LA MUJER QUE TENIA FRÍO
Publicado en Jan 22, 2013
LA MUJER QUE TENÍA FRÍO
1 Tengo frío. Siempre tengo frío. Es una sensación horrible. Mi madre dice que es porque nací en mitad de la nieve. Se puso de parto en la calle en pleno mes de enero y fue todo tan rápido que no dio tiempo a que llegara la ambulancia. No sé si será por eso, yo sólo tengo claro que siempre he tenido frío, desde que puedo recordar. No conocí a mi padre; se largó cuando mi madre se quedó embarazada. Ella siempre se ha portado muy bien conmigo, incluso me llevó al médico para tratar de averiguar la causa de este frío intenso y perpetuo. Como nunca lo supimos, pintó mi cuarto de color rojo y forró toda mi ropa con borreguillo para que nadie notase que iba más abrigada de lo habitual. Mi paso por el colegio lo recuerdo como una pesadilla. Siempre tenía frío, lo que me impedía hacer amistades porque nunca salía al patio en el recreo, ni iba a patinar en invierno, ni a la piscina en verano, tampoco a tomar un refresco, ya que nunca tomo alimentos que no estén calientes. Yo sólo deseaba que acabase la jornada escolar para volverme a mi adorada habitación roja y estudiar, estudiar mucho. Me encantaba estudiar, sobre todo ciencias. El estudio decidió mi futuro: gané una beca para la Universidad de Columbia. Soy programadora informática, quizá la mejor del país, y, desde luego, una de las mejores pagadas. Hace ocho años la multinacional McAllister & Levison me fichó, lo cual me permitió mudarme de Queens a Manhattan a un apartamento con chimenea. Me gusta Nueva York más que nada en el mundo, a pesar del frío que hace. Trabajo mucho en casa, fue la primera condición que puse y fue aceptada. Además, viajo bastante por motivos laborales, he estado en Florida, California y el Caribe. He pensado en la posibilidad de irme a vivir allí, aunque también tengo frío En cuanto empecé a ganar dinero, retomé el tema de los médicos. Recorrí la consulta de unas cuantas eminencias que no me resolvieron nada. Hipotermia congénita, decían. Que me abrigase, decían. Que no tenía remedio, decían. A pesar de todo, mi aspecto es saludable. Todos los días voy al solarium, pues allí hay un calorcillo agradable que me relaja mucho. Estoy perpetuamente bronceada. Supongo que soy guapa, pues tengo éxito entre el sexo contrario, pero yo no les correspondo. Sí tengo mis necesidades de vez en cuando, por suerte mi frigidez no se ha extendido hasta ese campo, y las satisfago bajo ciertas condiciones, siendo la principal que no me gusta desnudarme, por razones obvias. No es sólo el cuerpo lo que tengo congelado, mi alma también lo está. El frío desplaza a las demás sensaciones. No soy capaz de amar ni odiar. No siento nada, salvo el frío. Solamente hay dos personas en el mundo que me comprenden: mi madre y Jill. Jill fue mi compañera de habitación en la universidad y sufre un trastorno bipolar. Se preocupa mucho por mí. Un día llegó a mi apartamento un poco nerviosa e inquieta, se notaba que estaba en la fase eufórica, a pesar de la medicación, y empezó a decirme que aquello que llevaba yo no era vida, que no salía, que no me relacionaba, y que me había concertado una cita a ciegas con su amigo Jonas, pues estaba convencida de que estábamos hechos el uno para el otro. Visto que cuando estaba así no atendía a razones, le prometí que saldría con su amigo una noche. 2 Resultó que Jonas era divertido, guapo y simpático, todo lo divertido, guapo y simpático que le podía resultar a un corazón de palo como el mío. Estábamos en un local del Village tomando un café y la tiritona me impedía disfrutar de la cita, como siempre. Él. en cambio, no daba la menor muestra de estar incómodo con la temperatura, a pesar de que sólo llevaba una camiseta blanca de manga corta muy ceñida, que marcaba sus bíceps de gimnasio. Tenía una sonrisa muy atractiva. -¿Tienes frío? –Me preguntó con amabilidad, al ver que no cesaba de abrazarme a mí misma. -Sí. –Le contesté yo. –Es que padezco hipotermia ¿sabes? El sonrió como si ya lo supiera. -Algo me comentó Jill. Pues si quieres podemos ir a mi apartamento, vivo sólo a dos manzanas de aquí, es muy caliente y te haré un ponche delicioso. ¿Te hace? Sí, me hacía. Me daba igual, en realidad, pero le había prometido a Jill que le daría una oportunidad, y