El ltimo enigma (Relato)
Publicado en Feb 11, 2013
Prev
Next
Mis abuelos habían sido, en vida, prestigiosos médicos. Mi abuela decía siempre que para ser una persona especial había que tener una personalidad muy particular. Mi abuelo opinaba que una persona especial era quien resolvía el último enigma de su forma de ser. 
 
Me quedé mirando fijamente la fotografía en color sepia. Se notaba una importante nobleza en ambos. Ella, sentada en la silla y con las manos sobre su faltriquera, con un abanico cerrado entre ellas; y él con las manos reposadas, suavemente, en el respaldo de la silla donde mi abuela estaba sentada. Los dos tenían rostros serios. Quienes les habían conocido en vida siempre me contaban que, ambos, habían llegado a descubrir el último enigma de sus relaciones matrimoniales.
 
El café caliente me servía para tranquilizar mi ánimo y, mientras me fijaba detenidamente en la fotografía colocada en la pared, perfectamente encuadrada, no dejaba de preguntarme qué era lo que había convertido a mi abuelo y a mi abuela en dos seres excepcionales. Repasé mi vida infantil y me di cuenta de que era muy difícil, casi imposible para mí, poder encontrar aquel último enigma familiar. Yo era huérfano de padre y de madre y ellos me habían recogido de la inclusa.
 
Mi abuelo se llamó, en vida, Pedro Jonás París y todos le habían conocido como "El Curioso". Mi abuela se llamó, en vida, María Irenea Milán y todos la habían conocido como "La Pasión". Ambos eran madrileños nacidos en Madrid. Mi abuelo era siete años mayor que mi abuela. Habían nacido en Madrid y en el mismo lugar: la casa de Don Federico, un maestro de escuela que les había educado desde niños gracias al dinero de sus respectivas familias de la alta clase social madrileña. De las del Barrio de Salamanca y, más exactamente, de la calle Serrano.
 
¿Y yo? ¿Qué sucedía conmigo? Estaba sentado allí, en la lujosa sala comedor, bebiendo tranquilamente el café caliente mientras daba vueltas a mis pensamientos. Se sabe mucho de los familares cuando pasas toda tu vida infantil y juvenil junto a ellos; pero yo no conocí jamás a mi padre y no conocí jamás a mi madre. Solamente al abuelo Pedro Jonás y a la abuela María Irenea. Eran mis únicas referencias personales. El último enigma. ¿Cuál era el último enigma que debía descubrir yo para tener una personalidad muy particular y una forma de ser muy especial? Ser popular no era un atractivo futuro para quien, como yo, prefería vivir siempre rodeado de coches de lujo, con un chofer a mi disposición personal que me llevaba, todas las mañanas, a la Universidad Complutense y chicas jóvenes y hermosas que se rifaban, entre todas ellas, poder conquistarme como futuro esposo y como solución económica de por vida. Del mundo exterior, el que había más allá del Barrio de Salamanca, no me interesaba absolutamente nada ni me interesaba nadie de los que vivían por allí. Odiaba la fama pero mi abuelo y mi abuela habían sido famosos...
 
Aburrido por el paso lento del tiempo, saqué la baraja de mi bolsillo trasero del pantalón vaquero para entretenerme con uno de aquellos solitarios que mi imaginación había creado. Jugué poniendo todo mi interés en conseguir la mayor cantidad posible de puntos sin hacer trampas. ¡Trece! ¡Habia obtenido trece puntos! Entonces desperté de mi profundo letargo. Algo, en el interior de mi cabeza, me dictaba que aquel número trece sería la respuesta a todas mis inquietudes. Rápìdamente recogí los naipes, los guardé de nuevo en el bolsillo trasero de mi pantalón vaquero con la mano derecha y, poniéndome la chaqueta que se encontraba tirada de cualquier manera sobre el sofá, salí rápidamente de casa camino de la Embajada de los Estados Unidos de Norteamérica. Corrí por la calle Serrano como un poseso. ¡Trece! ¡En mi mente sólo retumbaba aquel número trece! O era capaz de descubrir ahora el último enigma o pasaría de largo mi última oportunidad. Tropecé con el carrito de las castañas calientes y trece de ellas calleron al suelo. La castañera comenzó a gritar desaforadamente. Saqué mi cartera del bolsillo superior de la chaqueta, extraje un billete de mil pesetas y se lo entregué para que se callara por siempre. A partir de ahí estaba seguro de que mi futuro cambiaría totalmente de rumbo. No sabía cuál era la razón por la que corría, desesperadamente, totalmente sin sentido aparente alguno, hacia la Embajada de los Estados Unidos de Norteamérica... pero algo me decía, en mi interior, que necesitaba ir allí. ¡Trece! ¡El número trece parecía seguir machacando mi cerebro! Hasta que, totalmente agotado por la febril carrera, llegué a la verja de la embajada. Me tuve que agarrar a ella para no desplomarme contra el suelo. Me vino a la mente una frase de Jacinto Benavente: "El dinero pasa al correr por muchos lodazales". ¡Qué gran razón teníal aquel Premio Nobel de Literatura!
 
Un militar, de rostro más duro que el pedernal, se acercó y me espetó desde el otro lado de la verja como si fuera un disparo de bazoka. 
 
- ¿Quién eres tú y qué haces aquí?
 
No lo dudé ni por un instante cuando ví que llevaba, en su brillante y limpio uniforme que no presentaba ni una sola arruga, una placa con el número trece a la altura de su corazón. ¡El trece! ¡Aquel debía ser el hombre al que deberia dirigirme para comenzar a descubrir el último enigma! O al menos eso creía yo. 
 
