MHOMJE - Como agua y Aceite
Publicado en Nov 25, 2012
Como agua y aceite
Sabed interpretar mis palabras. No cierres los ojos No es como que la mañana hubiese menguado rápidamente; sino que pareciese no haber podido existir. El tiempo estaba oscuro, dándoles una expresión hostil a los bosques colindantes a la institución Samura. Todo árbol de Hitachi se remecía con el viento; pero eran aquellos que rodeaban el liceo, los que bailaban suavemente, en un ritmo optimista y conciliador. No obstante el vals pasaba a un vivo heavy metal; dónde la música y el baile no parecían estar a par. El entrenamiento había acabado hace ya mucho. Tomo mi equipo estaba duchado, y gozábamos de la comida en un amplio comedor. Estábamos solos allí. Era tal la costumbre de ser los últimos en salir del entrenamiento, que por lo general el equipo comía solo en la estancia. Y faltando no mucho más que cinco minutos para nuestras clases, muchos siquiera habíamos probado bocado. Era Véncers el único que estaba en la primera mesa. Todos demás acostumbraban a sentarse al final, y pues, mi reducido tiempo me obligó a no seguirlos. Me senté junto al rubio, a su frente para ser más preciso. Yo lo miré una vez dejé mi bandeja y no pude evitar un malestar sañoso al notar su paciencia e indiferencia. Aún así no supe de qué iba. — ¡Steve! Venga con nosotros hombre — ostentó Marc King Aquel hombre cuya tez morena relucía entre tanta palidez, me hablaba sin mirarme a los ojos. Los suyos recaían en el jugador estrella, despreciándolo en una mueca de asco. Véncers se limitó a seguir con lo suyo, a pesar de intuir lo que pasaba. Sus facciones eran de un aborrecimiento irritante, y juro haberle hecho caso a Marc si de verdad no hubiese estado corto de tiempo. Un sentimiento que no estaba muy fuera del atacante King, se apoderó de mí, haciéndome perder el apetito. Dejé mi bandeja sin probar y salí del rellano. Lamenté no haber almorzado cuando puede. No llegué tarde a clase de castellano, pero inmediatamente el sopor del tema me embriagó. Maldita sea – pensé. Otra vez la declamación de poemas; su clasificación... No lograba realizar nada así me esforzase por mantener la concentración. Castellano no era del todo mío; y al cabo de un rato sin avances, dejé de lado aquel éxito de Neruda para divagar fácilmente. No me concentré en una cosa. Mis ojos viajaban de un lugar a otro, intentando no cruzarlos con los del profesor. Adriem Goldman era un hombre alto, de complexión fuerte, y de unos rasgos suaves casi angelicales. Tenía un aire de superioridad exquisito, casi como si de un buen dulce se tratase, más así, podía ser demasiado ácido y, ¿Por qué no? Hasta picante. — Señor Salders… — su voz no logró sacarme del sopor. Su voz era grave, de un espesor atrayente y perturbante. Sus ojos se posaron sobre los míos en una expresión astuta y calculadora. Estuve obligado a verlo. Sabía que me estudiaba con sus ojos ámbar, brillantes por la tarea extra que de seguro me haría ejercer. Intuía que tenía noción de mis progresos acerca de la asignación que estaba intentando hacer. Todo parecía andar igual. La responsabilidad por los malos actos recaían sobre mí, así no los estuviese ejecutando por placer. Bajé mi mirada en una mueca de fastidio. Un regaño, una tarea extra; una nota para mis padres, un castigo; y para mejorarlos, hablar con el psicólogo del liceo. Como odiaba al profesor Goldman. La tenía agarrada conmigo, eso era más que seguro. ¿Y qué podía hacer? Sin más preámbulos me interné en mis obligaciones, amargado y con punzadas en la sien. ¡Odiaba los poemas de Neruda! Siempre habían sido interesantes, más nunca lograba interpretarlos. Aquel poeta y yo no veíamos el mundo de igual manera. Como agua y aceite — pensé con mucha lentitud. El momento parecía escurrirse por las rejas de mis recuerdos; remoto y lejano… Sí, claro. Lejanos serían unos cuantos partidos si llegaba a reprobar aquella materia. ¡Maldito Adriem Goldman! . . . No eran siquiera las tres de la tarde y yo ya quería que ese día se fuese a la basura… al igual que todos los lunes de cuatro horas de castellano. Estaba en el patio, sentado en la grava a los linderos del bosque. Quería salir corriendo de aquel lugar, lo más alejado posible de los estudios. Pero internarme en el amasijo de colores guturales del frondoso paraje no haría más que acentuar el sentimiento de opresión y encarcelamiento. Los fuertes pinos a la distancia parecían compartir mis lamentos; a merced del bravío viento acompañado por la poética lluvia ceremonial. Me reflejé en ellos, cuando todo parecía durar para mucho. Estaba a merced de un profesor, con su