salimos del local, yo con mi plumífero forrado de piel, él con su ligerísimo jersey de algodón sobre los hombros. Estábamos a finales de abril, y calculé que habría unos trece grados. Vivía en el típico apartamento de ladrillos del Soho, diminuto y lleno de banderines de diversos equipos de fútbol y béisbol. Hacía frío. Él lo notó y arrimó una estufa de aire caliente al sofá en el que me había sentado. Tomamos un ponche delicioso, realmente. Y por fin conseguí sacarme el plumífero. Jonas se debió sentir animado por ello, pues decidió pasar a la acción enseguida y comenzó a besarme. Intenté corresponderle, sobre todo por Jill. Además, era una sensación agradable y hasta le permití que me tocara un poco por encima de la ropa. Es hoy el día que no puedo recordar cómo el sofá se convirtió en cama ni cómo fue capaz de desnudarme de cintura para abajo sin yo enterarme, ell caso es que fue así, pero me negué en redondo a sus intentos de sacarme la parte de arriba cuando tiró, con impaciencia, de mi jersey, camisa, camiseta de manga larga y camiseta de tirantes a la vez. Él me miró casi horrorizado. -Pero… ¿cómo que no? No pretenderás que lo hagamos así ¿No? -Pues sí. –Constesté yo, enfadada. –Tengo frío. ¿No recuerdas que tengo hipotermia? -Mira, te lo juro, te lo prometo… no pasarás ni pizca de frío. De verdad te lo digo. Confía en mí. Me dio un poco de lástima y, acordándome de Jill y de toda su parentela, me dejé desnudar por fin. Me acosté de espaldas y procuré relajarme y olvidarme de que ninguna prenda me cubría. Estuvo bien, para qué decir lo contrario. Pero fue distinto a otras veces. De repente sentí una sensación vagamente conocida, la misma que tenía cuando estaba tumbada en el solarium, pero multiplicada por cien, por mil. Era calor. Era calor por fin, no me lo podía creer. Y a continuación un orgasmo brutal me dejó fuera de combate. Creo que por eso me quedé dormida, pues normalmente me marcho nada más acabar. Cuando desperté eran las diez de la noche. Jonas estaba durmiendo profundamente de espaldas a mí. Me vestí sin hacer ruido y me pareció grosero no decirle ni siquiera adiós, así que me acerqué para despedirme. Le sacudí un hombro para despertarle, pero no se movió. Yo tampoco lo hice. Necesité unos segundos para darme cuenta de que la rigidez, la frialdad de su cuerpo, el color azulado, todo, en suma, indicaba que estaba muerto. 3 Salí a la calle con la mayor rapidez que me permitieron mis piernas sin saber qué dirección tomar. Por suerte, pasó un taxi en aquel momento. Me acomodé en el asiento de atrás intentando aclarar mis ideas. El pánico me había dominado hasta tal punto que había cogido las sábanas y me las había metido en el bolso para quemarlas al llegar a casa. También había lavado las partes más comprometidas de Jonas por si había restos míos. Nadie nos había visto entrar, ni salir a mí después, por tanto me dije a mí misma que aquello nunca había ocurrido. Una vez en mi apartamento, quemé las sábanas en la chimenea. Y fue entonces, mientras contemplaba pensativamente el vaivén de las llamas, cuando me di cuenta. Ya no tenía frío. Obvié por primera vez en años el ritual de antes de dormir y me acosté sólo con una camiseta de manga larga. Aún así tuve que retirar dos de las tres fundas nórdicas durante la noche porque tenía calor, calor, calor, bendita palabra. Calor. Estaba curada. 4 Necesité una semana para hacerme a la idea en toda su plenitud. No sabía por qué ni hasta cuando duraría, pero no estaba dispuesta a quedarme quieta esperando. El lunes llamé a mis jefes para decirles que quería tomarme las primeras vacaciones en ocho años. No hubo problema. Reservé una estancia de quince días en un resort de las Islas Caimán, dispuesta a recuperar el tiempo perdido. Ese mismo lunes, Jill me telefoneó para decirme lo que yo ya sabía: Jonas había muerto. Fiel al plan inicial, le expliqué que me había dejado en un taxi a las ocho y media del viernes, al salir del café, pues aquello de que estábamos hechos el uno para el otro no había funcionado. Me atreví a preguntarle tímidamente si sabía la causa de la muerte. Me quedé horrorizada cuando me dijo que había muerto congelado. –La poli dice que murió congelado en su propia cama, probablemente después de estar con alguna tía. Por eso te llamo, por si tú sabías algo, pero si lo dejaste antes… imposible que sepas nada ¿no? -Ya te he dicho que ni idea, Jill. Pobre chico, lo siento mucho. No era mi tipo, pero me pareció simpático. En cuanto colgué, las ideas empezaron a agolparse en mi cabeza a la vez. ¿Congelado? Sólo había una explicación. Y pensar en ella me daba terror, un terror ciego que se escapaba a mi control. 