- ¡Necesito hablar, urgentemente, con el señor embajador estadounidense!
- ¿De qué asunto se trata?
- ¡De encontrar el último enigma!
 
Cerré los ojos pensando que el impoluto e imperturbable militar de la placa número trece me iba a ametrallar sin ninguna clase de compasión ni de piedad alguna. Oré a Dios porque perdonara todos mis pecados en aquel mismo momento. Mi sopresa fue mayúscula cuando, al abrir los ojos, comprobé que todavía estaba vivo y que el militar con la placa número trece a la altura de su corazón no me había masacrado a disparos. 
 
- ¿De verdad quieres entrevistarte con el señor embajador?
 
Me envalentoné...
 
- ¡Yo nunca hablo de mentiras!
- Y qué es eso del último enigma?
- ¡Si lo supiera no vendría a entrevistarme con el señor embajador de los Estados Unidos de Norteamérica en Madrid!
 
¡Ahora sí! ¡Ahora volví a cerrar los ojos mientras escuchaba el feroz rugido de la ametralladora y sentía cómo las trece balas entraban en mi cuerpo! ¡Volví a orar a Dios pidiendo perdón por todos mis pecados cometidos y no cometidos! Mi sorpresa fue todavía más mayúscula cuando, al abrir los ojos, seguía vivo mientras el duro militar de la placa número trece mde miraba con asombro. 
 
- ¡Está bien! ¡Pasa! 
 
Cuando el militar estadounidense abrió la puerta de la verja de la embajada me temblaban las piernas; pero ya estaba yo dispuesto a solucionar aquel dilema: o terminaba mis días encerrado en un oscuro calabozo o descubría el último enigma... así que vacié todo lo que llevaba en mis bolsillos en el puesto de control: la llave de mi impecable Mercedes último modelo, las de mi lujosa vivienda, el mechero de oro que me había regalado mi amigo Miguel Ángel; las trece pesetas que siempre iban conmigo para tomar una caña en cualquier cafetín de la barriada; un par de bolígrafos con los que escribía poemas durante las noches bajo la luna, uno de color azul para el título y otro de color rojo para los versos...
 
- ¡¡Aquí dentro está prohibido fumar!! -rugió como un tigre de Malasia el de la cabina.
 
Saqué mi paquete de Marlboro y me entraron enormes deseos de apedrear todos los cristales de la embajada, pero serené mi ánimo mientras el tipo de la cabina, con un gesto autoritario a lo Mel Gibson en una pellicula de tragedia social, me pedía el carnet de identidad. Lo saqué del bolsillo interior izquierdo de mi chaqueta y él lo miró, por delante y por detrás, hasta trece veces seguidas. ¡Fueron trece segundos interminables! ¡El número trece seguía atormentando mis neuronas y me hervia la sangre mientras aquel tipo de la cabina no movía ni tan siquiera el más minúsculo de los músculos de su cara!
 
Cerré los ojos viéndome asaltado por todo un pelotón de militares estadounidenses que me sujetaban por los brazos y las piernas e, introducido en un camiòn cisterna que apestaba a gasolina, me transportaban a algún recóndito penal, quizás el de Alcatraz, para pasar allí el resto de mi vida... pero al abrir los ojos volví a encontrarme con la sorpresa de que el tipo de la cabina me devolvía el carnet de identidad, me sonreía y me saludaba marcialmente para indicarme, acto seguido, por dónde debía pasar.
 
- Le advierto que el señor embajador de los Estados Unidos de Norteamérica está siempre tan ocupado que sólo ofrece un total de trece minutos de entrevista a quienes desean hablar con él. Sólo trece minutos exactos.
 
¡Trece! ¡Otra vez el número trece asaltando mi cerebro como si trece bandoleros me estuviesen desvalijando de todos mis dineros en plena Sierra Morena!
 
- Creo que con trece minutos exactos tengo tiempo de sobra...
- ¿Se puede saber qué asunto es ese que tanta importancia tiene para usted, jovenzuelo?
 
Me irritó aquel detalle de creerse un ser superior por tener muchos más años que yo,  pero me contuve...
 
- Encontrar el último enigma. 
 
El tipo de la cabina, que se creía un ser superior porque tenía muchos años más que yo, se encogió de hombros, me devolvio el carnet de identidad y yo, volviendo a guardármelo en el bolsillo interior izquierdo de mi chaqueta, ya tranquilizados mis nervios, entré en la Sala de Espera de la Embajada de los Estados Unidos de Norteamérica en Madrid. Tuve que sacar el correspondiente numerito de la dichosa maquinita. Miré. ¡El trece! ¡Otra vez el trece! ¡Me correspondìa el turno número trece de todos los que estábamos esperando a ser recibidos por el señor embajador norteamericano! Para mayor sorpresa mía y para mayor perplejidad y asombro, fui a sentarme en una butaca que... ¡era la número trece!...
 
Yo necesitaba sacar un cigarrillo y encenderlo no para combatir los nervios sino aquella tensa espera, pero mi paquete de Marlboro estaba retenido en la cabina de la entrada y empecé a recordar que el día trece siempre me había sido muy favorable en los exámenes finales de todas las materias de Bachillerato Elemental y Bachillerato Superior allí... en mi querido e inolvidable Instituto Ramiro de Maeztu que tantas pesadillas me había producido antes de terminar obteniendo el título. Recuerdo que, cuando lo conseguí, un día trece, estaba más contento que el Licenciado Vidriera de Don Miguel de Cervantes Saavedra. Todos los exámenes que había tenido que enfrentar en los días número trece del mes de los exámenes finales los habia aprobado con notas muy altas. Entonces, como me aburría mucho esperando a que le llegase el turno a mi número trece, cerré los ojos y comencé a contar mentalmente ovejas mientras las imaginaba y mi cerebro me las representaba con total nitidez saltando vallas como atletas ovejunos para darle mayor emoción al asunto. Iba ya por la oveja número trece cuando, totalmente aburrido de contarlas y que todas fuesen exactamente iguales e hiciesen el mismo ejercicio de saltar vallas, abrí los ojos y vi que en el panel luminoso aparecía el número trece.
 
