Para mi ruda alma esta usted, princesa.
Para mi tosco comportamiento cuento con sus correcciones...
De lejos, muy de lejos.
Soy bruto y brutal, soy un soldado curtido en guerras:
Un plebeyo montaraz de sombrías campiñas.
He peleado contra todo tipo de rivales y he vencido.
Sé usar mi ballesta, mi flecha y mi arco.
También la honda mortal con sus piedras calisas.
En el combate ha quedado patente mi fragor.
Más de una vez he enfrentado a gnomos y duendes maléficos.
He cortado la cabeza de nautas que quieren tomar su imperio.
Mas los senderos de mi alma están turbios, Magnanima.
Desde que un día vi su corona señorial, Señora.
Y la ví ruborizarse ante el fuego de las corolas del archiduque.
Oí el exordio del pueblo hacia usted, majestad... No se ofenda:
Ellos son mundanales y parcos como yo.
Comen vísceras asadas y perdices fundidas.
Tienen la misma calaña de mi ronfea.
Qué saben ellos del fermento traslúcido
que deja con sus pisadas de diamante, majestad.
Qué saben ellos de su trono de centellas
y que las nubes le obedecen sólo a usted.
Ni de las congojas y nervios que a veces la apremian...
He visto la placidez de sus encantos en los maizales
cuando sale de incognito hacia la abadía.
No sé de pautas ni tratos, solo de fiereza y fidelidad.
Custodio sus virginales espaldas desde los riscos.
Y daré mi vida y mi estirpe por cuidarla.
En verdad hay lebreles colosales que espantan
y dragones que no mitigan en nada su fuego.
Su castidad, Señora, es patente a mi alma:
La veo como convaleciente en una crisálida
y sus ojos son cristalinos como los vitrales del monasterio.
Siempre la libraré del truhán y del sanguinario.
Soy humilde penumbra que da testimonio de su alta luz.
Sé que su blancuras hace aterirse a las hechiceras.
Entre las vendimias parece una caricia bendita.
La he visto doblarse en los trigales
y he puesto a mi corazón en contramarcha.
Para usted mi vida hasta lo exánime y mi añil.
Mis oficios, mis rezos y mi espada.