5 Me comí a bocados aquellos quince días de vacaciones, disfrutando cada milésima de segundo, haciendo cosas de las que había oído hablar pero que nunca había experimentado por mí misma, cosas tan simples como bañarme en el mar, aunque no sabía nadar, tomar helados y cócteles fríos, y usar biquini, vestidos y sandalias. Hice amistades entre los americanos que estaban en el hotel. Mi carácter había pasado de taciturno y gris a alegre y espontáneo. Iba con ellos a cenar, a bailar, a las excursiones. Me sentía como si hubiese vuelto a nacer. Estaba feliz. Era feliz. Las vacaciones terminaron, pero ese sentimiento de haber renacido no me abandonó. Tuve que dar explicaciones al cambio tan radical, claro. Le dije a mi madre y a Jill que estaba siguiendo un tratamiento novedoso y experimental, y que, a la vista estaba, me daba magníficos resultados. Se lo tragaron sin problemas; úsense unos cuantos términos médicos alambicados, y la gente estará dispuesta a creerse cualquier cosa. Por supuesto que sabía a qué se debía mi curación. Pobre Jonás, había muerto para salvarme. Pensaba mucho en él. Lo que no sabía era por qué era él y no otro el que me había curado, ni cómo había sido el mecanismo que había permitido que su energía calorífica hubiese pasado de su cuerpo al mío. Y, lo peor, si esa energía sería ilimitada o tendría fecha de caducidad. Mientras durara, yo estaba dispuesta a vivir la vida en toda su plenitud. Dejé de trabajar en casa para ir a la oficina, relacionándome con los compañeros después de ocho años sin hacerlo. Decidí aprender a nadar de una vez, así que me apunté a un curso de natación impartido por un monitor joven, guapo y simpático. Colaboraba con un par de oenegés, pues con el cuerpo se me habían descongelado los sentimientos y quería repartir alegría a todo y a todos. Salía, entraba, iba a fiestas y cócteles, al teatro, a museos. Asistía a congresos y reuniones de trabajo. Tenía amigas que me hacían confidencias y novios esporádicos y encantadores. Llevaba ropa preciosa y liviana. La vida era maravillosa. A finales de agosto empecé a notarlo de nuevo. Era él, el frío. Venía otra vez. Al principio pensé que se debía a la inminente llegada del otoño, pero sabía que era engañarme a mí misma. Esa sensación de escalofrío interior era demasiado conocida para mí. No había duda. Decidí hacer caso omiso a los síntomas hasta que no pudiese más, y en septiembre mi maldito enemigo se instaló definitivamente en mis huesos y tuve que volver a mi asquerosa existencia anterior. Había sido hermoso mientras duró. Una mañana de octubre llamaron a la puerta. Cuál no fue mi sorpresa cuando, al mirar por la mirilla, descubrí la imponente anatomía de Gavin, mi monitor de natación. Abrí la puerta a medias. -Hola –Me dijo exhibiendo una sonrisa espléndida. -¿Te encuentras bien? Como llevas días sin venir, estaba preocupado. Perdona por haber mirado la dirección en tu ficha. –Continuó avergonzado. Pero yo ya no oía lo que me decía, sólo veía su ceñida camiseta azul de manga corta desafiando al frío otoñal, y le permití paso franco. 6 Regla número uno: si sabes que alguien va a morir, que no sea en tu casa. Regla número dos: leer la regla número uno. Pensar en cómo me iba a deshacer del cadáver de Gavin me llevó un par de horas, aunque me había compensado dejarle entrar, desde luego. La sensación de frío me había abandonado en cuanto Gavin me transifirió su energía, y además ya me había hecho una idea de qué tipo de donante necesitaba. Pero ahora tenía un problema, y de los gordos, en mi cama, que era el cuerpo azulado y congelado de mi ex- monitor de natación. No iba a ser tan fácil como la otra vez. Por suerte, soy mujer de recursos, y con un potentísimo equipo de música. Puse el siguiente anuncio en el portal: “Hola, soy la vecina del 10º F. Mañana tendré una audición para tocar la batería en un disco de