- ¡Ahora o nunca! -dije en voz alta sin darme cuenta de que todos los allí presentes se me quedaron mirando con cara de susto y pensando que yo era un loco dispuesto a hacer volar por los aires a toda la embajada.
 
Cerré los ojos pensando que alguien me golpeaba en la nuca y yo caía, desde la butaca número trece de la fila número trece del gallinero del Cine Alcalá, al vacío y que caía sin poder sujetarme a nada ni a nadie hasta que dar de bruces en el suelo del patio... ¡pero no!... y al abrir los ojos todavía me estaban esperando en la ventanilla general. Me senti como un verdadero general y, tras dar gracias a Dios, me levanté del asiento número trece y, dando treces pasos marciales como un verdadero general de la Armada de los Estados Unidos de Norteamérica. ¡Trece pasos exactos y contados por mi mente si equivocación alguna! Me presenté ante la ventanilla completamente cuadrado. De verdad que creía yo que era todo un general.
 
- ¿Qué asunto le trae por aquí?
 
Era un selor grueso, de piel  muy blanca, casi transparente, que tenía pecas en su cara. Las conté rápidamente y comprobé que eran trece pecas. ¡Trece pecas en total en aquel rostro tan blanco que parecía hasta transparente y nacido en Alaska! Asi que hablé, como un general que me seguía creyendo que era, y además con trece medallas por méritos de guerra en la pechera, con voz firme, rotunda, sonora y debidamente templada.
 
- ¡Necesito, urgentemente, celebrar una reunión con el señor embajador!
 
Dije celebrar una reunión en lugar de tener una reunión porque me parecía palabra más digna en boca de todo un general de marina. 
 
- ¡¡El carnet de identidad y su pasaporte, por favor!!
 
Sin dudarlo ni un momento saqué ambos documentos del bolsillo interior izquierdo de mi chaqueta y se los entregué. Los miró trece veces seguidas por delante y por detrás.
 
- ¿De verdad es usted José París Milán?
- De verdad soy José París Milán y no José Milán París.
 
El robusto señor rubio, el de las trece pecas en le blanco rostro, cicuentón o sesentón a punto de ser jubilado, que se encontraba al otro lado de la ventanilla, se me quedó mirando fijamente con sus estábicos ojos. Cerré los míos y vi cómo me esposaban con las manos en la espalda y que me conducían ante un batallón de fusilamiento. De nuevo noté el impacto de las treces balas entrando en mi corazón. Abrí los ojos y vi, con gran sorpresa para mí, que el robusto y rollizo señor rubio de las trece pecas en el rostro, cincuentón o sesentón  a punto de ser jubilado, me miraba con una sonrisa un poco bobalicona.
 
- ¡Pase a la mesa número trece! ¡Le están esperando!
 
Me devolvió el carnet de identidad y el pasaporte y me los volví a guardar en su lugar adecuado. En la mesa número trece se encontraba una monumental señorita de cabello moreno y piel bronceada que me hizo un gesto significativo para que me sentara ante ella mientras seguía, impertérrita y sin mirarme para nada bueno ni para nada malo, manejando su computadora. Me senté como si fuera un cordero a punto de ser degollado. Mi mente bullía como un magma volcánico. Sentí deseos de lanzar un alarido tarzánido pero pensé que era mejor volver a cerrar los ojos. Ahora imaginaba que me encontraba rodeado de trece monumentales chavalas de cabello moreno y piel bronceada. ¡Era demasiado bonito para ser verdad! Abrí los ojos y ella seguía, impertérrita, manejando su computadora. Carraspeé ligeramente pero no dio resultado alguno. Pensé en Manolo el del bombo. ¿Qué habría sido de Manolo el del bombo? ¿Dónde estaría Manolo el del bombo? ¿Se habría ya cansado de seguir acudiendo a los partidos de fútbol de la Selección Nacional Española? Con la mente volví a visionar el gol de Marcelino contra la URSS... pero no pude responder a mis preguntas sobre Manolo el del bombo porque, en esos momentos, escuché el suave y dulce sonido latino de la voz de ella.
 
- ¿Me puedes enseñar tu carnet de identidad y tu pasaporte?
- De mil amores, señorita.
 
Me di cuenta demasiado tarde. Aquello podía haber sido un mal comienzo con ella. Entonces corregí para que no se notara mi entusiamo.
 
- Aquí están, señorita.
 
Ella los miró muy por encima.
 
- ¿Tú eres José París Milán?
- Sí. Yo soy José París Milán y no José Milán París como algunos dicen.
 
Tragué saliva antes de poder entender lo que había dicho. Conté mentalmente hasta trece. Algo así como un nudo gordiano atenazaba mi garganta para poder seguir respondiendo con aplomo si llegara el caso y el caso es que volví a recobrar mi serenidad; así que ahora repetí con mucha más educación.
 
- Sí, linda señorita, yo soy José París Milán.
- ¿Y quieres tener una entrevista con el señor embajador Míster Thirteen?
 
Cuando escuché el apellido del señor embajador de los Estados Unidos de Norteamérica en Madrid vi las puertas del cielo abrirse de par en par.
 
