3. MHOMJE
Publicado en Jan 13, 2013
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No
A pico, tierra y pala.
 
 
Para cuando la mañana se acercaba, el clima no había mejorado. El viento hacía de las suyas mientras que la grotesca lluvia bañaba todo el suburbio. El frío era impasible.
         Aquella habitación daba vueltas, centrifugando los colores de rosa a vino tinto. La oscuridad era casi total, más los cuadros en las pared contigua rezaba en nombre de la casa una oda inverosímil, con los rostros difusos en una mueca de horror como si quisiese representar la obra del grito.  Las manchas del techo me veían sin ningún apremio, me sentía suspendido, observado y tristemente atrapado entre unos ojos que me agudizaban en la oscuridad. No sé si me lo estaba imaginando, o si simplemente estaría soñando;  pero cuando abrí los ojos todos aquellos matices de colores, las manchas y los cuadros se había sumido en la completa oscuridad. Estaba en la habitación, en una de las cuantas que mis manos y mis ojos habían discernido. La luna a pleno madrugar se filtraba por la cortina del este; una luz atrayente. Azul y plata danzaban juntos, cerniéndose por el vidrio de la ventana. Y sin pensarlo dos veces me sentí una polilla, una mariposa negra bañada por el reflejo de la luna, un augurio de mala calaña que en esos momentos me hacía sentir indiferente. No había forma de quitar los ojos de la luz. Me sentía absorto y de seguro apacible; aferrándome a la única fuente de paz dentro de tanta hostilidad. Pero no debía. Siendo yo aquella mariposa en vuelo, no debería caer en la tentación de aquella luz fluorescente que abrasaría todos mis sentidos, la que se llevaría parte de mi vida. No debía cometer aquel error.
         Sin embargo no sé por qué me levanté. Quizá fuese porque aquel insecto no era más que una interpretación teatral de mis sentimientos. O quizás no pude resistirme más a los rayos de una  hermosa luna. O simplemente el destino sabía que ese momento era para mí. Él sabía que me gustaba observar el crepúsculo, la vela de la noche en una mueca fría y silente. El ruido de la lluvia golpeando las coníferas y a la baja densidad de la luz unos ojos amarillentos pasaban surcando el Danubio: un charco de agua sucia. 
Le sostuve la mirada a tan elegante vuelo, hasta que los ojos amarillos del búho nival se perdieron entre el follaje. Me quedé allí parado frente a la lluvia taciturna de la noche, vislumbrando en mi mente una escena desfigurada a causa del alcohol. «No quiero más» le decía yo, aunque seguí sorbiendo cada vasito de alcohol que ella me servía.
— Toma una más — me decía ella con su voz embriagada
— Que no quiero — le replicaba
Y al cabo de dos segundos se lo arrancaba de la mano casi como si fuese un juego. Lo empinaba y me lo bebía de un trago. Y eso era lo único que podía recordar: nosotros dos, los vasos y una botella ya por vaciar de Cacique. Los demás detalles los podía recordar por pura intuición. La vislumbraba a ella sentada con los pies recogidos y a mí lanzado a la deriva por el alcohol, la luz proveniente de la chimenea y el crepitar obstínate del fuego; el hielo en el vaso, el sofá, la mesita del centro, las escaleras y los cuadros. Pero aquellos detalles se me hicieron lejanos, como si mi mente me pidiese que viese sólo aquel par de borrachos dentro de un reflector invisible.
         Ladeé la cabeza a vislumbrar. El cuarto a mi espalda se quedó más a oscuras si era posible. No lograba adivinar más allá del resplandor azulado de la luna y mi sombra con ella. Sin embargo no gasté muchas energías en confirmar donde estaba. La habitación, los cuadros, los colores y las marcas del techo vinieron a mi mente por inercia. Las sábanas, las almohadas, los edredones y las cortinas; la cerámica, las alfombras y mis pantuflas. Todo lo veía claramente. La mesita de noche, el radio-reloj, la lámpara, unas pastillas y un vaso de agua; el espejo, un mohoso escaparate, las telarañas en las esquinas y mi esposa. Uhg… mi esposa. 
Me invadió la idea de su cuerpo desnudo dentro de las sábanas blancas. Delineé con la imaginación todos sus contornos. Sus pechos en dos montañas pequeñas y blancas, lisas y perfectas sin ninguna arruga; el contorno de sus muslos y la suave caída de la tela en su entrepierna; sus manos abiertas en un intento de atrapar quién sabe qué; y los pies sobresaliéndole con soltura, mostrando una piel tostada. Quizás su cabello se encontrara esparcido sobre la almohada, buscando con ello seducir al hombre quien estuviese a su lado; una pierna cruzada tentadoramente y un gesto de profunda sumisión entre el rostro de malévola. Sus cejas alzadas casi invitándote al reto, los labios pequeños, lisos y curvos en una mueca de superioridad y un lunar no muy marcado cerca del ojo izquierdo.
Quizá fuese la mejor visión de ella; pero sin duda alguna no la encontraría así. Tan diosa como ella quería aparentar, no era. Y a lo mejor fue por ello que no me llevó mucho tiempo darme cuenta de lo marginal que era. De sus faldas cortas de azul intenso y un hilo negro; una camisa blanca y posiblemente una braga del mismo color que su ropa interior. Unas piernas a mal afeitar; un sentar arqueado y de piernas abiertas; y el sudor que resbalaba desde sus muslos internos, como si el horno que llevase allí nunca dejase de calentar.
Eso sí que era la vida cotidiana. Lo de ayer, lo de hoy y lo de mañana.
Lo de ayer...
 
