Terror en el alta mar (Relato).
Publicado en Jan 26, 2013
En el alta mar es donde el horror puede ser, en algunas ocasiones, la máxima expresión de la impotencia. La noche, con el barco situado en el alta mar donde no existe ninguna referencia a la que asirse como tabla de salvación para superar el miedo y allí donde ya no hay fronteras visibles y todo el cielo es de un gris plomizo, se convierte en el pánico que se desata cuando estalla la tormenta. El caso es que las grandes masas nos ocultan toda posbilidad de ver un rayo de luz, un poco de esperanza, algo que nos haga conocer y reconocer que estamos vivos. El sol se viste de luto. Un hálito mortal nos corre por el cuello y se extiende por dentro del chubasquero, el grueso jersey de lana y la camisa de algodón. Llega a inundarnos el sudor toda la espina dorsal. Entonces la oscuridad se hace tenebrosa y vemos figuras fantasmales que surgen, ululando, desde los atalajes. El mar está inquieto. Las lámparas de queroseno se vuelven de color pálido antes de apagarse irremediablemente y desaparece todo el sentido de la supervivencia. Una cortina negra nos cubre los ojos. Nos asimos todos a los bordes de la borda para no caer al abismo y sentimos la fría mano de la muerte cuando nos va sujetando, lentamente, muy lentamente y sin piedad, del cuello. Sentimos que el monstruo marino nos va a engullir, de un momento a otro, y notamos sus huesudas y afiladas garras acortando nuestra respiración. Necesitamos liberarnos del miedo, pero el pavor de ver al monstruo a punto de devorarnos, como si fuera Saturno comiéndose a sus propios hijos, es de tal calibre que buscamos, con la ansiedad reflejada en nuestros desorbitados ojos, un trozo de mástil desarbolado para defendernos. Agarramos el madero y soltamos un garrotazo de pronóstico reservado en la cresta escamosa del monstruenco animal. Oimos el aullido gutural de la fiera mezclado con los rugidos de la tempestad y corremos, corremos todo lo que podemos con nuestros débiles piernas atenazadas por los temblores que nos sacuden todo el cuerpo. Escuchamos el fondo del abismo burbujeando bajo el cascarón en que se ha convertido el barco. Al fondo, surgiendo de entre las tinieblas, vemos aparecer al fantasma del holandés errante y un profundo chillido desgarrador surge de nuestras gargantas. Todos ya somos unos extraños para el resto de los campañeros de travesía. Lo sobrenatural brama. Y vemos la sangre que sale, a borbotones, de la cresta del monstruo; goteando, acuosa, antes de llegar a nuestros ropajes. Es el paroxismo de la desesperación. El cielo ya no se ve. La niebla nos envuelve y un lamento triste, como de seres inhumanos surgidos de las tétricas olas, nos paraliza la respiración. Jadeamos como animales para poder detener la agonía del momento. Todo está encapotado y observamos las hendiduras que van resquebrajando, con un chirriar de crujidos que nos hace rechinar los dientes, los restos del barco. El monstruo nos persigue de un lado para otro y los relámpagos estallan en medio de las tétricas carcajadas de ese ser que nos ataca sin piedad alguna, que nos está persiguiendo, que nos está alcanzando, que se aferra a nuestras desnudas piernas y nos hace caer de bruces sobre el montón de cuerdas y sogas marineras que, situadas en la esquina de la proa, nos hacen tiritar de espanto al pensar que el fantasmal monstruo nos va a ahorcar con ellas. Retumban en nuestro oídos las roncas carcajadas de la bestia y, de pronto, maullando lastimeramente, el gato negro se esconde acurrucándose entre las cuerdas mientras bufa sin parar. Llegamos al abismo. El mar va tragando todos los pedazos en que se está convirtiendo el barco y la desolación nos embarga el alma. Alguien llora estruendosamente. Todos sabemos ya que las costas salvadoras están situadas en una distancia eterna. Pasan los segundos y las gotas de sudor empapan nuestras frentes mezcladas con la lluvia. Se eleva la confusión mietran el termómetro ya marca varios grados bajo cero. De nuestras bocas y narices sale el vaho y se nos obnubilan los sentidos. Todos corremos, lanzando alaridos, sin saber hacia donde mientras que de la cresta del monstruoso ser sigue chorreando sangre. Una sangre verdosa que se nos adhiere como pasta licuada en las manos, en el pecho, en las desnudas piernas. Y, en medio del desconcierto general, el frío glacial congela nuestras lágrimas pegándolas a nuestros rostros. El mar escupe hacia todos los lados trombas de agua que nos azotan las caras y nos flagelan los cuerpos. Buscamos, con la ansiedad elevada al paroxismo de la máxima potencia de la desesperación, el hacha con el que partir en dos mitades esa enorme cabeza. Y vemos la feroz boca del monstruo babeando que se ríe, que se carcajea, que no para de lanzar gruñidos aterradores. Damos el hachazo y la cabeza queda cortada en dos como una sangrante sandía. Lo que queda del barco se levanta, de repente, entre las negras espumas y, al final, toda la desolación del paisaje se nos introduce a través del agua que nos inunda los pulmones. Vemos las garras del monstruo aferrarse a nuestras espaldas y, de repente, todo queda en un absoluto silencio sepulcral mientras nos hundimos en el fondo del mar. Neptuno nos da su mortífero abrazo lleno de gelatinosas medusas y algas grises y viscosas mientras un grupo de tritones cornudos bailan la Danza Macabra de Saint-Säns.
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