- Eso es. Quiero una entrevista con el Señor Trece.
- Pues siento decirte que el señor embajador Míster Thirteen no se encuentra hoy aquí.
 
Cuando escuché, de sus lindos labios de color de fresa, decir que el Señor Trece no estaba allí, vi las puertas del cielo cerrándose herméticamente.
 
- ¡No me digas eso, por favor!
- Cálmate. Resulta que aquí tengo un sobre certificado para tí... pero está sellado y lacrado. Te devuelvo tus documentos.
 
Pensé que me estaba expulsando definitivamente. Me guardé el carnet de identidad y el pasaporte esperando acontecimientos pero pasaron trece segundos y no sucedía nada. Pensé que mi pecado, mi gravísimo pecado, era haberla tuteado sin apenas conocer su nombre. 
 
- Pero... ¡oiga, señorita!... necesito hablar con Míster Thirteen ahora mismo...
 
Sentí que ella me había mirado hasta trece veces seguidas sin parpadear. Cerré lo ojos. Imaginé que me encontraba desnudo y que trece pares de ojos de guapísimas chavalas de cabello moreno y piel bronceada me observaban desde todos los puntos cardinales del planeta Tierra y deseé estar en otra galaxia. Al abrir mis ojos ella todavía no había respondido a mi desesperada petición... porque nadie estaba delante de mí. Ella había desaparecido. Me pregunté para mis adentros qué estaría sucediendo entre ella y su jefe superior, pero no quería imaginar nada de nada. Miré el calendario que estaba sobre la mesa y que tenía una bella visión de una de las orillas del río Potomac que tantas veces había yo leído en las novelas norteamericanas. Era el día trece del mes de enero. Me imaginé, en aquellos temibles momentos, que aquella monumental chavala latina de cabello moreno y piel bronceada  corría junto conmigo, haciendo footing, por la playa principal de San Francisco de California pero, de repente, aparecía San Francisco de Asís echándome todo un completo sermón sobre las llamas del infierno. Y de repente, sobresaltado y con un sudor frío que salía de mi frente y me recorría toda la espalda, desperté del hermoso sueño. 
 
- ¿Qué te sucede? ¿Quieres una cocacola?
 
Giré mi cuerpo noventa grados hacia mi derecha y me encontré con una linda señorita rubia platino, con sonrisa de platino y mirada de platino, que tenia una bandeja de platino llena de trece vasos con cocacola. Conté los vasos y comprobé, efectivamente, que eran trece. Me fijé en el último de ellos, precisamente el que estaba situado en el lugar número trece de la bandeja de platino que portaba la señorita de pelo rubio platino, con sonrisa de platino y mirada de platino. 
 
- ¿Puedo?
- Poder es querer -dijo lacónicamente ella.
 
Y entonces me levanté como disparado por una catapulta y me lancé como una fiera salvaje hacia el vaso número trece de las cocacolas. Me lo bebí de un solo trago.
 
- ¿Puedo?
- Poder es querer -volvió a decir lacónicamente ella.
 
Entonces ya no había trece vasos sino doce. Me quedé mirando fijamente al vaso que ocupaba el lugar número uno y me imaginé que era yo un as. Recordaba que el as era el número uno de los dados de juego. Tomé, raudo y veloz antes de que la linda rubia de pelo platino, sonrisa de platino y mirada de platino desapareciera con la bandeja de platino, el vaso de cocacola número uno y me lo bebí de un solo trago. Después, ya colmado y calmado del todo, me volví a sentar mientras la guapa rubia de pelo platino se dirigió hacia la mesa número catorce con la bandeja de platino en sus manos.
 
- Dice el teniente Collins...
 
Di un respingo. ¡El teniente Collins! Pero comprobé que la monumental señorita latina de cabello moreno y piel bronceada estaba ya prestándome suma atención y vigilaba mis movimientos. Exclamé asustado...
 
- ¡Dios mío! ¡El teniente Collins!
- ¿Qué sucede con el teniente Collins? 
 
Cerré los ojos y me vi a mí mismo cumpliendo obligatoriamente las órdenes del teniente Collins. Yo corría a toda velocidad los trece kilómetros en el campo de entrenamiento de los marines de Pasadena, en medio de un calor asfixiante. Éramos los trece que íbamos a ser destinados para ir a combatir en la Guerra de Vietnam. Nos hacía correr con un enorme saco lleno de arena sobre las espaldas y más rápido que los galgos de los que habló Don Miguel de Cervantes Saavedra... pero como si estuviéramos, en realidad, en el Desierto de Oklahoma. Abrí los ojos y comprobé que sólo había sido una pesadilla.
 
- ¿De verdad que no te ocurre nada, José?
- No. No me ocurre nada de momento... -fue lo que pude decir para salir de aquella inaudita situación.
 
Oré mentalmente. Oré a Dios para que no apareciera, en esos momentos, el teniente Collins y descubriera que mi mente, ahora, sólo estaba pensando en aquella monumental señorita latina de cabello moreno y piel bronceada.
 
- Edward Collins es una buena persona -dijo ella.
 
Una sensación de alivio recorrió todo mi cuerpo desde la cabeza a los pies. Estiré las piernas. Me di cuenta de que era de muy mala educación estirar las piernas y volví a sentarme como Dios manda en estas situaciones.
 
- Me quitas un gran peso de encima -dije yo pensando en el saco lleno de arena sobre mis espaldas e hice un intento de quitarme la chaqueta. 
- ¡No! ¡Está terminantemente prohibido quitarse la chaqueta aquí!
 
No sé que se habría imaginado aquella preciosa y monumental chavala...
 
- ¿Entonces?
- ¡Que no te puedes quitar la chaqueta ni ninguna otra prenda de vestir aquí!
 