 
 
En la sala, a esas horas, no me esperaba nadie. La estancia era amplia y de un color pastel aborrecible. Yo estaba sentado en la esquina del mesón, esperando con ansias una taza de café mientras que afuera nada parecía cesar.
Me encontraba abatido y entre lo que cabe mareado. Desde luego que todo se debía al estado de resaca; más no pude encontrar dentro de mí la razón por la cual un vacío me abrumaba. Quizá hubiese sido el acto de la noche pasada, donde el alcohol bañó mis sentidos y terminé en la cama con Kate; pero con todo y ello, parecía que faltaba una pieza del rompecabezas. Una que yo sabía cuál era, pero que no podía recordar. Ya averiguaría lo que estaba pasando.
Después de todo, primero era lo primero. Tendría que enfrentar la mañana del domingo en el hogar, con una mujer que insinuaría la aventura de ayer como medio de restablecer aquella relación que hace muchos años ya se había acabado; y con un hijo que desde luego afianzaría aquel gesto como su pase a la indiferencia.
La luz parpadeaba a lentos intervalos de tiempos, y con la fuerza de un aroma embriagador, la cafetera dejó de escurrir el líquido marrón oscuro. Serví una taza de café.
El sabor amargo me cayó bien. Más aunque eso aliviase el estado físico, mis sentimientos no habían menguado en lo más mínimo. De hecho, cada segundo transcurrido me mortificaba aún más. Era como si a cada momento me acercara más a la respuesta, a una respuesta que de seguro me quedaría grabada para el resto de la vida. ¿Y qué demonios me pasaba? Haciendo conjeturas al azar no iba a resolver mis problemas. Por lo tanto preferí no darle muchas vueltas al asunto.
«Bendición» Y como anillo al dedo; Steve entraba en la estancia.
— Dios te bendiga — contesté con una sonrisa en el rostro
Aún no había logrado ver al hombre en mi espalda, y estaba seguro de que no voltearía a verlo. Me interné en mi taza de café, cerrándome casi herméticamente. Steve Salders se sentó unos metros más allá, cogiendo una taza y sirviendo aquel líquido oscuro. Tuve la vaga idea de decirle que no tenía azúcar; pero al parecer no hizo falta.
«Uhg» su quejido me dejó a ver que el café estaba demasiado fuerte para él. Y sin planteármelo mucho le lancé un gesto para que cerrara la boca. Aún así, no fue suficiente.
— ¿Cuánto has bebido ayer? — No le contesté y prosiguió — Sabes que hoy tenemos juego a eso de la una.
 Me atrevía a mirarlo de frente, haciéndole caso omiso a mi orgullo que me gritaba furioso que ya lo sabía. Más sin embargo, como eso no me lo creía ni yo mismo, pregunté:
— ¿Todo está listo?
— Sí… — fue lo que contestó antes de dudar
— ¿Qué pasa? — la pregunta sonó a amenaza
— Véncers no irá
Aquellas palabras me golpearon. ¿Cómo no iría mi jugador estrella?
— ¿Cómo?
— Su madre dice que no se encuentra bien
Y si pensé que las palabras anteriores me habían golpeado; éstas de seguro que dejaron un hueco en mis pulmones, en mi garganta, en mi estómago; y por muy cursi que sonara, en mi corazón. Aquel ataque de escopeta me dejó fuera de sí.
La taza de rosas blancas cayó al suelo, haciendo que las flores se tiñeran de marrón.

 
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Foto del autor Nelson Pérez
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Descripción

Historia

Palabras Clave: Homo MHOMJE

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficción



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