Al levantar el sueño y sentirnos nosotros
abrazados al ligero resplandor de la esperanza
¿estamos, tal vez, cultivando el temblor de las cosas?
Cualquiera que sueña es cualquiera que vive...
cualquiera que vive es cualquiera que abraza...
cualquiera que abraza es cualquiera que siente. 
De blanco entera el alba,
novia del altar de nuestras pasiones,
nos hace luz de futuro y sensación. 
 
 
Es el signo de los fines interminables, 
jinete del camino y las promesas,
el que salta en el vacío y se contempla
más allá de nuestro propio afán; 
ese espejo de sitios en el aire 
que nos hace ver todo el retorno.
 
¿A dónde retornan nuestras manos
para asir el cuerpo de las emociones?
Engalanada la distancia de las cosas
nos sujetamos a una sola pregunta:
¿dónde estará mañana mi conciencia?
Y nos responde la voz de lo íntimo
y perpetuo existente en nuestras almas. 
 
 
Infinita. Infinita alma de sentires
que se ensancha en las horas del misterio
y allí, en el silencio de los tiempos,
somos ayer, somos hoy, somos futuro. 
 
 
Brotan los minutos de la memoria
y nos invertebramos en mil destinos diferentes.
Somos viajeros de la mente...
somos amantes del Destino.
Trazos de sombras hechas de luces 
como albas que perduran en el tiempo
y entonces llega el momento
de ser lo que somos enteramente. 
¡Qué luz más convertida en palabra
se nos convierte en vida!
 
 
Despertar con la fe al alcance de los dedos 
y tocar... tocar ese sueño intemporal
que nos llena los ojos ya abiertos
cuando la mano alentadora del amor
nos abre la puerta del ensueño.
Despertar. Esa manera de contemplar la vida
entre mundos que existen en las horas
y llenamos ese afán que nos perdura 
desde el eje cotidiano de lo eterno.