bravío espesor de letras que, aunque lograban remecerme, no podían derrumbarme. — ¿Cómo te fue con el profesor Goldman? — Preguntó su voz… — No lo sé… — le contesté apesadumbrado Oí su suspiro cerca, muy cerca. Yo no hacía más que ver el paraje a mí alrededor. Miraba la lluvia cayendo, las hojas remeciendo en la copa de los árboles; lodo y más abetos; pero no a él. Sin pensarlo mucho descubrí que no tenía ganas de mirarlo a los ojos. Ya bastaría con su presencia y de seguro con su sermón. — ¿Cómo que no sabes Steve? Allí empezó. Sus inesperadas palabras conducían suavemente por una carretera abrupta: mi mente. No estaba para esas “por debajito”. Suspiré con impaciencia atreviéndome a responder: — ¿Ves los árboles danzar en el espacio? – Señalé los abetos más altos — así estoy yo. Sus ojos miraban más allá del lindero del bosque, con una expresión reflexiva; y no tuve que ser adivino para suponer lo que estaba pensando. — El viento sopla a su ritmo, meciendo las copas de los pinos, aprovechándose de su altura y su baja densidad para someterlo al vaivén de un vals sin descanso — expliqué sin ánimos — Sus hojas pueden caer, más todo él no. Pues posee un tronco fuerte y unas raíces acidas al suelo. Sus bases son su fortaleza Steve, ¿Qué no lo ves? — Claro que lo veo… — divagué, buscándole las cinco patas al gato — Puede que esté allí, de pie, de pecho al problema. Pero… ¿Le has preguntado acaso si quiere estar allí, bajo el yugo que lo somete? ¿Ha acaso sabido responderte? — Ese no es el problema Steve, lo sabes bien. — Me miró de frente. Su seriedad era devastadora — si no es el viento, es la lluvia, y si no cualquier otra cosa. Todos tenemos problemas, la razón no importa; lo que sí importa es que tenemos que saber sobreponernos. Lo bueno está por encima de lo malo. — ¿Y qué me dices si todo ataca de una vez? ¿Qué pasa si las cosas malas superan a las buenas? ¿Qué si no tengo cosas buenas? Mi cansancio mental era fuerte. Quería simplemente echarme a llorar sin pensar en reparos; sin pensar siquiera en si eso me ayudaría o no. Fue allí el momento de desconectar mi cerebro; pero para mi desgracia el problema no era del pensamiento si no de mi alma. Lagrimas cayeron, y no las contuve. Lloraba suavemente, intentando reprimir sonidos y pataletas sin ninguna causa más que el escándalo que éstos podían provocar. No estaba para escenitas, sin embargo no dejaba de llorar. — ¿Cómo que no? — su pregunta dejó de lado el asombro para ser cruel en mi alma. — Tu familia, el equipo, tus amigos… Cabeceé con brusquedad para ocultar el dolor de aquellas palabras. Sentía mis lágrimas caer con más fluidez. Eran ellas las que nunca me destrozarían más que las siguientes; pero aún así, habían dejado un hueco sangrante; habían abierto la herida. Gruñí con orgullo. — ¿Ves aquellos robles de allá? — Su voz no dejaba paso a la inclemencia Miré hacia donde su índice señalaba. Efectivamente eran dos robles de un follaje exuberante. Sus colores vivos no eran opacados por la llovizna y se remecían cada uno a su ritmo a pesar de estar muy unidos. Sistemáticamente me obligué a pensar en una reflexión; pero yo no veía más que parte de lo mismo. Si es que la cosa no estaba dirigida al cambio de especies. — El viento abraza desde el oeste, golpeando en su brusquedad al árbol más alto. ¿Notas como muy poco se mueve el más bajo? — Ajá… — le invité a hablar — ¿Y qué si fuese al revés? — Me preguntó en tono reprochador — El árbol más bajo amortiguaría el viento… todos tenemos problemas Steve, al igual que esos robles; pero sólo unidos pueden aguantar la adversidad. El árbol es tu amigo, yo soy tu amigo — Exacto… es su amigo y nada más — le contesté, entrando en un terreno peligroso — ¿Por qué no puede ser su amor? ¿Lo que desea en la vida?... ¿Tú responderías esa pregunta? — ¡Steve! — Indagó. — Dijiste que tú no sabrías responderle a las preguntas sentimentales hechas ¿No? — Esperó a que asintiera para continuar — ¿Por qué entonces no le has preguntado tú? No supe qué responderle. No había esperado aquella facilidad de palabras, y mucho menos su respuesta. ¿Es que no había siquiera pensado en la remota posibilidad de que fuese de quien le estuviese hablando? Hice un esfuerzo por no burlarme de su ingenuidad. Pero no puede evitar alzar las cejas con saña. — Sabes… no es tan fácil — fue lo último que le contesté. Me levanté con brusquedad, marchándome con mi orgullo por delante. No sé que, exactamente, fue lo que me molestó. Si le parecía tan fácil mi situación… bueno, debía reconocer que no podría tener ni idea de nada, de seguro…
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