
Siendo la obra más importante de todas. Siendo una obra que no tiene ensayos, que no admite el reinicio y que tampoco perdonará ningún fallo, parece sensato calibrar la balanza hacia dentro, restando importancia a nuestra máscara o al escenario. A fin de cuentas es la obra de nuestra vida y vida..., vida sólo hay una.