Yo comprendí ahora lo que ella se estaba imaginando y me puse muy nervioso...
 
- No... si yo es que pregunto...
- ¿Qué te sucede ahora? ¿Qué estás preguntando?
 
Yo cerré los ojos para que ella no pudiera leer en ellos. Me imaginé que me abofeteaba una... dos... tres... hasta un total de trece veces seguidas. Al abrir los ojos me di cuenta de que sólo me estaba mirando completamente seria. Así que me puse más nervioso todavía.
 
- ¿Qué hago ahora?
- Tengo noticias que darte.
 
Cerré los ojos y vi que un sargento del glorioso ejército de los Estados Unidos de Norteamérica me empujaba hacia el exterior desde el helicóptero militar. Y que mi paracaídas no se abría por más que me esforzaba en tirar de las anillas con toda mi energía. De repemnte abrí los ojos y vi que ella estaba observándome atentamente como a un bicho raro.
 
- ¿Eres siempre tan soñador?
 
Apoyado sobre la pared de enfrente estaba el teniente Edward Collins. Me observaba insistentemente. Deduje que estaría pensando, quizás, que yo era muy desconsiderado con los favores que me hacían los norteamericanos.
 
- Por favor, dígale al teniente Edward Collins que no piense eso de mí.
- ¿Te encuentras bien, José? ¿Cómo puedes saber que el teniente Edward Collins está pensando algo malo de ti?
- ¡Le juro, señorita, que tengo mucha simpatía a los Estados Unidos de Norteamérica!
- ¿Y quién lo pone en duda?
 
Volví a ver al tal teniente Edward Collins y descubrí que llevaba en la solapa de su americana una placa metálica con su nombre y el número trece. Decidí ser tan pragmático como, a mi parecer, era él.
 
- ¿Es necesario que viaje hasta la Casa Blanca para entrevistarme con el Señor Presidente Lyndon Baines Johnson?
 
Ella soltó una carcajada que me retumbó en el cerebro y luego me preguntó discretamente.
 
- ¿Es verdad que tienes dieciocho años de edad?
- ¡¡Sí!! - respondí con tal aplomo y seguridad que no me di cuenta de que todos los allí presentes se me quedaron mirando como si ella me hubiese pedido en matrimonio y yo hubiera respondido positivamente. Me puse rojo de vergüenza cuando vi al teniente Edward Collins que se ajustaba los pantalones.
 
Cerré los ojos y pensé que estaba en el lejano Oeste y que el pistolero Collins estaba desenfundando sus dos colts. Abrí los ojos de inmediato y respiré profundamente cuando me di cuenta de que no era cierto.
 
- Esto... sí... -dije con un  hilillo de voz que me salió de lo más profundo de mis entrañas.
- ¿Es cierto?
- ¡¡Sí!! -volví a responder contanto aplomo y seguridad que todos los allí presentes volvieron a mirarme totalmente sorprendidos. Pero ya no me importaba...
- Tengo que darte noticias.
 
Me quedé helado mientras ella soltó otra carcajada que hizo que todos los allí presentes pensaron que le había contado algún chiste gracioso. Cerré los ojos y me vi rodeado por dos corpulentos luchadores y que yo estaba en el centro del ring y no sabía por dónde escapar mientras el público gritaba cosas como ¡matadle, matadle, matadle!. Escuché otra nueva carcajada de ella y volví a la realidad abriendo los ojos. Vi cómo ella me entregaba un sobre de manila sellado y lacrado con el sello de US Postal.
 
- Le prometo que no he hecho nada malo.
 
Pero ella no hizo caso de mi respuesta mientras me sonreía abiertamente. Noté como que era muy despiadada conmigo. 
 
- Ha dicho el tenente Edward Collins que te lo entreguemos.
- ¿Y por qué me lo entregas tú?
 
Ella no entendió mi inoportuna pregunta y corregí de inmediato.
 
- ¿Puedo abrirlo?
- Si ese es tu deseo esa es tu voluntad.
- ¿De quién es esa frase?
- Digamos que ha sido un pensamiento espontáneo tuyo. José París Milán.
 
Mi nombre y mis dos primeros apellidos en boca de aquella dulzura de chavala me sonaban a agua bendita. Así que necesitaba volver a escucharlo pero sin que ella se diera cuenta de que lo había oído con total claridad. Se me ocurrió tutearla para romper el hielo que nos separaba. 
 
- ¿Cómo has dicho? 
- Que digamos que ha sido un pensamiento espontáneo tuyo, José París Milán y no José Milán París.
 
Solté una carcajada y, de inmediato, me volví a poner rojo de vergüenza... así que me dediqué a intentar abrir aquel sobre de manila.
 
- ¡Así no! ¡Así vas a romperlo a pedazos, calamidad!
 
La monumental chavala latina de cabello moreno y piel bronceada estaba de tan buen ver en todos los sentidos que no me importó que me llamara calamidad y que me quitara el sobre manila de mis manos. Como no sabía donde poner ahora mis manos las reposé sobre la mesa esperando acontecimientos con aire de serenidad y resignación ante lo que yo creía que me esperaba.
 
- ¡Todos los hombres sois igual de inútiles cuando de abrir sobres sellados y lacrados se trata!
 
Sonreí por hacer algo y porque no me quedaba más remedio que aceptarlo mientras el teniente Edward Collins no quitaba su vista de mí. Decidí entonces volver a llamarla de usted por si acaso se molestaba el teniente.
 
- No quiero que piense usted que yo...
- ¡No sabéis abrir ni una sencilla carta!
 
Tuve que volver a resignarme y asentí con la cabeza.
 