Bruce Springsteen, por lo que tengo que practicar durante el día de hoy. Si sale bien, les obsequiaré con un ejemplar del CD cuando sea grabado”. A continuación cogí el coche y me dirigí hasta Stamford, Conneticut, a comprar una motosierra. Fue el primer sitio que se me ocurrió. Me puse una gorra y gafas, y pagué en efectivo. De vuelta al apartamento, extendí un plástico en el suelo y coloqué en él a mi querido Gavin. Después puse el CD de prácticas de batería que había comprado en “Virgin” a todo volumen, hasta ahogar el rugido de la motosierra. Metí al querido Gavin troceado en bolsas de la basura que a su vez acomodé en tres o cuatro maletas. Ahora sólo me restaba deshacerme de las pruebas. 7 Una vez que fui consciente de cómo y por qué motivos se hacía la transferencia de energía calorífica, decidí establecer un modus operandi. Ya que no me quedaba más remedio que ser una depredadora, al menos serlo haciendo el mínimo daño. No me resultó difícil en absoluto entrar ilegalmente en las bases de datos de todos los gimnasios de Manhattan sin dejar rastro, buscando lo que necesitaba: varón, soltero y, a poder ser, con desarraigo familiar. La transferencia debía ser en su casa, de la forma más aséptica posible y destruyendo todas las pruebas. Si era caluroso o no, tendría que verlo por mí misma, preferiblemente siguiendo al sujeto en cuestión. Mientras disfrutaba de los beneficios de la donación de Gavin, fui concentrándome en contactar con Charlie, mi próximo donante, cuando fuese necesario. Gracias a ellos pasé el invierno más maravilloso de mi vida: fin de año en Times Square, esquí en las Montañas Rocosas, patinaje en el Rockefeller Center… nunca les estaré lo suficientemente agradecida. Si el efecto de Jonas me duró unos cinco meses, el de Gavin fue más corto, unos cuatro, al igual que el de Charlie. Así que empezaba a nutrirme en cuanto notaba el primer síntoma de que mi mal volvía, y después ya ni siquiera esperaba al primer escalofrío, me curaba en salud antes de sentirlo. Me había convertido en una adicta. En dos años, veinticinco encantadores donantes me cedieron su energía desinteresadamente. Yo lo sentía con toda mi alma, pero, al igual que un tigre tiene que matar para comer, yo tenía que usar su calor. Era una cuestión de supervivencia, no tenía nada que ver con la crueldad, el vampirismo o el sadismo. Me sentí mejor cuando, mediante nombre falso, contraté un servicio funerario que se encargase de que nunca faltasen flores frescas en sus tumbas, diseminadas a lo largo y ancho del país. Me costaba mucho dinero, pero no me importaba. Era lo menos que podía hacer por ellos, después de lo que ellos habían hecho por mí. Los periódicos citaban un caso de cadáver congelado en su propia cama de vez en cuando, pero yo estaba tranquila, sabía que era muy difícil establecer una causa de la muerte que no fuera el paro cardíaco. 8 Nunca pensé que la persona que me había proporcionado la mayor felicidad del mundo fuese la misma que me la iba a quitar de un plumazo. Es cierto que casi no veía a Jill desde que me había curado. También es verdad que ella tenía cada vez más brotes depresivos combinados con eufóricos y no estaba para mucha relación social. Su familia incluso estaba pensando seriamente en ingresarla indefinidamente, previa inhabilitación, claro. Ella se resistía contra viento y marea. Así que me quedé bastante sorprendida cuando un domingo de febrero, a las nueve de la mañana, la vi franquear la puerta de mi apartamento vestida de una forma absurda y, a todas luces, en fase eufórica. Jill llevaba una ridícula capita de cuadros sobre los hombros y pantalones de montar con botas. cubría su melena rubia con una gorrita y ¡Dios mío, me parece estar viéndola! llevaba una lupa en la mano. No tuve más remedio que dejarla pasar. Entró haciendo el ganso, mirando todo a través de la lupa, y ocupó su sitio habitual junto a la chimenea, esta vez encendida más por hacer bonito que por necesidad. Me senté en el suelo enfrente de ella. -Querida, qué cara te vendes –Comenzó histriónicamente. –No te veo nunca, por lo que he venido a decirte que lo sé todo. Intenté reírme, pero no lo conseguí. -Jill, qué peliculera eres, chica. –Le contesté. -¿Qué es todo? ¿El misterio de la existencia