- Es de buena educación decir si o decir no en vez de mover la cabeza.
 
Volví a resignarme porque, de nuevo, estaba toda la razón de su parte.

- No.
- ¿Qué significa ese no?
- Que no sabemos abrir ni una simple carta.
 
Ella sonrió como vencedora y yo seguí hablando para que no pensara que me había vencido del todo.
 
- ¡Gracias por su ayuda, señorita!
- Todos mis amigos me llaman Lilí.
 
Sentí una alegría enorme dentro de mi corazón cuando entendí que me consideraba su amigo. Yo odiaba la fama pero aquello, tal vez, era el principio que me hiciera pasar a la posteridad como el más inútil de los hombres abriendo sobres manila sellados y lacrado con lo de US Postal, lo cual era digno de entrar en el Libro Guinnes de los Récords. Y mientras ella quitaba el lacre y comenzaba a abrir, con sumo cuidado, el sobre manila con una pulcritud digna de una sacerdortisa egipcia por lo menos... cerré los ojos y me vi juzgado ante un tribunal popular del Estado de Nueva York mientras yo proclamaba una y mil veces que era inocente de todos los cargos que me estaban impugnando trece abogados acusadores a la vez y con sus dedos índices señalando a mi persona. Por fin me atreví a abrir los ojos. Descubrí que ella ya tenia la carta entre sus manos.
 
- ¿La lees tú o tengo también que leerla yo?
 
Oré en voz baja a Dios porque no fuera una citación judicial para presentarme ante el tribunal popular del Estado de Nueva York. Cerré los ojos y vi vociferar, a pleno pulmón, a todos los trece jueces acusadores mientras seguían señalándome con sus dedos índices. Pegué un sobresalto antes de volver a la realidad.
 
- ¡Es de muy mala educación señalarme con  el dedo índice! -me di cuenta demasiado tarde de lo que se lo había dicho a ella.
- ¿Yo te estoy acusándote de algo? ¿Crees que no soy lo demasiado culta y estudiada como para no saber que no hay que señalar con el dedo índice a las personas?
 
Deseé esconderme debajo de la mesa y desaparecer de su vista pero no tenía más remedio que dar la cara.
 
- Me estaba refiriendo al teniente Collins, señorita.
- Pero... ¿qué mal te ha hecho a ti el teniente Collins para que le tengas tanta manía?
 
Entonces se me escapó, sin quererlo, otra impertinencia mucho mayor.
 
- ¡Te está mirando demasiado las piernas!
 
Comprendí que ella se enfadara del todo conmigo pero comprobé, con enorme alegría interna, que sólo me volvió a sonreír.
 
- Te repito que si la lees tú o la leo yo.
 
Cerré los ojos y volví a ver a todos los trece jueces acusadores contra mí. Parecían cientos, miles, millones de jueces acusándome desde todos los ángulos de mi campo visual. Desperté sobrecogido. 
 
- ¡¡La ciudad de New York contra José París Milán!! -se me escaspó en voz alta ante la enorme sorpresa de Lilí.
- ¿De verdad estás bien de la cabeza?
 
Me toqué y retoqué la cabeza hasta que comprobé que la tenía en su sitio adecuado. La comparé con la suya. 
 
- ¡¡No tanto como tú!! - se me escapó también en voz alta sin poder evitar las carcajadas de todos los allí presentes que ya ponían enorme atención a lo que estaba sucediendo en aquella mesa número trece.
 
Ví que ella se partía de risa pero también vi que el teneinte Edward Collins volvía a ajustarse los pantalones. Y para superar aquel mal momento recurrí a una famosa frase del total desconocido para todos los allí presentes, menos para mí, poeta costarricense Isaac Feliipe Azofeifa que, además, me venía como anillo al dedo en aquella batalla entablada entre ella y yo. Y la dije sin darle mayor importancia al asunto pero observando cómo reaccionaba. 
 
- Nunca se pone más oscuro que cuando va a amanecer.
 
Ella se quedó dudando entre entregarme la carta o darme un buen sopapo. Al menos eso era lo que yo creía. Y en aquellos momentos se me cortó de raíz toda mi euforia de vencedor. Entonces recurrí al viejo tópico barato que consiste en tirar balones fuera del campo cuando el equipo rival nos ataca agobiándonos contra nuestra propia área de gol. Asi que usé otra frase famosa pero de mi propia invención .
 
- Ya tenemos quién nos defienda cuando el caballo nos ataca.
- ¿De qué me estás hablando?
 
Respiré profundamente y sonriendo al creer que ella estaba pensando en un ataque de Atila y seguí hablando sin apenas saber lo que decía pero acertando de casualidad.
 
- Seguro que el caballo rival nos amenaza a nuestro rey...
- ¿Cómo dices, José París Milán?
- Estaba pensando en Ruy López.
-¿Quién es Ruy López? ¿Algún amigote tuyo de esos del Barrio de Salamanca? -me interpeló ella totalmente interesada.
- Ruy López fue el mejor jugador de ajedrez del mundo entero.
- ¡Ah, bueno! ¡Por un momento pensé que era algún amigote de billar!
- No. Ese era Gálvez.  
 
Cerré los ojos y me vi rodeado de envidiosos acusadores y acusadoras que iban testificando, por turno riguroso y hasta un total exacto de trece, que yo había había hecho una traición contra los valores republicanos. Cuando los volví a abrir me disculpé con ella. 
 
- Escuche, señorita. En realidad no sé si los republicanos son más liberales que los conservadores o los conservadores son más liberales que los republicanos. Supongo que en cada Estado son diferentes y por eso no se sabe con total exactitud. Menudo laberinto es ese de los republicanos y los conservadores en los Estados Unidos de Norteamérica.
 