humana? -Noooooo. –Replicó ella mirándome dramáticamente a través de la lupa. -El misterio de tu curación. ¿O es que te crees que me he tragado el rollo ése del tratamiento? Mentira, mentira y mentira. -Ah ¿Sí? –Empecé a remover las brasas para ocultar mi nerviosismo. -¿Y cómo, según tú, Sherlock, me he curado? Ella tenía una expresión triunfal. -Elemental, querido Watson. Eres un vampiro, querida. Atrapas el calor de otras personas y te lo apropias. Succionas su energía, Nosferatu. Durante los siguientes veinte minutos, Jill, la loca, la estúpida, la inteligentísima Jill, desgranó su teoría, completamente acertada, sobre mi sorprendente y milagrosa curación. Se había quedado perpleja con la coincidencia entre la extraña muerte de Jonas y mi repentina mejoría, así que cuando tuvo noticias por el periódico del segundo caso de muerte por congelación, me espió, me siguió, trasteó por la red buscando datos… tenía mucho tiempo libre, era rica y estaba enferma. Y ahí estaba, sentada en mi salón exponiendo los hechos desnudos y espeluznantes, satisfechísima de sí misma y de su sagacidad. Fue todo muy rápido, cogí el atizador de la chimenea y lo descargué sobre su cabeza una vez, dos, tres, cuatro… Ni siquiera vi salir volando el transmisor de su gorra. Cuando la policía entró arrasando en mi apartamento, fui por fin consciente de que había matado a mi, probablemente, única amiga. -Siempre llegan ustedes tarde a todas partes –Refunfuñé mientras me esposaban con indiferencia. 9 La suma de una loca desesperada por no ingresar en un manicomio y un inspector de policía ansioso por promocionar resolviendo un caso imposible, da como resultado mis huesos en la cárcel. Porque eso era lo que había sucedido. Jill expuso su teoría en todas las comisarías de policía que había en Manhattan, hasta que encontró a alguien que sí estuvo dispuesto a escucharla. Pactó su libertad, no sé cómo, a cambio de forzar una confesión. El inspector le prometió que, si me hacía confesar, jamás ingresaría en una institución mental por mucho que su familia se empeñase. La policía nunca pensó que yo sería capaz de matarla, llevada por el pánico, sin decir ni una palabra sobre los asesinatos. Durante los interrogatorios sí conté, de la forma más extensa posible, cómo habían muerto aquellos veinticuatro hombres, pues el cuerpo de Gavin nunca había aparecido y no me podían achacar su asesinato, pero nadie me creyó. Me preguntaron durante días y días, y yo siempre respondía lo mismo: la verdad. Así que el fiscal no consiguió una orden de procesamiento por eso, pero sí por el asesinato de Jill, evidentemente. El ensañamiento fue un agravante, le había dejado su pobre y loco cerebro hecho mermelada de neuronas. Pasé el test psiquiátrico sin problemas, por lo que no pudieron alegar locura. Mejor. No tenía, ni tengo, la menor intención de pasar el resto de mi vida en un manicomio o entre rejas. Tampoco he luchado para evitar lo que se me viene encima: ya antes de empezar el juicio volvió el frío como eterno acompañante, disipado ya el efecto de mi último donante, y sé que esto es lo mejor, no padeceré más los caprichos de este odioso compañero de viaje, porque aquí, además, no puedo abrigarme a mi gusto. Me declaré culpable ante la desesperación de mi abogado defensor, y renuncié a todas las apelaciones. Lo que más me disgusta de este asunto es que la inyección letal, según he oído decir, da sensación de frío. Uno de mis carceleros me decía que lo que tenía que haber hecho era despachar a mi amiguita en un estado donde tuvieran silla eléctrica, si lo que quiero es pasar calor. Por supuesto, he pedido que me incineren, aunque tengo que correr yo con los gastos, o mi madre, en este caso. La pobre está deshecha, aunque entendió perfectamente mis motivos. No he aceptado la ayuda espiritual del sacerdote de la prisión. Me ha dicho que iré al infierno por mis pecados si no me arrepiento, a lo cual yo he contestado que no podría estar en un sitio más acorde con mis gustos. Para mi última cena he pedido sopa de tomate hirviendo, guiso de carne con patatas y zanahorias y chocolate caliente de postre. Estarán a punto de traerlo, supongo. Tengo frío, siempre tengo frío. Es una sensación horrible. FIN
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Ana Vzquez