Ella se partió de risa mientras me entragaba... ¡por fin!... la dichosa carta. Mi trémula mano derecha tomó el papel escrito.
 
- ¿De verdad puedo leerla aquí mismo o piensan detenerme si lo hago?
- Eso depende...
 
Cerré los ojos y me vi convertido en un gladiador, en el Coliseo Romano, rodeado por un grupo de trece fieros leones a punto de saltar sobre mí y devorarme. ¡Trece! ¡Eran exactamente trece leones hambrientos! Vi al césar inclinando su dedo pulgar hacia abajo y me acordé del tebeo de "El Jabato"... solo que yo no era "El Jabato" ni estaba "Taurus" para defenderme. Me encomendé a todos los santos y a todas las santas del calendario católico gregoriano y cuando ya los trece leones hambrientos se abalanzaban hacia mí... ¡abrí los ojos!... ¡Qué agradable resultaba verla a ella, a mi ya amiga Llí, en vez de a los trece feroces y sanguinarios leones!
 
- ¿De qué depende?
 
Entonces ella soltó una frase que me dejó pensativo.
 
- Tu dedo nos señala el camino.
 
Rápidamente me di cuenta de que, aunque yo odiaba la fama. no tendría más remedio, al final, que aceptarla en contra de mi voluntad. No la amistad de ella sino la fama.
 
- Eso no se hace, Lilí.
- ¿Qué quieres decir, granuja?
- Confiar tanto en mi persona.
- Nosotros entendemos que eres un ser de carne y hueso y no un robot.
- ¡Menos mal! ¡Por un momento creí que tú y vosotros, aunque no sé quienes son los demás, estábais pensando que yo era Supermán salvando a la ciudad de los rascacielos!
 
¿Había dado un paso en falso? ¿Había acertado con la respuesta? Cerré los ojos. Me vi convertido en Dante Alighieri acompañado de Beatriz e intentando salir de aquel infierno. cuando abrí los ojos no estaba Beatriz sino alguien mucho más atractiva, lo cual ya era demasiado. Quien estaba delante de mí seguía siendo la monumental chavala latina de cabello moreno y la piel bronceada.
 
- Me ha dicho el teniente Edward Collins que la puedes leer aquí mismo.
 
Me negaba, no sé por qué razón ilógica, a obedecer las órdenes de Eward Collins porque volví a pensar que yo era un general de la Armada mientras él sólo era un teniente nada más.
 
- No me parece lo más sensato.
- Eso sólo depende de ti.
 
Cerré los ojos e imaginé al Señor Juez Supremo del Estado de Nueva York que daba por sobreseido el caso y que me dejaba libre de todos los cargos presentados en mi contra por aquellos treces envidiosos y envidiosas. Todos los jueces populares me habían  declarado inocente por unanimidad. Así que abrí los ojos y respiré profundamente anrtes de comenzar con la lectura de aquella dichosa carta. De pronto me sentí hundido en la penumbra.
 
- ¿Qué te sucede ahora? ¿No sabes leer?
- Oye, Lilí... que soy todo un Bachiller Superior...
- Entonces... ¿por qué no lees?
- Porque...
- ¿No sabes inglés?
 
Cerré lo ojos. Maldije mil veces haber propuesto leer la carta allí mismo. En aquella Torre de Babel donde yo me veía ahora, rodeado de babilonios y babilonias por todas partes, yo me encontraba totalmente extraviado. Me vi jugando al fútbol con las chapas, deseperadamente para conseguir ganar la Copa Fiocchi de mi padre. Todavía quería convencerme de algo que no entendía nadie más que yo. ¡Era el vencedor de la Copa Fiocchi de mi padre y sin hacer ninguna clase de trampa! Volví a sudar por todos mis poros ante aquel ambiente tan caliente en que sudábamos a chorros mientras jugábamos al fútbol con las chapas. Abrí lo ojos. Nada de lo que me rodeaba podía ser verdad, salvo la monumental chavala latina de cabello moreno y piel bronceada que, en aquellos momentos, extendía su brazo derecho y con la mano hacia mí. Pensé que me iba, definitivamente, a darme trece tortazos seguidos. ¡Trece! ¡Otra vez el número trece!
 
- ¡No! ¡¡No!! ¡¡¡No!!! -y todos volvieron a mirarme como si me hubiera vuelto loco del todo.
- ¿Se puede saber qué te sucede ahora?
 
No era cierto que me fuese a abofetear trece veces seguidas. Respiré lentamente antes de poder hablar. 
 
-¡No sé inglés ni ningún otro idioma humano o animal excepto el español!! ¡¡Y no me importa que lo sepa el mundo entero porque yo no soy ni Supermán ni Albert Einstein!! ¡¡No me importa que lo sepa el mundo entero porque no es una relatividad sino un absoluto!! ¡¡Sólo hablo, leo y escribo en español!! ¡¡Y tampoco tengo ninguna intención de hablar, leer y escribir en otro idioma que no sea el español en toda la larga vida que me quede aunque me paguen un curso entero gratuito!!
 
Y canté por tres veces recordando a Pedro negando a Jesucrisito por tres veces seguidas antes de que cantara el gallo.

- ¡¡¡Yo soy español, español, español!!! ¡¡¡Yo soy español, español, español!!! ¡¡¡Yo soy español, español, español!!! 
 
Me relajé del todo tras aquella liberadora confesión. Una agradable sensación recorrió todo mi cuerpo y me sentía feliz de haberlo dicho de tal manera que todos y todas lo habían escuchado. 
 
- Trae acá esa carta, Adán -me dijo Lilí dulcemente.
 
Cerré los ojos. Me vi otra vez desnudo del todo pero, ahora, estaba en plena selva y me acechaban trece tigres de Malasia. Esta vez no era el circo romano sino la selva asiática, mientras Sandokán se me aparecía, una y otras vez, invitándome a luchar junto a él. Pero yo me concentraba solamente y por completo en desear salir de aquella espesura vegetal. Al abrir los ojos el ambiente era inmensamente caluroso. El silencio se podia cortar con el filo de un cuchillo...
 
- Si no te importa...

- ¡Claro que no me importa! ¡Trae acá esa carta y es la última vez que te lo ordeno!
 
Se la entregué mientras me hundía en la butaca como en los tiempos aquellos en que en las películas del Oeste los indios cortaban cabelleras. Le entregué la carta y cerré los ojos. El tomahaw de "Toro Sentado" se acercaba lentamente a mi cráneo. Yo craneaba la mejor manera de poder superar aquel sacrificio humano cuando abrí los ojos y vi que ella estaba esperando. 
 
- ¿Comienzo ya a leer o espero a que vuelvas del limbo de los inocentes? 
 
¡El limbo de los inocentes! ¿Era todo una broma? ¿Estaba dentro del infierno de la "Divina Comedia" de Dante Algihieri o estaba dentro de "Los endemoniados" de Fiodor Dostoievsky? ¿O estaba ya el cielo completamente cerrado para mí?
 
- ¿Se puede saber si ya puedo comenzar o no puedo comenzar a leer?
 
Aquella monumental chavala latina del cabello moreno y la piel bronceada tenía una particular forma y manera de decir las cosas que yo estaba convencido de que era la mujer de mis sueños. Cerré los ojos. Descubrí que solamente era un niño jugando a las chapas...
 
- ¿Puedo o no puedo?
 
Su voz clara, dulce y melodiosa, me llegaba desde muy lejos... pero cuando volví a abrir los ojos supe que su cara ya estaba a muy pocos centímetros de la mía. Se había echado hacia adelante para preguntarme si leia o no leía la dichosa carta. Vi que me miraban desde las mesas número doce y catorce. Miré otra vez el número de mi mesa. ¡El trece! ¡Era la única oportunidad de descubrir el último enigma!
 
- Adelante y que sea lo que Dios quiera -pude decir antes de que ella comenzara a tradcir...
- Hola, José: Soy tu padre. Tu madre está sentada a mi lado mientras escribo estas líneas. He de decirte, en primer lugar, que nunca te hemos olvidado y que siempre hemos seguido, día tras día, todas tus vivencias. Por razones de seguridad personal tuvimos que exiliarnos en los Estados Unidos de Norteamérica. Para salvar tu vida, puesta en peligro por las asechanzas dirigidas por tus hemanastros, no nos quedó otro remedio que dejar que te criaras, desde tu nacimiento, con tu abuelo y tu abuela. Ya ha pasado todo el peligro y dentro de muy pocas horas estaremos contigo. Lo que tengo que confesarte sólo te incumbe a ti y a la mujer que elijas libremente como esposa. Eres el heredero universal de una gran fortuna. En el Banco de España existe un depósito de trece millones de pesetas que sólo te corresponden a ti. Si le sumas la gran cantidad de intereses a tu favor que se han acumulado al capital te darás cuenta de que es una gran fortuna. A ninguno de tus hermanastros les corresponde ni un sólo céntimo porque esa fortuna es de tu madre y no de la madre de ellos. Además, tengo que decirte que perteneces a la nobleza española por ser hijo único de tu madre. Aparte de los millones de pesetas en efectivo, eres el heredero legítimo de un extenso territorio de Extremadura, en la provincia de Badajoz, más un chalet lujoso en el mismo corazón de Madrid. De todo corazón deseamos, tanto tu madre como yo, que hayas pasado una vida feliz y que encuentres a la chavala de tus sueños. Espero que no hayas perdido nunca tu sonrisa y nos perdones por haber tenido que hacer las cosas de esta manera. Te amamos mucho. Papá y mamá. 
 
Cerré los ojos. No pensé en nada. Ninguna imagen llegaba a mi pensamiento. Mi memoria se quedó en blanco. Abrí los ojos y volví a verla. 
 
- ¿Te apetece cenar conmigo esta noche?
- Menos mal que te has decidido a pedírmelo...
- ¿Eso quiere decir que sí?
- ¿No te importa que yo sólo tenga dieciseis años de edad?
- Todo lo contrario. Me apetece y me encanta que tengas sólo dieciesis años de edad. 
- Entonces mi respuesta es sí. 
 
Cerré los ojos. Las puertas del cielo se me abrían de par en par ante aquella respuesta de aquel ángel femenino. Cuando conseguí abrirlos ella estaba definitivamente esperando. 
 
- Ha terminado mi jornada laboral. ¿Nos vamos los dos de aquí?
 
Me levanté de la butaca y cogiéndola por su mano derecha la hice levantarse suavemente y luego, apretándola con gran intensidad pero sin hacerla daño, salimos los dos de la Embajada de los Estados Unidos de Norteamérica de Madrid ante el asombro general de las trece personas que todavía andaban por allí. No me importaba, para nada, ni la enorme fortuna ni los títulos de nobleza que me correspondían como herencia porque Ella, y solamente Ella, era el último enigma de mi pesonalidad. 
 
Página 1 / 1
Foto del autor Jos Orero De Julin
Textos Publicados: 7132
Miembro desde: Jun 29, 2009
0 Comentarios 308 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Relato.

Palabras Clave: Literatura Relato Narrativa.

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Fanfictions



Comentarios (0)add comment
menos espacio | mas espacio

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy