Sinfona de recuerdos
Publicado en Mar 04, 2013
1. Popurrí.
La vieja música suena a través de la bocina de la computadora. Es música de hace añiles, pero a mí me gusta. Me hace recordar viejas épocas y posibilidades no concretadas para las cuáles toda oportunidad ha sido permanentemente vedada. El cuarto se encuentra escasamente iluminado; si acaso por la mortecina luz de un día que fenece, que se filtra a través de la ventana y un televisor encendido, en modalidad de silencio, en el que se exhibe una película reciente a la que no presto absolutamente ninguna atención. Me encuentro absorto, escribiendo en la computadora, mientras la música sigue corriendo en modo aleatorio gracias al programa que la reproduce. Hay otras cosas que hacer pero, como ya es tradicional en mí, las postergo. Sé que tarde o temprano me voy a decidir, me levantaré y las haré, pero no ahora. Es una tarde perezosa o, al menos, yo me siento así. Hace unos cuantos días encontré antiguos escritos míos y los releí con atención un par de veces. Aún parece que alguien más me relataba esas historias. Recuerdo cuando recién las escribí; era como si alguien ajeno a mí estuviera dictándome los eventos, obligándome a plasmarlos sobre papel, o. . . quizá sea más exacto decir, sobre la pantalla, a través del teclado. Un buen día decidí entrar a un concurso de literatura. Yo sabía entonces –igual que lo sé ahora-, que no tenía ninguna clase de oportunidad, pero me dije “¡Qué diablos! ¡Solo se vive una vez!”, así que no tuve que pensarlo mucho. En realidad no fue diferente a cuando me decidí a pintar mi primer cuadro, ni cuando hice mis primeros experimentos con electrónica, ni a cuando escribí mi primer programa de computadora. Fue el glorioso impulso de querer experimentar lo que me llevó a hacerlo. El querer saber, el desear dejar de ser espectador y convertirme en protagonista. Algunas de las otras cosas que hice funcionaron. La mayoría no. Pero cuando miro hacia atrás veo hechos, no expectativas. Fueron cosas que hice, bien o mal, no me las contaron, las viví en carne propia. Quizá, aquellas cosas que hice lo suficientemente bien como para seguir haciéndolas hoy me hayan aburrido y, tal vez, las que intenté sin mucho éxito pude hacerlas mejor con la práctica, si lo hubiera intentado, pero llegó el momento en que me dije a mí mismo “¡Hasta aquí!” y no las hice más. Hay algunas cosas que extraño, como pintar, porque hacerlas me producía un placentero bienestar, pero hasta hoy no he reunido el suficiente coraje para volverlo a intentar. Quizá solo es un poco de temor a hacerlas por segunda vez. Nunca he creído en las segundas partes. Encendí la luz. Como siempre que escribo prosa, solo me dejo llevar. En realidad no hay una historia planeada. Sé que si existe. Aparecerá por sí sola. No me gusta forzarla. Después de releer mis viejos trabajos, sentí una repentina necesidad de volver a escribir. Decidí ignorar ese súbito deseo y postergarlo. Quise asegurarme de que no se trataba solo de la dulce memoria de un pasatiempo casi olvidado. La verdad es que me sentía bloqueado. Durante días, recalenté el deseo e imaginé posibles historias para escribir, imaginé como empezarían, pero no concreté ninguna de ellas. Hoy, tal vez porque sé que tengo cosas que hacer y mucha pereza para hacerlas, simplemente abrí el procesador de palabras y comencé a escribir. No sé a dónde me llevará este furtivo instante de inspiración, pero decidí dejarme llevar. A decir verdad, ahora es diferente en algo. En ocasiones anteriores, tenía una idea clara de lo que la historia debería contar, en términos muy generales. Por ejemplo, cuando escribí “Gene/Sys: La última frontera”, el punto era reflejar lo que sentí cuando fui despedido de un antiguo trabajo que me dolió profundamente dejar. Más tarde, cuando te relaté “Neurón IX: La paradoja de la libertad” solo quería explicarte mis puntos de vista acerca de cómo podría ser una inteligencia artificial. Hoy no pretendo compartir contigo algún evento personal, ni ofrecerte mis particulares puntos de vista. Al menos no hasta este momento. En otras ocasiones -muy pocas, a decir verdad-, he escrito poesía. Reconozco que algunos de mis versos fueron escritos cuando estaba enamorado, pero ya ni siquiera guardo copia de ellos. Simplemente los extravié, así como toda esperanza con ese efímero amor que duró apenas unos cuantos meses. Para mí, sin embargo, fue agonía de algunos años. Para ella. . . jamás tendré una idea razonable de lo que significó para ella. Un día –o, es posible que sea más exacto decir, una noche-, sin saber porqué, de pronto decidí borrar todo vestigio de ella de mi memoria. Evidentemente no tuve el gran éxito que esperaba, pues aún hablo de ella, aunque la pasión murió. Ya no la añoro. Hoy soy capaz de decir “¡Ella se lo pierde!”. Pero no deseo en este momento hablar sobre eso. La fosa ha sido cubierta completamente de tierra y he enterrado esa memoria que me acosó implacable durante meses. Irónicamente, acabé solo, en el más estricto sentido literal que pueda tener esa palabra. Hace unos meses, las hermanas con quienes vivía se fueron y yo decidí quedarme aquí. Quizá sea apego al lugar, pero no quise seguirlas. Hace muchos años alguien me dijo: “Esta mal que vivas con tus hermanas. Un hombre de tu edad debería buscar su propio camino. Deberías dejarlas y vivir por tu cuenta.” Admito que no le hice mucho caso a ese comentario. Me faltaba vivir un sinfín de alegrías, tristezas y agonías para encontrar mi momento. No obstante mi soledad, me siento a gusto. Por primera vez en muchísimos años, tantos que prefiero evadir el tema, por fin me siento completamente a gusto con mi soledad. Bueno. Casi. A veces he sentido la necesidad de la compañía de una pareja, pero al escudriñar mi alrededor encuentro puras bellezas con las que no quisiera pasar más de una noche. Al menos así ha sido desde que terminó de forma abrupta ese amor que me sumió en el desasosiego. . . hasta que la conocí a ella. Hay una hermosa dama, de mirada que provoca terremotos en mi ser, que devasta el lugar y desmorona mis sentidos. Una sola mirada de ella me derrumba y su voz me fascina hasta el punto de hacerme perder la noción de mi existencia. Pero tampoco de ella quiero hablar ahora. No es el momento y no sé qué ocurrirá en el futuro. Solo sé que ahora, mi corazón late con fuerza cada vez que pienso en ella y la sangre fluye a través de mis venas como si fueran las arterias de un volcán que está a punto de estallar. Es curioso, pero en ella solo he encontrado coincidencias. El tiempo dirá. Hoy es un día perezoso, en que todo cuanto había que hacer fuera de casa ha sido completamente realizado. Solo falta lo que hay que hacer en casa y no encuentro la decisión en mí para empezar. Escribir para mí es tranquilizador. Si me dejo llevar, mi cerebro me indica paso a paso qué escribir. Ni siquiera yo sé qué escribiré a continuación. Si, lo sé, suena extraño, pero así es. El suave sonido de la bosa nova extasía mis sentidos justo ahora, cuando te relato como ocurre el proceso en mí. Me habría encantado nacer en Brasil y rodearme de su encanto, sentir mi cuerpo vibrar eternamente ante su música, impulsado por las cuerdas y las percusiones. En ambiente tropical, quizá viviendo a la orilla del mar, de un Atlántico que se extiende más allá del infinito mientras las gaviotas vuelan en busca de su final. Con dulces noches estrelladas y aire limpio y fresco que embota mis sentidos del romanticismo de su música y la sensualidad de sus mujeres. Quizá es únicamente el efecto de la música en mi ser. Acaba de entrar Queen y el tañer de su rock acelera mi ritmo. No sé qué vendrá a continuación pero seguro modificará mi perspectiva. Es probable que no lo notaras, pero acabo de explicarte de la mejor manera posible lo que ocurre en mí cuando escribo. Seguro te has dado cuenta de que, sin más, comencé a relatar algo completamente inconexo a lo que decía, pero ese es precisamente el punto. Cuando escribo ocurre eso. Dejo que mi cerebro me dicte la historia y mi cerebro la crea en función de lo que siente. Por ejemplo ahora, los Bee Gees cantan “Emotions” y siento el dulce ritmo de la melodía ponerme en una fantasía romántica en la que comparto con mi dama lo más profundo de mi sentir. Así, de esa manera dejo fluir esos sentimientos a lo que escribo y te hablo del aspecto bonito que a mi parecer tiene el amor. Ese aspecto de entrega, de armonía, de dulce pasión que se desborda buscando retribución. Pero no una retribución egoísta que obliga, sino la retribución que ocurre cuando el amor es mutuo, algo que difícilmente llega a ocurrir. Mucha gente se enamora de lo que ve, no de lo que siente. Esa es la razón por la que falla tanto el amor. Es increíble cuanta confusión origina una simple palabra. Incluso, se atreven a categorizarla e identifican tipos de amor. ¡Qué absurdo! El amor es solo uno. Cuando confundimos el deseo con el amor es cuando comienzan todos los problemas, porque en ese mismo instante los sentimientos se condicionan a los intereses y, desde ahí, todo vestigio de lo que pudo ser el más bello sentimiento termina por fenecer. ¡Ay de ti si me haces caso! Soy un hombre que ha experimentado el paraíso en brazos de muchas mujeres y no ha sido capaz de quedarse con una. No es mi intención presumir. Si lo analizas, lo que comparto contigo ni siquiera es digno de ser presumido. ¿De qué sirve haber conocido tantas y tan diferentes caricias sobre mi piel, si mi corazón terminó hecho añicos? Y no solo una, sino un centenar de veces. Si. Mi vida es vacía. Es vacía porque no hay alguien a mi lado con quien compartirla. No hay hijos interrumpiendo mi labor y llenando mi corazón de infinito orgullo y alegría. Es vacía porque sé que iré a la cama solo y despertaré igual. Así como sé bien que cuanto haga mañana será una copia al carbón de lo que hice hoy. Una y otra vez. Pero a estas alturas de mi vida tengo la madurez para preferir que sea así. Contrario a lo que muchos piensan, especialmente las mujeres, estar solo no es tan malo. De hecho, creo que es lo mejor que me podría haber pasado. Déjame explicarte. En mi vida, he tenido la fortuna de conocer los besos de una bella mujer, de perderme en sus caricias e inundar su ser del manantial de la vida eterna pero si -a pesar de todo-, no estoy con ella ahora, es porque faltó algo. Algo que entonces fue pequeño, casi imperceptible pero que, de haber cedido a la locura del momento y acceder a compartir mi vida con ella, con el paso de los años se hubiera transformado en un enorme abismo, cuya separación nos habría hecho inevitablemente infelices. ¿Quién soy yo para ocasionar tanta desdicha en un ser que no hizo sino regalarme el favor de su cariño? Casualmente en el mismo instante en que escribo esto empieza a sonar “Você abusou”, una canción que me fascina. Precisamente de eso mismo habla. Sobre alguien que se toma la libertad de disponer del amor de una persona que lo entrega con sinceridad y ella se lo hace ver. ¿Quién soy yo para hacer eso? En la ventana aparece enmarcado un cielo oscuro, apenas iluminado por un farol callejero. Lo que iba a hacer en casa, según parece, quedó postergado. Quizá más al rato me remuerda la consciencia y decida hacerlo o, tal vez, mañana, ante la inminencia de lo inevitable, me levante a hacer las cosas que dejé pendientes hoy. Pero no importa. Escribir esto es algo que de todos modos quería hacer. Como ya te he contado, desde hace días sentí esta inquietud. Quizá era el momento indicado. El humo de mi cigarrillo sube formando extrañas formas mientras oprimo las teclas para relatar lo que vivo. Me siento a gusto y es mi más sincero deseo hacerte sentir así, mientras me lees. Es uno de esos momentos mágicos para mí. La magia se produce como te la voy relatando. Mi cerebro transmite a mis dedos las ideas, para digitalizarlas en un documento del procesador de palabras que –espero-, pronto compartiré contigo a través de mi sitio de Internet. Si mi deseo se cumple, tú estarás viviendo ahora lo mismo que yo. Tu cerebro reproducirá calladamente la música que escucho y te imaginarás mis andanzas, viviéndolas espiritualmente, como si hubieras estado conmigo cuando las viví. Por medio de esa mágica conexión que se producirá entre tú y yo cuando abras este documento y leas las palabras contenidas en él, tú y yo seremos uno solo. Te sentirás en medio del ambiente que para mí forma parte de mi memoria y sentirás los sentimientos que te relate como si fueras yo. En algún momento, cuando te describa un personaje que bien podría existir o, quizá, sea solo producto de mi imaginación, te sentirás ese personaje y verás las cosas desde su punto de vista y sentirás sus emociones como si fueran tuyas. Mientras leas, cometerás mentalmente los mismos errores que yo cometí y aprenderás de ellos o los sufrirás, como yo los sufrí. Te excitarás al vivir junto a mí las mismas aventuras de las que ahora me río o me apeno y sentirás en carne propia las mismas sensaciones que yo alguna vez sentí. Te advierto que mi propósito no es hacer una autobiografía. Sé que la vida de todas las personas merece tener una. ¿Por qué no habrá de tenerla la mía? Pero no intento contarte mi vida, sino mis sentimientos y un recurso para hacerlo puede ser mezclar realidad con ficción. Al fin de cuentas, solo trato de hablar de qué me llevó hasta el punto en el que estoy. La realidad no es tan importante como el mensaje en sí. Durante estos mágicos momentos en que tú y yo permanezcamos conectados, lo importante siempre será el mensaje, porque te deseo lo mejor de mi experiencia, sobre todo si buscas una respuesta. Quizá me estás leyendo porque crees que te la puedo dar y decidiste darme la oportunidad. 2. Can´t get enough of your love. Era un día soleado. Hacía un calor insoportable. Estábamos en una conversación de sobremesa mi madre, mi hermana, mi dulce Martha y yo. Era más o menos mediodía y acabábamos de almorzar. Martha llegó mientras lo hacíamos y mi madre la invitó. Martha era una muchacha pequeña, de estatura baja y bonitas formas. Ella no era muy bonita, pero me caía bien. Ambos estábamos en el mismo nivel en la escuela secundaria, pero en diferente turno. Ese día no habíamos ido a la escuela porque era sábado. Era normal que Martha subiera a la casa. Su padre trabajaba junto a mi papá y a mi mamá en la oficina de telégrafos, en la que mi papá era el administrador. Martha acudía mucho a la oficina, supongo que para llevarle el almuerzo a su papá y, cuando podía, buscaba a mi hermana –menor que yo-, para platicar cosas de las que platican las mujeres. Ese día, en la sobremesa, de pronto mi mamá y mi hermana empezaron a acosarnos con la idea de volvernos novios. Yo me sentía apenado y, aunque no puedo hablar inteligentemente sobre los sentimientos de Martha, supongo que ella se sentía igual. Como sea, entendimos que eran sólo bromas. En aquella época yo no tenía más de trece años y creo que mi mamá quería verme de pequeño galán por cómo sucedieron las cosas ese día. Bien dice un viejo refrán “Ten cuidado de lo que deseas porque se te puede hacer realidad” y esta no iba a ser la excepción. A decir verdad, en esos años, yo vivía la magia de la secundaria. Atrás quedaba mi niñez y nuevos intereses comenzaban a hacer estragos en mi púbero ser. En realidad, eso mismo nos pasaba a todos los que estábamos en las mismas circunstancias, evidentemente. Cuando entré, acababa de cambiar de residencia. Hacía tan solo un par de meses yo había salido de la primaria en Taxco y ahora iniciaba la educación secundaria en Iguala. En mi grupo, era uno de los más altos y sobra decir que algunas niñas me acosaban. Supongo que creían que era mayor. De cualquier manera, muchos de mis compañeros seguían prefiriendo los carritos y añoraban los partidos extra clase de football soccer. Yo no era muy diferente a ellos, pero mis hormonas me tenían extremadamente confundido y me sentía desubicado y solo. Para mí, la pubertad empezó de improvisto, en un momento muy poco conveniente. Fue un día cuando tenía apenas nueve años y me encontraba en medio de un desfile. Yo siempre había sido un niño obeso y Taxco tiene la particularidad de encontrarse enclavada en medio de la sierra madre del sur. Es decir, toda la ciudad es un montón de colinas sobre las que se construyeron edificios coloniales. ¿Por qué es esto relevante para lo que estoy contando? Bueno, imagínate a un niño gordito desfilando en medio de colinas. Imagina lo que ocurre en su pubis, al rozar su. . . bueno, su órgano reproductor con sus piernas. Yo sólo sé que en un momento dado sentí unos impostergables deseos de orinar y –ante la imposibilidad de seguir aguantándome-, decidí que no me importaba y que orinaría ahí, en pleno desfile pero, contrario a lo que esperaba, sentí la relajación de haber orinado, pero mi pantalón estaba seco. Bueno, casi. Ajá, así es. Te estoy contando cómo fue mi primera eyaculación, sólo que entonces no lo sabía. Más tarde se lo conté a mi papá y él se limitó a comprarme una cerveza. Exacto, mi propósito es ayudarte a entender el porqué de mi confusión. Jamás me explicó él lo que me había sucedido y yo no tenía forma de saber que me estaba ocurriendo. Creo que le pasa a la mayoría de los jóvenes, en algún momento, cuando las hormonas enloquecen su organismo y los cambios empiezan a ocurrir, que –de pronto-, las curvas femeninas nos trastornan y los efectos de dicho desasosiego interno son inevitables. A mi pasó con muchas de las amigas de mi hermana que pasaban por el mismo tipo de cambios que yo y, obviamente, con las fotografías de las actrices y vedettes que publicaban en el diario que compraba mi padre. Uno de esos días, ojeando uno de los diarios de mi padre, vi algunas de esas fotografías y me parecieron demasiado interesantes. Tanto que lo que tenía que pasar pasó y descubrí cuánta satisfacción puede darse uno mismo en un momento de fragilidad. Si. Fragilidad es la palabra correcta. Sé de sobra que lo que cuento es demasiado gráfico –solo espero que la delgada línea entre lo gráfico y lo pornográfico no se haya roto aún-, pero hay un punto, lo prometo. Mi niñez fue matizada por un ambiente de fe inmensa. Como suele ocurrir en casos como el mío, fui educado con ideas religiosas muy ortodoxas. Ese día fatídico en que descubrí las delicias de la carne, me debatí entre el placer y el remordimiento. Al no saber lo que me había ocurrido durante el desfile y encontrarme con mis hormonas en exaltación, inicié lo que me debatiría entre lo correcto y lo que me daba placer. No sabía con exactitud que estaba haciendo, pero no podía dejar de sentirme culpable ni de sentir placer al mismo tiempo. Mi educación religiosa me gritaba que estaba mal, pero mi cuerpo pedía más y más. Quise detenerme, más de una vez, pero la tentación me instaba a continuar y –pronto-, fue demasiado tarde. Entonces hizo su aparición el remordimiento y conocí por vez primera la agonía del arrepentimiento. No obstante, la semilla estaba plantada y no haría sino germinar. No fue la última vez, aunque me lo había prometido y, para cuando salí de la primaria, era algo a lo que ya me había acostumbrado. No sabía mucho al respecto, sólo lo que me importaba entonces: que me hacía sentir bien. Si le has dado a mi pequeño relato el sentido correcto, es posible que ya sepas lo insufrible que es ese debate entre la moral que la religión intenta enseñarte y aquellas pequeñas conveniencias que vas descubriendo a lo largo de tu vida, que contradicen lo que te han enseñado que es correcto. Así llegué yo a la secundaria, en medio de un océano de confusión, como supongo que la mayoría de mis compañeros llegó también al mismo punto. Había niñas que por alguna razón que ahora conozco de sobra pero entonces no entendía, me buscaban con mucha frecuencia. Pero yo estaba paralizado por la timidez. Me daba pena siquiera hablarles. También, había algunas muchachitas que me parecían el más hermoso sueño que podía haber tenido hasta ese momento. Había dos, en particular, que eran tan hermosas como el rocío matutino que alimenta a las rosas de un jardín que extasía los sentidos. Pero les tenía un profundo miedo. Durante esa época, era terriblemente retraído en lo relativo a tratar a las chicas, pero con mis compañeros era una historia diferente. Recuerdo que mis compañeros y yo hacíamos apuestas sobre quién sería el primero en tener novia. Secretamente yo aspiraba a ganar esa apuesta, pero no fue así. Uno de mis compañeros, Mundo –como le llamábamos-, fue el primero en conseguirlo. En lo personal, yo no le hablaba a Mundo. Era ese tipo de niños que siempre andan bien planchaditos y se ven muy pulcros. Yo era un niño como cualquier otro, fachoso y empeñado en parecer mayor y más malo. Mundo conquistó a Rocío, la niña que –a juicio de muchos-, era la más bonita del salón. No ocurría lo mismo conmigo porque, aunque reconocía que la chica era atractiva, no era el tipo de mujer que a mí me interesaba. ¡Qué tiempos aquellos! Hoy sólo sonrío al recordarlos. Las niñas que me gustaban a mí eran más bien delgadas. Rocío era demasiado exuberante para mi gusto. No falta aquel –incluyéndome-, que inventara historias sobre novias imaginarias y se la pasara impresionando a los demás compañeros con las fantasías que sólo residían en su fructífera imaginación. Pero ese sábado, tras la sobremesa, mi mamá y mi hermana finalmente se fueron y nos quedamos Martha y yo solos. Entonces, de la manera más torpe que te puedas imaginar, le pregunté a Martha si quería ser mi novia. No puedo evitar una carcajada al recordar eso. Martha me dijo que no estaba interesada y yo me sentí morir de lo estúpido que me consideré en ese momento. Me disculpé con ella y me encerré en mi cuarto con la cara roja de vergüenza. Así pasé el resto del fin de semana. Acostado en mi cama, no dejaba de recriminarme por lo estúpido que había sido e imaginaba como se reiría Martha con mi hermana y sus amigas cuando les contara que me le había declarado. Me reclamé por mi osadía y me insistí hasta el cansancio que yo era lo suficientemente feo como para que alguna chica quisiera andar conmigo. Ese fin de semana conocí el infierno. El lunes hubiera preferido no ir a la escuela. En medio de mi paranoia, imaginaba que ya todos lo sabían y que se mofarían de mí. Sin embargo, por la tarde del lunes, mi hermana me llamó. Ella se encontraba en el piso que daba a la calle hablando con alguien en la puerta. Me pidió que bajara y, sin mucho afán, la complací. Una vez abajo pude ver que estaba con Martha y mi cara se tiñó de rojo en un segundo. Traté de envalentonarme y decidí enfrentarlo. Entonces mi hermana me preguntó si era cierto que Martha y yo ya éramos novios. Yo le dije que no. Que le había preguntado si quería ser mi novia y que ella me dijo que no. Así, mi persistente hermanita me pidió que le volviera a preguntar. Así lo hice y exactamente de esa manera fue como comenzó mi primer romance. Ese lunes ella iba para la escuela y quedamos en que yo la recogería en la noche. Ella estaba tan asustada como yo -al menos, eso creo-, pues me pidió que no llegara a la escuela, sino que la esperara en el patio de un templo que estaba justo antes de llegar a ésta. Así lo hice y la esperé, con los nervios a flor de piel y un mar de dudas. Fueron momentos de una agonía indescriptible. En ocasiones pensé que todo era un montaje y que ella sólo pasaría con sus amigas enfrente del lugar, cuidándose de que no la viera con el único propósito de burlarse de mí. En más de una ocasión quise irme de ahí y olvidar el asunto, pero esa tenacidad que me ha acompañado en cada momento importante de mi vida me obligó a permanecer ahí y cumplir mi promesa. Tenacidad. Más que una palabra debería considerarse un símbolo al coraje humano. Es la actitud que te obliga de manera tácita a continuar en algo para lo que no conoces el resultado final. Es una promesa del futuro, una posibilidad que puede sumergirte en un mar de gloria o enfrentarte a tus peores quimeras. Tú sabes bien que habrá un resultado. Lo que no sabes es qué resultado será. Sabes que, de continuar en tu empeño, las cosas pueden salirte mejor que cualquier cosa que pudieras haberte imaginado o convertirse en la peor de tus pesadillas. No obstante, decides permanecer firme en tu postura y permitir que ocurra lo que tenga que pasar. Así me sentía yo en esos largos segundos de espera. Finalmente, Martha apareció y, como debes suponer, sucedió exactamente lo que tenía que suceder. Ninguno de los dos sabía de qué se trataba eso de ser novios. Es más, ni siquiera sabíamos de qué hablar. Como sea, no recuerdo si fue ella o fui yo, uno de los dos inició una conversación pero, para ser honestos, yo no estaba muy interesado en conversar. Yo quería pasar a la acción. En algún momento la interrumpí y le pedí permiso para besarla. Ojalá pudieras ver la carcajada que tengo en este preciso instante. No sé tú, pero yo, hoy, no pediría permiso para eso. Ella accedió y –en ese momento-, las estrellas bajaron del cielo y la luna sólo nos sonrió. No sé si sería porque estábamos en las afueras del templo, pero un coro de ángeles inició una melodía cuyo ritmo aún me transporta a un pentagrama de la sinfonía del primer beso. Tomé su rostro entre mis manos y miré su mirada. Ella entrecerró sus ojos y yo la acaricié con mucho cuidado. Mi brazo izquierdo rodeó su espalda y nuestros labios al fin se tocaron. Fue completamente indescriptible la emoción que sentí en ese momento, pero hoy es como sentir el dulce sabor de la miel al recoger ese recuerdo de mi memoria. Sé que nunca habrá un primer beso después de ese y, por ello, el sólo revivirlo en mi memoria es tan grato para mí. No supe cuánto duró la magia, pero no importaba. El momento propició llegó justo a tiempo y las cosas no volverían a ser igual para mí. No fue el único beso esa noche. Para los dos era algo nuevo, algo excitante. . . y algo repleto de la inocencia que lentamente se va perdiendo. Esa noche, nuestra niñez llegó a su fin. En algún momento nos paramos y comenzamos a caminar abrazados hacia la oficina de telégrafos. Si pudieras ver mi sonrisa al recordar cómo ella me pidió que dejara de abrazarla cuando estábamos próximos a llegar para que su padre no nos viera. Más tarde, esa noche, en la oscuridad de la recámara que compartía con mis dos hermanos varones, aunque mis ojos estaban cerrados, mi mente no dejaba de divagar. Esa había sido la noche que lo cambió todo en lo que llevaba de vida. Al otro día le conté sobre Martha a mis amigos más cercanos. Quería presumir que ya tenía novia. Algunos se envalentonaron e hicieron como que eso no era noticia para ellos, otros quisieron hacerlo, pero cuando no hubo testigos para ello, me preguntaron cómo se sentía. No sé a ciencia cierta porqué las mujeres son tan comunicativas pero mi mamá no tardó en enterarse gracias a mi hermana. Fue cuestión de una semana o dos para que mi mamá comenzara a regañarme por andar con Martha. Yo me sentía bien con Martha, pero mi mamá a cada rato me reclamaba. Me enojaba que hablara de ella de una forma despectiva, burlándose de su físico. Además, como ya lo había logrado una vez, sentí que podía lograrlo de nuevo y Alma, una de las amigas de mi hermana, apareció en escena. Alma era una jovencita alta, delgada, muy bonita. A decir verdad, para ella yo no era más que el fachoso hermano de Geno, mi hermana. Ellas dos se burlaban por mi forma de caminar. Decían que parecía un pavorreal, moviendo los hombros al ritmo que movía los brazos al caminar. A mí me impresionó la belleza de Alma y ya no aguantaba a mi mamá diciéndome que Martha era fea y que merecía algo mejor. Así que un mal día cité a Martha y terminé con ella. Ella contuvo sus lágrimas y no me dejó ver el impacto que había tenido mi petición en ella y yo, vale decirlo, fui un verdadero imbécil al plantearle las cosas de la manera que lo hice y, más aún, al no percibir el duro golpe que le había dado. Esa misma noche, cuando la vi, le pedía a Alma que fuera mi novia, pero ella de plano me dijo que no estaba interesada y que ya tenía un novio, mucho mayor que yo, por cierto. En otras palabras, me quedé como el perro de las dos tortas, si entiendes a qué me refiero. De la misma manera en que se dieron las cosas anteriormente, mi mamá no tardó en enterarse. Si. De nuevo, gracias a mi hermana. Ya sabrás lo que ocurrió a continuación. Ahora me hizo un tango con respecto a mi ruptura con Martha. Me dijo que el padre de Martha les reclamó a ella y a mi papá por lo que le había hecho. Me contó que Martha estaba muy mal y que la tarde que terminé con ella regresó a su casa llorando. Si alguna vez, por cualquier razón que se te ocurra, te has sentido como un gusano, comprenderás como me sentí. Sin embargo, las cosas esta vez no fueron tan aceleradas como la primera vez. Pasaron varios días antes de que se diera la oportunidad. El momento finalmente llegó y, al encontrarme a Martha le pedí que me permitiera hablar con ella. Fue vergonzoso para mí, pero era algo que yo sabía que tenía que hacer. La valentía no consiste en no tener miedo, sino en tenerlo y, aún así, hacer lo que debes hacer. Creo que lo has leído o lo has oído más de una vez. A simple vista, parece solo una frase más, sin la mayor importancia. Pero para mí adquirió mucho sentido ese día, cuando enfrenté las consecuencias de mis propios actos. Martha y yo hablamos de lo que había ocurrido. Le conté de la reacción de mi mamá cuando descubrió que ella y yo éramos novios y para ser franco con ella, porque lo merecía, le conté de mi soberbia al considerar que podía tener otra novia. También le hablé de lo inmundo que me sentí cuando mi mamá me regañó por terminar con ella y, después de mucho hablar, volvimos a ser novios. Esta ocasión fue diferente. Ya no hubo rupturas explícitas, aunque si se dieron, como era natural, con el transcurrir de los meses. Después de todo, éramos sólo unos niños jugando a ser novios. Algunas veces, mis amigos me contaban cosas de Martha. Me decían que ella tenía otro novio en su grupo, por la tarde y yo no podía evitar los celos, pero no eran celos como hoy los entiendo, eran otra clase de celos, aunque quizá ese calificativo no sea el más descriptivo para la emoción que me embargaba cuando me contaban esas cosas de Martha. Verás, por más que lo intenté durante poco más de dos años, yo sinceramente traté de querer a Martha. . . pero no pude. Ella fue mi primera novia, me gustaba besarla y pasar tiempo con ella. Incluso hoy, es uno de los recuerdos más dulces que guardo en mi memoria, pero nunca fui capaz de darle a nuestra relación la misma importancia que para ella tuvo, porque si algo sé, aunque suene soberbio, es que para ella yo fui algo importante. Dejando la soberbia de lado, lo sé porque la sentí temblar entre mis brazos, sentí como se desmoronaba cuando la besaba, sentí su corazón acelerarse cuando acariciaba su rostro y pude sentirla mía más allá de lo que la inocencia del primer amor se puede permitir. En cierto modo, todo eso que describo lo sentí yo también, pero no imaginé nunca mi futuro junto a ella y, para ser justo, creo que tampoco ella se imaginó un futuro conmigo, aunque los dos hablábamos de eso. Muchas veces. Aún hoy me estremecen las noches en que nos encontrábamos en mi casa para ser novios por un par de horas. Recuerdo la escalera que conectaba el piso que daba a la calle con mi vivienda y especialmente los últimos tres escalones para llegar al piso superior, donde Martha y yo permanecíamos abrazados, cumpliendo nuestro sagrado ritual de amor. Recuerdo las noches en que caminábamos abrazados por las calles, incluso recuerdo cuando –de mala gana-, su papá finalmente le permitió ser mi novia. ¿Cómo podría olvidar esa mirada suya, cargada de una admiración inconmensurable, cuando sus ojos se encontraban con los míos? ¿Cómo olvidar el calor de su piel, cuando acariciaba su rostro o la abrazaba? Jamás mi memoria perderá el recuerdo de su dulce voz diciéndome un “te quiero” al oído. Hoy, tras una infinitud de anocheceres, cuando el invierno empieza a traer la nieve a mi cabeza, ella sigue siendo la mujer que cambió mi vida. Otros amores llegaron y se fueron durante esos poco más de dos años que duró mi noviazgo con Martha. Algunos se concretaron, aunque la realidad es que muchos no. Yo sufrí la transición del niño introvertido al jovenzuelo que quería ser visto como renegado. Mi peinado cambió de la aburrida melena de fines de los setenta al copete que “Grease” puso a la moda. Una chamarra de mezclilla me acompañó a todas partes, aún cuando el calor de Iguala era insufrible y un cigarrillo colgaba inclinado entre mis labios, al más puro estilo de “Dirty Harry”. Algunos verdaderos amigos me acompañaron durante todo el trayecto y otros se convirtieron en conocidos que acudían a mi casa por las tardes, pues mis padres nos dejaban completamente solos a mis hermanos y a mí, convirtiendo mi casa en el lugar perfecto para hacer cuanta travesura se nos ocurría. Tuve nuevos amigos y, uno de ellos, fue un mozalbete conocido como “el loco”. Junto a él viví toda clase de aventuras. Es difícil describir qué hizo del loco mi mejor amigo. La principal razón para juntarnos fue que siempre jugábamos a pelearnos. Junto a él brinqué la barda de la secundaria, sólo para terminar yendo a otra secundaria, dizque a conquistar chicas. Otras veces, nos quedábamos afuera, en la plaza que se encontraba frente a la secundaria, sólo para perder el tiempo vagando por las calles. Una vez, sin más, nos fuimos caminando por la carretera hasta llegar a Taxco y regresamos de la misma manera a Iguala. Esa ocasión, compramos algo de gasolina y juntamos algunas botellas vacías de cerveza. Durante el trayecto, por la carretera, hicimos bombas molotov que, con la más patente negligencia, arrojamos a la carretera. Hoy, por supuesto, me parece una aberración, pero entonces era algo que nos divertía. Como es de esperar, pronto me gané la fama de rebelde y me convertí en el muchacho malo de la escuela. Muchos me odiaron e hicieron cuanto estuvo a su alcance por evitarme, pero otros se sentían atraídos por mi falta de garbo. Desde que estaba en Taxco me interesé por el fisicoculturismo y el ejercicio se volvió habitual en mí. Dado que cuando estaba en la primaria fui el objetivo principal de las burlas y las bromas de mis compañeros, aprendí algo de artes marciales y eso no hizo sino alimentar la leyenda. Para cuando estaba en mi último año de la secundaria, mi cuerpo ostentaba ya tímidos músculos y, de alguna manera que entonces no comprendía del todo, eso le llamaba mucho la atención a algunas chicas. Es decir, los músculos obviamente tenían su atractivo, pero el hecho de aparentar rebeldía, tomar cada oportunidad que se me presentaba para pelearme con alguien e imponer mis propias reglas, era lo que les atraía a algunas chicas de mí. Martha siguió siendo mi novia hasta que se aburrió. Un buen día, supe que ya tenía otro novio y nos distanciamos finalmente pero, para ser sincero, en esa época no invertía mucho tiempo pensando en eso. Una cosa que me encantó de la época fue el taller de estructuras metálicas. Me gustaba porque trabajar con fierros me hacía más musculoso y, si a esto añadimos que el taller colindaba con los talleres de cocina y de belleza, el atractivo por ese taller en particular era mayúsculo. En el taller de belleza conocí a una chica rubia muy bonita a la que coqueteé con descaro y no conseguí más que un palmo de narices. No sé en verdad si ella se llegó a interesar en mí. A mí me parecía que sí, pero nunca intenté un acercamiento con ella. Sin embargo, siempre que podía, trataba de hablar con ella. Es decir, platicábamos, bromeábamos, pero nunca di el siguiente paso. ¿Por qué? Simplemente porque en esa época estaba muy verde. Si algo me aterraba era interactuar con las mujeres. Me encantaba lucirme, eso sí, pero les tenía terror. Era más fácil para mí relacionarme con chicas que no me gustaban, que hablarle a las chicas que si me gustaban. La peor manera de perder oportunidades es escuchando a tu autoestima. No voy a decir que cuando tenía esa edad era una especie de Hércules, pero hacía ejercicio antes que cualquier otra cosa y era un joven fornido. Ahora que lo veo con la óptica de un hombre maduro, sé perfectamente que el físico no exactamente es el gatillo que dispara la atracción sexual, sino, más bien, el lenguaje no verbal y yo siempre transmití las señales correctas, pero nunca me percaté de ello. Me empeñé en subestimar mi apariencia y no caí en cuenta de que tenía a mi alcance todo cuánto necesitaba. Sin saberlo, todo ese conjunto de pequeños detalles jugaban a mi favor, pero vivía hipnotizado por el letargo de la autoestima. Si algo tuvo Martha para mí en su infinita generosidad, fue una paciencia destacable. Ella bien pudo ser la primera en mi vida y sí, estoy hablando de sexo. Pero no lo fue. Una noche, fuimos a mi cuarto y comencé a besarla. Una hoguera se encendió en mí y mi pasión se desató de manera incontrolable. Yo insistí en hacerla mía, pero ella se negó cuánto pudo. Es en álgidos momentos cuando adquieres consciencia de los parámetros que moldean tu existencia. En un momento dado, entendí su “no”. Verás: mi cuerpo pedía sexo a toda costa y el control de mi cuerpo se lo había cedido por completo a mi pene. Llegó un instante en que sabía que la estaba forzando y que le hacía daño, pero mis hormonas en ebullición no me permitían darle la importancia que mi consciencia luchaba por hacerme ver. De pronto, como si alguien hubiera vaciado un balde de agua fría sobre mi espalda, su “no” adquirió sentido. No del todo, pero lo suficiente para decidir que lo que estaba haciendo estaba mal. En ese momento no lo entendí del todo, pero comprendí que no significa no y dejé de acosarla. Sin embargo me sentí enojado con ella por no acceder a mis ansias. Creo que ese fue el principio del fin de nuestra relación. Pasarían todavía algunos años antes de mi primera vez. Mientras tanto, varias chicas entraron y salieron en mi vida. A muchas de ellas las dejé pasar de largo tan sólo porque me aterraba la idea de ser despreciado. En muchas de ellas vi un poco de lo mucho que tuve con Martha. En cierta forma, esa fue la razón por la que me sentí atraído por ellas. Pero el desencanto nunca tardaba y llegaba justo cuando me daba cuenta de que no eran Martha. 3. Saturday night fever. Era uno de los rituales de nuestra incipiente adolescencia. La imagen se había convertido en nuestra principal preocupación y todos por igual necesitábamos saber si encajábamos en el contexto social. Esa fue la primera vez que entré a una discoteca. La música sonaba estridente en el recinto oscuro que era subrepticiamente iluminado por luces estroboscópicas que se reflejaban en la gran bola platinada que colgaba del techo, sobre el centro de la pista. Un grupo de jóvenes bailaban -o hacían como que bailaban-, en la pista. Otro conocido refrán sugiere “si vas a Roma, haz como los romanos”, así que, de lo que se trataba, era de bailar, como lo estaban haciendo todos. Desafortunadamente algunos somos pillados por sorpresa justo en el momento en que menos lo esperábamos y no nos queda otro remedio que recurrir a la imitación. Eso fue lo que me ocurrió a mí. Quizá hoy me consuele el saber que no fui el único, pero no dejo de sonrojarme al recordar la futilidad de mis intentos. Fue una suerte que una despistada quisiera ser mi pareja y bailamos por un momento. Al menos, hasta que se aburrió de mi ignorancia con relación al arte de la expresión corporal a través del movimiento. Pero no pasó mucho tiempo hasta que pude convencer a otra ilusa. Valga decir que la mayor parte del tiempo me la pasé deambulando, saludando a quien me encontraba, hasta que pude reunirme con un amigo mío que iba exactamente a lo mismo que yo: a investigar de que se trataba todo este argüende. De pronto, la chica más bonita que mis ojos habían visto en toda mi vida –y por toda mi vida hasta ese entonces me refiero a mis 12 años-, entró a la disco. No puedo describir el cúmulo de emociones que asaltó mi corazón durante ese breve instante en que la descubrí entre la multitud. En ese preciso instante descubrí que dios tuvo que pasar por una multitud de problemas para crear la belleza. Debió tratar una y un billón de veces, sin mucho éxito, justo hasta el preciso instante en que la creó a ella. Sólo entonces dios fue capaz de crear la belleza. Mirar su rostro era como echar un vistazo al paraíso, como admirar un cielo nocturno inundado de estrellas, su rostro era el más perfecto poema y yo tenía capacidad de merolico frente a ella. No está de más decir que conocía a quien la conocía, así que le pedí que me la presentara. Pero no era mi momento. Un amigo común nos presentó, pero yo no atinaba a abrir la boca y cuando ya no pude más salí corriendo de ahí. Ojalá ese hubiera sido el mayor ridículo de mi historia. No fue así. El destino me tenía deparado otro ridículo todavía mayor: unos días después de ese bochornoso incidente, volví a ir a la misma disco, adonde fue la misma jovencita, le pedí al mismo conocido común que nos presentara de nuevo, y ocurrió exactamente lo mismo. No sé cuál era mi trauma con las muchachas bonitas, pero ese trauma me hizo odiar las discoteques. Tendrían que pasar varios años antes de volver a sentirme de ánimos para entrar a otra discoteque. Eso ocurrió de nuevo gracias al loco. En uno de esos días de vagancia, terminamos entrando a una discoquete. Debido a la influencia de mi amigo las cosas se habían vuelto diferentes para mí. Ya no le tenía miedo a las chicas. . . mientras no fueran extraordinariamente atractivas. Conseguimos varias parejas de baile, lo cual ocurrió de esa manera porque en cuanto comenzábamos a bailar con ellas, decidían que la primera pieza era la última que bailaban con nosotros. Pero a nosotros eso no nos importó. Al final, “bailamos” con muchas chicas y salimos de ahí sin haber conseguido un mísero número de teléfono. Afortunadamente el tiempo pasó y las circunstancias cambiaron. No quiero decir con esto que alguna vez haya realmente aprendido a bailar, pero con el transcurrir de los años mi temor hacia las mujeres bonitas ha casi desaparecido. Lo que siempre pasa es que bailan conmigo más por lástima que de ganas. Muchos años después cambié las discotecas por otro tipo de antros. De pronto, me sentí más atraído por los centros botaneros y departí con música de mariachi con muchas otras damas al calor de las copas. Finalmente, me conformé con verlas bailar a ellas mientras intencionalmente iban perdiendo su escasa ropa hasta que llegó un momento en que eso último me pareció la forma más estúpida de tirar mi dinero a la basura. Hoy prefiero una velada romántica, a la luz de una sonriente luna, mientras bailamos cobijados por un millón de estrellas. Hoy es más importante para mí seguir el lento ritmo de una canción romántica mientras nuestros cuerpos se funden casi por completo al mismo tiempo que nuestras miradas se embelesan de la visión de los ojos del otro. La efervescencia está ahora en el contacto físico y espiritual de dos seres expectantes que buscan el dulce calor de la sensualidad de la cercanía. 4. Never, never gonna give you up. Mi madre había padecido cáncer desde que estábamos en Taxco. Se había atendido desde el momento en que se lo descubrieron, pero no fue suficiente. Quiso el destino que descubrir su cáncer se diera mucho después de lo considerado oportuno. Sucedió porque ella descubrió una bola a la altura de su seno, junto a su axila. Fue una prueba muy difícil para todos, más que a nadie, para ella. Durante años, la religión se convirtió en nuestro refugio, especialmente para mí. Criado en el seno de una familia católica, con un padre que en sus ratos libres tomaba sus libros de rezos y se ponía a leerlos y una madre que no perdía motivos para acudir al templo, su influencia era patente en cada uno de nosotros. Recuerdo tediosas tardes que viví de rodillas, tratando de convencer a un dios en el que creía sólo porque así me habían educado, de que se apiadara de mi mamá y le permitiera vivir. Me veo completamente iluso, rezando sin cansancio, creyendo en un milagro insólito, que detuviera su cáncer y lo hiciera retroceder. Vi a mi madre sufrir y yo sufría con ella. Quise creer, con sinceridad, pero los hechos se imponían. Mi fe fue puesta a prueba. Unas tías mojigatas insistían en que debíamos acudir a dios en busca de un favor que nunca llegó. Con el tiempo, mi madre perdió ambos senos y su pena fue mayúscula pues se sentía menos mujer. Ella misma perdió la fe en llegar a recuperarse y los problemas económicos se agravaron, hasta el punto en que llegó a abandonar su tratamiento. Estaba perdiendo más que sólo sus senos y la lucha contra el cáncer sólo se hacía más cruenta cada vez. Un tipo en Cuautla, Morelos, vendía un agua milagrosa que ella comenzó a ingerir y que luego fue cambiada por un polvo que decían que era de víbora y no sé cuántos menjurges más se llegó a meter cuando la ciencia médica le negó toda esperanza. Cuando finalmente entendió la futilidad de los remedios milagrosos y sólo porque el ardor de sus pulmones le impedía ya hasta respirar, regresó a su antiguo tratamiento. Uno de esos días, mi padre contrató a un chofer que tenía auto para llevarlos a ellos, mi papá, mi mamá y mi hermano, al Distrito Federal, para asistir a consulta en el hospital de ISSSTE. Durante la madrugada del siguiente día partieron. Los demás nos quedamos en la casa, para seguir con nuestras actividades cotidianas. No fue sino hasta por la tarde que una de mis hermanas recibió la llamada telefónica: habían tenido un accidente en la carretera, en la última caseta para entrar al D. F. Al siguiente día, por la mañana, mi hermana y yo partimos hacia el D. F. y encontramos primero a mi hermano, quien nos platicó cómo ocurrió. De lo que recuerdo de su relato, él afirmaba que el carro se desbarrancó y el chofer, quien aparentemente había resultado ileso, se dio a la fuga, dejándolos heridos a todos ellos. Mi padre yacía, tumbado entre las hierbas y mi madre seguía en el automóvil, atrapada. Mi hermano hacía cuanto estaba a su alcance por ayudarles, pero no podía hacer gran cosa. Entonces, con un dolor intenso en su pierna, subió hasta la carretera para pedir ayuda, sin mucho éxito y, al comprobar el escaso resultado que conseguía, regreso al auto a seguir luchando por liberar a mi mamá. Algún tiempo después llegaron los paramédicos y, ya en la ambulancia, saquearon a mi familia de todo cuánto pudiera tener –aunque sea-, un modesto valor. Tras comprobar que mi hermano y mi padre estaban bien, nos fuimos hacia los cuartos a buscar a mi mamá. Fue desgarrador para mí verla. Un médico cruel llegó de pronto y, sin miramientos de ninguna clase, simplemente dijo que con el accidente mi madre moriría en unos días, que de sus pulmones ya sólo quedaba sano un centímetro cuadrado de tejido y que no la podían enyesar en sus fracturas por la misma razón. Era un tipo muy pulcro, rubio, de ojos verdes, si no mal recuerdo y alto. Con toda la inocencia que me caracterizaba por mi edad, ofrecí uno de mis pulmones para ayudar a mi mamá. El médico, de una manera absolutamente despótica y sin el más remoto atisbo de empatía con nosotros sólo dijo que eso era una estupidez, que las cosas no funcionaban así y se fue, sin más. Mi hermana tuvo que regresar a Iguala o no sé a dónde fue, pero yo tuve que quedarme a cuidar a mi mamá. Pasé algunos días con ella, atendiendo sus necesidades. La primera noche que pasé ahí fue imposible para mí conciliar el sueño. Mientras la noche transcurría, una señora en el cuarto de al lado no paraba de gritar. En algún momento mi mamá me pidió que fuera a buscar un cómodo y yo aproveché para decirles a las enfermeras que la señora de al lado estaba gritando. Encontré a dos de ellas muy animadas conversando sobre cosas de sus vidas cuando les dije. Una de ellas simplemente dijo: -¡Ah, sí! ¡Es la señora que tiene rota la columna! ¡No hay nada que podamos hacer! -, y continuaron platicando. Si el médico, todo pulcro, todo planchadito, todo elegante se me había hecho completamente odioso, el ver la respuesta de estas personas diciendo como si nada que no había más que hacer, me convenció de algo que se ha convertido en una regla de mi vida: Odio a los médicos y prefiero no saber de qué me he de morir, que ir con uno de ellos. A raíz de su accidente y como resultado directo de su condición, mi madre ya sólo podía respirar a través de una sonda que conectaba su nariz con un tanque de oxígeno. Una tarde ella me pidió que le consiguiera un cómodo para satisfacer sus necesidades biológicas. Yo lo conseguí, se lo acomodé y, cuando hubo terminado, con tanto cuidado como pude, se lo retiré y la limpié. Mientras lo hacía ella me confesó que le daba mucha vergüenza que yo hiciera eso por ella, pero lo hice porque no logré encontrar a una enfermera que quisiera hacerlo por mí y porque mi madre no podía hacerlo por sí sola. Yo simplemente le pedí que no se preocupara y le recordé que ella muchas veces hizo lo mismo por mí, cuando era bebé. Ese fue uno de los momentos en que más cerca estuve de ella. Creo que si ella viviera todavía, a mi edad, con unos incipientes hilos plateados asomándose furtivamente en mis sienes, aún así ella sería lo más importante de mi vida. Cuando ella vivía, siempre que podía pasaba el tiempo junto a ella. De niño, muchas veces la abrazaba y acariciaba su pelo. Me gustaba mucho estar con ella. Le platicaba de todo, aunque ella muchas veces sólo se portaba condescendiente conmigo. El ser novio de Martha cambió un poco eso. Yo creo que su reticencia a mi relación con Martha se debía a que sentía celos de una muchachita que me había llevado de la niñez a la adolescencia. En cierto modo así fue, pues el andar con Martha cambió en cierta forma mis prioridades. No obstante que mi madre seguía siendo el motor de mi vida, con el tiempo me fui alejando. Creo que fue porque me encontraba en la etapa en que comenzaba a ver a mis padres como iguales y no como seres superiores. Por esa época también comencé a cuestionar muchas cosas, sobre todo, a cuestionar muchas de sus enseñanzas. Ya había dejado de aceptar todo lo que ellos me decían como una verdad absoluta. También me di cuenta de que mi mamá era muchas veces condescendiente conmigo y comencé a cuestionar su cariño hacia mí. Antes del accidente, cuando todavía podía respirar sin el tanque de oxígeno y la sonda, una noche en que nos reunimos con personas ajenas a la familia, ella sintió repentinamente un ataque de cariño desmesurado hacia mí y me pidió que me sentara sobre sus piernas. Yo. . . no sé bien que ocurrió dentro de mí. No sabría decir hoy si fue esa incipiente desconfianza en la reciprocidad de su amor o mi miedo a lastimarla –pues era un muchacho muy fornido para cuando esto ocurrió-, me negué al principio, pero entendí que quizá ella era sincera o, tal vez, sentía remordimiento, ¡no sé! Sólo sé que no le iba a negar ese instante y obedecí. Ella me dijo cosas como -¡Mi niñote!-, y me abrazó y consintió durante un rato. Yo me sentí apenado y, lo que sí recuerdo bien, no dejaba de pensar en ese momento que era pura hipocresía. Simplemente no podía creer en ese repentino ataque de amor. Algo que nunca había hecho ella por mí, al menos que yo recordara. Cuestionar los motivos de los padres es algo natural. Todos pasamos por eso. . . más veces de las que quisiéramos, en realidad. Sucede porque cuando vivimos la transición de la niñez a la edad adulta, dejamos de verlos grandes, dejamos de sentir la necesidad de su protección. Nos descubrimos autosuficientes y empezamos a forjar lo que se convertirá en nuestra personalidad definitiva. Pero los fantasmas de las aberraciones que cometimos en la época en que comenzamos a declarar nuestra independencia se quedan para toda la vida. Es natural que alguna vez te sientas avergonzado de tus padres durante la adolescencia, pero cuando no estén, cuando hayas madurado y tengas tu propia vida, sin el cobijo de ellos, te verás al espejo un día y los verás a ellos, educarás a tus hijos y te sorprenderás educándolos como ellos te educaron a ti, analizarás tus reacciones y descubrirás que eres una copia de ellos en muchos sentidos. Cuando los problemas te agobien querrás su consejo y cuando tu ánimo merme, sentirás una indescriptible necesidad de sus mimos. Si tan sólo hubiera sabido eso entonces, hoy no acarrearía este agonizante arrepentimiento por no ponerme en su lugar en esa noche y darme cuenta de que ella sabía que moriría cualquier día de estos y que ya no le quedaban muchas oportunidades para sentarme sobre su regazo, apapacharme y sentirse mi madre otra vez. Para la fecha en que el accidente ocurrió, yo ya había terminado la secundaria y, ante la escases de recursos y de alternativas, entré a estudiar una carrera técnica en trabajo social ahí mismo, en Iguala. No era la carrera que yo había soñado pero, por lo menos, había sido una de mis elecciones. Tras el accidente, cuando mi madre estaba ya de regreso con nosotros, en Iguala, yo era el encargado de recoger los tanques de oxígeno para mantenerla con vida. Cada tarde, alrededor de las cinco, iba hasta un almacén o a una clínica a cambiar el tanque. Una tarde comencé a arreglarme para ir a la escuela. Mi madre me llamó y me pidió que no fuera. Estábamos en fechas de los festejos de la independencia de la nación y yo, como era uno de los pocos hombres de esa escuela, estaba en la banda de guerra. Le dije que tenía que ir, que debería desfilar al siguiente día y que me estaban esperando. Ella aceptó, pero yo jamás voy a olvidar esos ojos suplicantes mirando mi rostro. Como pudo, me santiguó y me acarició en la cara. Duele recordar este episodio. Duele mucho. Esa fue la última vez que la vi con vida. Mientras escribo esto, los recuerdos hieren mi memoria y afloran a través de mis ojos. Le prometí que regresaría a las cinco, como siempre, para cambiar su tanque de oxígeno y la besé en la frente. A las cinco fui con un amigo a recoger el nuevo tanque de oxígeno a una clínica que estaba a la vuelta de la esquina de la casa. Cuando pasamos por ahí, vi a mis tías y unas señoras a la puerta de la casa. No le di importancia y me dirigí a la clínica, recogí el nuevo tanque, prometiendo regresar con el tanque vacío en unos momentos y me fui a la casa. Al llegar saludé a las tías y a las señoras y vi una serie de artefactos de los que usan las funerarias, pero no comprendí lo que eso significaba. Subí las escaleras y vi el féretro. Quedé petrificado. Un escalofrío intenso recorrió mi ser desde la cabeza hasta los pies y grité -¡Mamá!-. Dejé el tanque ahí, a un lado de la escalera y corrí al féretro con los ojos inundados en lágrimas. Ese fue el momento en que conocí el verdadero dolor. La miré ahí, recostada y la toqué. Se sentía fría. Su rostro inexpresivo, con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Los brazos cruzados sobre su pecho y sus carnes tiesas. No podía creerlo. Entenderlo fue difícil, pero más difícil fue creer que eso pudiera llegar a pasar. Ya no recuerdo qué otras cosas sucedieron esa tarde, pero sí recuerdo que desgasté mis nudillos azotando las paredes mientras los curiosos que nunca faltan se reían de mí, sin llegar a comprender que el dolor rasgaba mis entrañas y que esa era la única manera de distraer el ardor que producía en mí ese indescriptible dolor. No recuerdo como fue para mis hermanos, pero estaban igual que yo, con reacciones diferentes, pero el mismo abatimiento. Los únicos que estuvieron junto a ella, en su lecho de muerte, fueron mi hermano menor y mi padre. Mi padre no dejaba de contar que mi madre, en sus últimos momentos, creyó ver a una de mis hermanas mayores trepada en uno de los árboles de la calle que se veían a través de la ventana del cuarto donde murió y la regañaba, exigiéndole que se bajara de ahí. Mi hermano menor solo decía que la vio morir. Si para mí fue la más horrible experiencia que me ha tocado vivir, no quiero imaginar cómo debió ser para él, mi hermano menor. Esa noche, me encerré en mi cuarto y me negué a salir de ahí hasta que al otro día me obligaron para llevar el cuerpo de mi madre a Chilpancingo para enterrarla. Tengo vagos recuerdos de la misa, a la que no quería asistir porque dios había comenzado a convertirse en una duda, más que en una convicción para mí y no puedo evitar traer a la memoria cómo me obligaron a cargar el féretro aferrándolo por una de las esquinas frontales. Recuerdo cómo me dolió cada palada de tierra que caía sobre la caja cuando la estaban enterrando y cuán miserable me sentí durante toda la jornada. Sin embargo, todos esos son recuerdos muy vagos. Apenas fotografías en blanco y negro que aleatoriamente llegan a mi mente. Unos días después de su entierro, llegaron a la casa algunos de sus hermanos. Yo me había convertido en un ermitaño que se resistía a abandonar su cuarto, pero pude darme cuenta de que lo primero que preguntaron los hermanos de mi mamá era dónde teníamos las cosas de la abuela que mi mamá había guardado, entre ellas, joyas, ropa y algunos cuadros. Con asco, regresé a mi cuarto y me negué a salir. Entonces mi tío Leoncio, un tío a quien de niños, todos nosotros habíamos querido mucho porque, además de solterón, era un tío consentidor, entró y se sentó en la cama frente a la mía. Él trato de consolarme y me habló de lo mucho que la muerte de mi mamá le dolía y yo no pude más y le llamé buitre. Le dije el asco que me producían todos ellos y le eché en cara que se llevaran todo, que no importaba, pero que no viniera a mí a tratar de lavarme el coco con ese supuesto amor que tenía por mi mamá. Entonces él trató de razonar conmigo. Me dijo que esas cosas habían sido de mi abuela y que tenían un valor entrañable para ellos. Que simplemente querían recuperarlas pues, al no estar mi mamá no había nadie más en Iguala para quien todas esas cosas pudieran tener algún significado. Me pidió que les comprendiera y me dijo que mi madre había sido su hermana y que, a pesar de mis dudas, su amor por ella era sincero. Yo me negué a creerle y le exigí que me dejara solo. Esa fue la última vez que le vi. Con el transcurrir de los años volví a saber de él, pero solo por referencia. Alguien me contó que vivía con una señora en el Estado de México. Pasé días encerrado en mi cuarto. El dolor me consumía, pero con el paso de los días ese odio se convirtió en decepción primero y luego en una muy profunda ira en contra de dios. No podía comprender cómo, después de tantas tardes de rodillas, rezándole, suplicando, él hubiera puesto oídos sordos a todos nuestros ruegos y, entonces, empecé a dudar de su existencia. Una tarde, como acostumbraba durante mi juventud en Iguala, subí a la azotea y, desde lo más profundo de mi corazón grite: -¡Te odio! ¡Si eres tan poderoso como cruel, demuéstrame que existes!- dirigiéndome a dios. En ese momento, las nubes en el cielo comenzaron a moverse y a dibujar rostros. Uno de ellos era el rostro de un señor barbado, colérico, que me miraba iracundo y yo sentí miedo, mucho miedo y bajé de ahí. Me refugié en mi cuarto. Sin embargo, una revolución acababa de gestarse y mi relación con lo religioso comenzó a morir. Como pude, continué mis estudios en la escuela de trabajo social. Había una muchachita pequeña, de piel morena y rasgos simpáticos. Ella era muy bonita y un largo cabello azabache caía en cascada sobre sus hombros. Me buscaba mucho, pero lo que yo sentía por ella no era más que simpatía. Mi interés era diferente. Mi interés estaba enfocado por completo en Mayra, una muchacha costeña, para nada bonita, pero muy segura de sí misma. Como buena costeña, era muy franca y no le gustaba dejarse de los demás. Era una joven dura, pero me parecía agradable y me enamoré de su fortaleza. No obstante todos mis esfuerzos, mi fascinación por ella parecía darle lo mismo. Durante meses la perseguí, tratando de mostrarle cuánto me gustaba. Ella me dejaba, pero no estaba en lo absoluto interesada en mí. Algunas veces, mis compañeras organizaban alguna reunión y, siempre que llegaba, lo primero que hacía era preguntar por Mayra, pero en muchas ocasiones ella no llegó. Creo que a mis compañeras ella no les caía muy bien. Una noche, saliendo de la escuela le pedí que me dejara acompañarla y, mientras caminábamos, saqué valor quien sabe de dónde y le dije que me gustaba mucho, que estaba muy enamorado y que yo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que fuera necesaria por ella. No era bueno en esos menesteres, es evidente, porque ese “haría lo que fuera por ti”, no tuvo ni de cerca el sentido que yo esperé que ella le diera. Simplemente, me respondió que yo le daba miedo y que era mejor que dejáramos las cosas así, como estaban y que la dejara sola. Al día siguiente, en la escuela, la vi, pero trató de evadirme tanto como pudo. Sus evasiones se hicieron frecuentes y yo me sentía asolado. Una de esas tardes me salí de la escuela y fui a una licorería y compré una botella de un cuarto de vodka. Luego, me dirigí a la esquina de mi casa, donde un amigo tenía un puesto móvil de helados y me metí a su camioneta. Comencé a tomar mientras le preguntaba apesadumbrado qué había hecho mal. Él trato de aconsejarme y me dijo que cuando él quería conquistar a una chica primero trataba de ser su amigo e iba midiendo el terreno, hasta que encontraba el momento propicio para declarársele. Honestamente ya no recuerdo que pasó. Sólo recuerdo que al siguiente instante me encontraba en el patio de la escuela gritándole a Mayra que la amaba, que no podía vivir sin ella y, sin saber cómo –en verdad-, me encontré de nuevo en la misma licorería donde compré la primera botella, comprando una segunda y no recuerdo nada a partir de ese momento, hasta el otro día, que desperté alrededor de las tres de la tarde con una fuerte resaca y un padre que no me dirigía la palabra. Más tarde mis hermanos me contaron que mi amigo, del puesto ambulante de helados, junto con alguien más, me llevaron “de aguilita”, hasta la casa y ayudaron a mi padre a subirme hasta el cuarto de mis hermanas. Me contaron que mi papá estaba muy enojado conmigo y que ya no quería saber nada de mí. Sé que no es excusa para mi comportamiento, pero todo se me había juntado. La reciente muerte de mi madre, la negativa de Mayra a ser mi novia, mi padre enojado por mi primera borrachera y, encima, la noticia de que me habían corrido de la escuela porque Mayra les dijo que yo le quería hacer quien sabe cuántas cosas, que me la quería robar y que yo le había dicho que estaba dispuesto a hacer todo por ella. Antes de la expulsión, me dieron la oportunidad de explicar lo que había pasado y yo traté de defenderme diciendo que Mayra me había malinterpretado. Que yo quise referirme a que estaba dispuesto a ayudarla en todo lo que necesitara, pero eso no les convenció y, finalmente, me entregaron mis documentos y me pidieron que no regresara. Mi padre se negaba a hablarme y yo sentí que estaba completamente solo, así que decidí que no tenía sentido seguir vivo, de manera que a partir de ese momento dejé de comer. Lo único que hacía era dormir. No salía de mi cuarto más que para beber agua. Me llamaban para ir a comer, pero yo sólo decía que luego iba y no lo hacía. Los primeros días fue difícil. El hambre me hizo dudar varias veces de mi determinación, pero mi necesidad siempre se imponía. A media semana, mi cuerpo ya se había ajustado y no sentía más que una pequeña molestia en el estómago, pero ya no la identificaba con el hambre. A la segunda semana me sentía bien, es decir, débil, naturalmente, pero ya no necesitaba comer. Mis funciones biológicas también se ajustaron y sólo iba al baño a orinar. Ni siquiera terminé esa segunda semana. Ante la insistencia de todos –incluido mi padre-, y la debilidad que sentía, decidí romper el ayuno y comenzar a comer. No le recomiendo a nadie el ayuno voluntario, ni siquiera el forzado. Cuando uno ayuna y luego vuelve a comer, el estómago, desconcertado, rechaza el alimento de inmediato. Yo tenía tanta hambre cuando decidí volver a comer, que abusé de la comida, queriendo llenar el hueco que me habían dejado casi dos semanas de ayuno voluntario y, así como comí, lo devolví todo. Fueron necesarios varios días para regularizar el funcionamiento de mi organismo. Durante meses, tras todo lo acontecido, no hice absolutamente nada en la casa. Si le pedí a mi papá que me inscribiera en un curso de electrónica, pero pronto lo abandoné. Pasaron meses para mí viviendo en un estado de completo hedonismo. Ni siquiera atendía a los quehaceres de la casa. Sólo miraba televisión, día y noche. Mi padre, sobra decirlo, estaba cada vez menos contento conmigo, pero me soportaba. Después de todo, según me enteré tras su muerte, yo fui el orgullo de su vida. Un día decidí que tenía que hacer algo con mi vida, así me puse a buscar trabajo. Pronto encontré un trabajo como vendedor. Se trataba de vender enciclopedias. Asistí a una capacitación en la que trataban de levantarnos el ánimo para salir a vender. Los primeros días o, mejor dicho semanas, gasté las suelas de mis zapatos sin conseguir acomodar una sola enciclopedia. Me sentía completamente defraudado de mí mismo. Un buen día, un amigo de mi papá, no sé bien si por lástima o por intervención de mi papá, me compró una enciclopedia y eso fue todo lo que necesité. No sé si hice algo diferente o, más bien, haber vendido una enciclopedia recargó mis ímpetus, pero a partir de ahí vender fue más fácil. Siempre que salía a vender iba con mi hermano –el de en medio- y un amigo, el loco. Habíamos hecho un pacto: que siempre que realizáramos la primera venta del día, ese día no pararíamos hasta conseguir una venta para cada uno. Creo que ese pacto tuvo más significado para mí que para ellos. Como ya en algún momento lo dije, yo era muy tenaz y asumía actitudes muy idealistas, pero muy firmes a la vez. En esos años yo creía firmemente que cualquier cosa es posible con determinación. Pronto, vender fue cosa de todos los días. Mi confianza se había acrecentado y, de tanto ejercerlo, había adquirido ya una técnica de ventas. Todos los días cerraba una venta para mi hermano, otra para mi amigo y otra más para mí. Yo me sentía muy emocionado porque me estaba convirtiendo en una estrella, pero mi papá estaba más preocupado por mi futuro, así que, una tarde, simplemente me ordenó que me fuera con mis hermanas mayores y puntualizó que iba a estudiar –Más vale que estudies, o de aquí en adelante te mantienes tú solo-, me dijo. 5. Don’t go breaking my heart. Desde que un día vi un anuncio sobre una escuela de computación en el D. F. en el diario que mi papá compraba, yo me sentí atraído por la computación. El simple hecho de leer esas palabras mágicas “IBM” y “Univac”, desataba mi imaginación. Pero lo que más me atraía de ello era la promesa de ganar treinta mil pesos mensuales que -en aquellos años-, era muchísimo dinero para mí. Quizá, lo que más me seducía era la posibilidad de ir al Distrito Federal. Por eso, cuando mi padre me dijo que quería que me fuera con mis hermanas, a estudiar computación, me sentí defraudado. No era la carrera, sino vivir en el D. F., lo que quería. Pero me espantó más la idea de mantenerme por mí mismo. Después de todo, tenía sólo dieciséis años. Mis hermanas regresarían a Iguala pronto. Mientras tanto, en los días siguientes arreglé todo para irme. Avisé en el trabajo que renunciaría y pedí que le entregaran mi cheque a mi hermano. ¡Qué iluso! Nunca me habían pagado una sola comisión y yo esperando que me dieran mi primer cheque. No es que no me lo pagaran, si lo hicieron… varios meses después. A partir de la orden de mi papá, yo no hacía más que hablar de la que iba a ser mi carrera. No puedo negar que estaba notablemente emocionado. Hacía uno o dos años habían llegado a Iguala los primeros juegos de video. Los niños de hoy encontrarían muy aburridas un par de barras largas y blancas en los extremos laterales de un monitor monocromático que se desplazaban hacia arriba y hacia abajo por medio de un par de joysticks, mientras una imaginaria pelota cuadrada recorría la pantalla de un lado a otro, tras rebotar con una de las barras, si no terminaba perdiéndose en el limbo cibernético cuando uno de los jugadores no alcanzaba a tocarla con la raqueta virtual, pero para los jóvenes de esos mágicos ochentas esas máquinas electrónicas resultaban místicas. Para mí fue amor a primera vista. Cuando vi la primera de esas máquinas supe a que me iba a dedicar el resto de mis días. Me enamoré ipso facto. Ya ni qué decir de aquel mediodía en que compré en un quiosco del zócalo una revista en la que toda la sección media estaba repleta de información y artículos sobre las primeras microcomputadoras de la revolución informática. No sé cuántas veces leí esos artículos, sólo sé que ahí comenzó mi obsesión por las computadoras. Trataba de entender esa literatura, pero había mucho en ella que, para ser sincero, era un auténtico galimatías para mí. No obstante que lo que sabía de computadoras era más fantasía que realidad, no cesaba de imaginarme a mí mismo trabajando con uno de esos equipos y formando parte de una reducida élite de gente que se vestía con batas blancas y daba la apariencia de ser científicos. Pronto iniciaría la verdadera magia para mí. Una noche, como ya acostumbrábamos siempre que sabíamos que mis hermanas irían a Iguala, mis hermanos y yo fuimos hacia el patio porque desde ahí se veía la carretera en el cerro. Sabíamos que era inútil la intención de ver el autobús llegar, pero nos imaginábamos que lo veíamos a la lejanía. Esa noche, yo fui el primero en salir, pero no duré mucho. En el cielo nocturno aparecieron unos puntos de luz que lo recorrían de extremo a extremo a velocidades vertiginosas. Emocionado, entré, para llamarlos y pronto estábamos en el patio mis dos hermanos, mi papá, unos compañeros de él y yo, absortos en el espectáculo de las luces bailando en el cielo. Esa noche, todos pensamos que eran ovnis. Hoy, a la luz de la razón y tras aplicar la navaja de Occam, para mí queda claro que no era más que una lluvia de estrellas. En realidad, decir que se trataba sólo de una lluvia de estrellas es la explicación más simple y más apegada a la realidad que podría externar; sin embargo, había algo anti natura en aquel espectáculo. Las luces –en realidad-, no caían. Se desplazaban de un lado al otro de cielo y lo hacían vertiginosamente. En un segundo estaban en un determinado punto del cielo y –al siguiente-, estaban al otro extremo. Una sola de esas luces –por decirlo de alguna manera-, iba hacia el extremo opuesto y regresaba al punto de partida solo para volver a hacerlo, una y otra vez, incesantemente. Supongo que lo que presencié esa noche era producto de algún tipo de desplazamiento mecánico, pero detesto los fenómenos que no pueden ser explicados mediante las leyes propias de la naturaleza. Desde mi punto de vista, absolutamente todo tiene una explicación simple, demostrable y –por tanto-, reproducible. De esta manera, mi mente no deja lugar para los fenómenos paranormales. En otras palabras, si no se puede medir y explicar mediante un modelo matemático, no es más que superchería. Mi conflicto surge desde el mero instante en que he presenciado o vivido directamente experiencias que no cumplen este requisito puntual, como el fenómeno de las luces. Por ejemplo, alguna ocasión me encontraba en la sala de la casa en Iguala, alrededor de las ocho de la noche, tocando discos –principalmente de Diego Verdaguer-. Mis hermanos y algunos amigos de ellos estaban en nuestro cuarto, jugando. En el instante en que estaba cambiando el disco, un reflejo en el espejo captó mi atención: Alcancé a ver una forma humana, como cubierta con una sábana. Es decir, si la imagen que vi pretendía ser un fantasma, era en realidad una burda imitación de un fantasma. Ni siquiera Gasparín, “el fantasmita amigable”, estaba tan mal confeccionado. Fue cosa de un segundo. La imagen a todas luces fraudulenta de un fantasma se perdió a través de la puerta de la cocina. Lo primero que pensé fue que era uno de mis hermanos o sus amigos que se había puesto una sábana encima para intentar asustarme con la imagen de un fantasma. Tal vez, lo más sencillo era dirigirme al cuarto desde la sala, para hacerles ver que lo que vi daba más risa que miedo, pero decidí perseguir al supuesto fantasma para poder ver como entraba al cuarto por la ventana del patio y entonces poner en evidencia a mis hermanos y sus amigos. Sin pensarlo dos veces, me dirigí hacia la cocina, la atravesé, salí al patio pero fue inútil. No podía distinguir la forma que había visto. El patio –en aquella época-, me parecía enorme. Era algo así como una terraza, en medio de la cual había un muro en “U” cuyo centro era un espacio sin piso desde donde se podía mirar al patio de la oficina de telégrafos que estaba al nivel de la calle, en la primera planta. Alrededor de este muro en “U” estaba el piso de la terraza. Al fondo, había un espacio entre el final del patio y el muro vecino, que era la pared de un antiguo cine que –hasta donde sé-, se quemó hace años. El espacio intermedio fungía como una especie de patio trasero de la primera planta –la oficina de telégrafos-, que el personal de la oficina destinaba para arrojar la basura y –eventualmente-, quemarla. Al salir de la cocina, busqué inútilmente la figura humana cubierta con una sábana. Al no encontrarla, recorrí la terraza sin perder de vista el cuarto donde dormía con mis hermanos, en un intento por –cuando menos-, presenciar el instante en el que el supuesto bromista brincara la ventana para entrar al cuarto. Llegué hasta el límite de la terraza, donde el muro daba vuelta en “U”, di la vuelta y recorrí el pequeño tramo –de unos tres metros- y volví a dar vuelta a mi derecha, siguiendo la “U” del muro. En todo el trayecto no logré ver en ningún momento esa figura “fantasmal” que he descrito. Tras recorrer todo el patio siguiendo la “U”, llegué finalmente al cuarto y –desde la ventana-, les pregunté a mis hermanos si pensaban que yo era tan idiota como para tragarme su burdo intento de fantasma; obviamente, ellos negaron incluso que hubieran salido del cuarto, dijeron que yo estaba loco y que estaba viendo visiones. A la fecha, yo sigo pensando que fue una broma por parte de ellos y –cuando les recuerdo el incidente-, ellos continúan negándolo. Sé que mi pequeña historia es muy infantil, pero no es la única. En diversas ocasiones he visualizado en mi mente hechos que ocurren en algún lugar distinto a donde estoy o que tienen lugar en algún punto del futuro próximo. En otras ocasiones, he tocado a alguien o a un objeto y una serie de visiones asaltan mi cerebro al mismo tiempo que me desvanezco, como si perdiera el sentido. No es divertido. De hecho, creo que duele un poco. Lo odio. No me gusta. Me desagrada no sólo porque duele sino –más importante para mí-, porque jamás he podido encontrarle una explicación. Como ya dije, si un fenómeno no puede ser explicado mediante elementos presentes en la misma naturaleza, simplemente no puede ser más que una falacia y detesto que este tipo de eventos sin explicación aparente me ocurran a mí. Creo que la raíz de esto es el momento justo en que dios murió para mí. Al haber muerto mi madre a pesar de todas esas interminables horas de rodillas, rezando por un milagro que nunca llegó, me llevó a tener la seguridad de que dios no es más que otra historia para aquellos que no desean tomarse la molestia de buscar una explicación lógica y razonable para los hechos que ellos definen como “voluntad de dios”. Al menos, así ha sido la mayor parte de mi vida, posterior a mi infancia y primeros años de adolescencia, en que creía sólo porque esa era la tradición familiar. ¿Por qué hablarte de esto? Ese tipo de historias describen como llegué hasta este punto de mi vida, me describen a mí, como persona, como ser humano. Hay un propósito importante inmerso en ello también. Dudar, es algo natural. No es malo ser escéptico. Para mí es increíble que en pleno siglo XXI aún exista mucha gente que se santigua cuando admites tu falta de fe. Si se te ocurre cuestionar alguna tradición relativa a la religión, aún hay gente que se pone a la defensiva y descalifica cuanto sale de tu boca. Algunos –si pudieran-, se aprestarían a colocar leños para formar una hoguera y la encenderían sin dudarlo para quemarte en ella por iconoclasta. Aun cuando reconozcas que no puedes desligarte de la religión por completo, pero prefieres explicaciones científicas por sobre los dogmas de fe, esta gente recurriría a la Santa Inquisición si pudiera. La verdad es que hoy soy mucho más tolerante con respecto a dios que en mis primeros días como ateo. Sigo sin concebirlo como una especie de ser sobrenatural pero, para ser honesto, me siento mucho más a gusto con la idea de que hay algo -no necesariamente un ser-, que es el origen de todas las cosas. Muchos años después de esa juventud irreverente, un día, conocí a un alemán que se convirtió en un entrañable amigo. Una tarde, él intentó explicarme su punto de vista respecto a los símbolos bíblicos. La verdad es que he olvidado la mayoría de lo que pretendió enseñarme, pero algunas cosas no. Por ejemplo, me habló de cómo interpretar la historia de Jesús, María y José. En sus palabras –y aproximadamente como lo relata el Nuevo Testamento-, José conoció a María y quedó profundamente enamorado de ella. La pidió en matrimonio y –como era costumbre en la época-, se concretó el compromiso, pero él no podía conocerla como mujer. Un día, ella recibió la visita de un ángel que le dijo que a partir de ese momento ella quedaría preñada de un hijo de dios. Al enterarse José, se sintió muy ofendido en su orgullo masculino –si, así de misóginos son los personajes en la biblia, desde mi punto de vista, por supuesto-; tanto, que durante mucho tiempo dudó de aceptarla como esposa. Después de todo, él no había sido el primero. Sin embargo, decidió esperar a que María diera a luz a ese niño, para después abandonarla. No obstante esta decisión de José, una noche se le apareció en sueños ese mismo ángel que le había anunciado a María su concepción y le pidió que no la abandonase; le confesó que el niño que María esperaba era producto del espíritu santo, que era hijo de dios y que dios quería que ellos permanecieran juntos, como familia. Ante esta explicación, la actitud de José cambió y aceptó finalmente a María como su legítima esposa. Bien, eso lo podemos leer en el Nuevo Testamento, tal cual. Ahora la interpretación de mi amigo: María –de acuerdo con él-, representa a la verdad. José es el ser humano. Cualquier persona. José conoce la verdad y le fascina tanto, que se enamora de inmediato de ella. Se deja seducir por la verdad y le atrae tanto que hasta duele. Inevitablemente, José siente miedo. Aceptar la verdad puede destruir su ego y convertirle en alguien más, alguien trascendido. Duda, intenta no dejar de ser la persona que había sido hasta ese instante… y, tras mucho meditar, se da cuenta de que no tiene otro camino que aceptar la verdad… aceptar a María. En el preciso instante en que esto ocurre, José –el ego de ese ser humano común y corriente-, fenece y se transforma en Jesús, el nuevo ser trascendido. Esta interpretación es consistente con muchos otros pasajes que relatan la historia del Jesús bíblico. Como por ejemplo, el relato que describe a un Jesús moribundo en la cruz. Aquel Jesús al que se le escapa la vida en forma de un chorro de agua cuando uno de los soldados le atraviesa el costado con su lanza. El mismo Jesús que fallece en la cruz y es trasladado a una cueva, de la que desaparece al tercer día, para aparecerse ante María Magdalena y sus apóstoles eventualmente tras el hecho. El mismo que se eleva a los cielos para unirse a su padre. Esta no es más que una alegoría que intenta explicarnos cómo todos somos –en esencia- dioses. Es decir, todos nosotros, tan imperfectos, somos -en realidad-, perfectos. Nos equivocamos, sí; es de esperarse. Por eso hemos sido dotados de libre albedrío. Es necesario tener la capacidad de cometer errores, porque estos errores son los que nos hacen evolucionar. Si no fuera por nuestras equivocaciones, jamás podríamos aprender nuevas lecciones. En realidad, la maldad no existe. En realidad, lo que denominamos maldad, no es otra cosa que ignorancia, necedad. Persistir en un curso de acción que perjudica a tu prójimo, no es sino un síntoma de que no has comprendido la lección. Vives encerrado en una burbuja traslúcida que distorsiona tu percepción de las cosas y consideras que lo que haces es lo correcto, sin detenerte a pensar en el daño que ocasionas. Sin embargo, algún día el peso de tus actos recaerá implacable sobre tus frágiles hombros y tu burbuja reventará de la forma más abrupta y desoladora posible, para hacerte ver esa verdad que no quisiste aceptar. Es triste decirlo, pero –a veces-, las lecciones sólo pueden ser asimiladas de una manera brutal. La representación de la muerte, resurrección y ascensión del Jesús bíblico, únicamente nos dice que –para poder trascender-, necesitamos primero matar a nuestro ego para, una vez liberados de su carga, ser capaces de transformarnos en ese ser trascendido que todos perseguimos. Al morir nuestro ego imperfecto, de sus cenizas surge un ser nuevo, impregnado de la fragancia del entendimiento de la verdad absoluta. Un ser perfecto. Tras escuchar a mi amigo por largas horas, contrario a lo que él esperaba, una nueva luz irrumpió en mi oscuro recinto interior y pude comprender –al fin-, que ese ser que me negaba a reconocer, dios, no es en realidad un ser, sino un concepto. Esa tarde, comprendí que dios ni siquiera es un ser, sino una idea… más precisamente un concepto y que –si aún persistimos en la idea de considerarle un ser-, su género no es masculino, sino femenino y que dios no es otra cosa que la verdad. Porque nada hay que sea más absoluto que la verdad. Al conocer mi nuevo punto de vista, mi amigo trató fútilmente de hacerme comprender que le había malinterpretado. En realidad, él pretendía que siguiera aceptando al cristianismo como tal, pero fue inevitable. Mi percepción de dios y lo que representa se había transformado y la luz de un nuevo entendimiento, iluminaba a partir de ese instante el lúgubre recinto de mi ego. Unos días después, en la Universidad, me encontraba solo en la sala de maestros, reflexionando sobre cómo explicar el eterno dilema del origen de todo. Me debatía entre la creencia clásica del creacionismo, que planteaba que todo había sido creado por un ser mítico y la subversiva explicación que ofrece la teoría del Big Bang, que expone que todo proviene de una singularidad tremendamente densa que –sin más-, estalló en una inimaginable explosión que dio origen a todo lo que existe. Había llegado a un callejón sin salida: ni podía explicar quién o qué había creado a ese ser súper poderoso que creó todo lo que existe, ni era capaz de entender de dónde venía, ni qué había originado esa singularidad que propone el Big Bang. Ambas teorías tienen un punto muerto. Ninguna es capaz de ofrecer una explicación razonable. Para complicar las cosas, existen planteamientos como el de la paradoja de la omnipotencia, formulada, replanteada e –incluso-, revisada por muchos filósofos a lo largo de la historia –entre ellos: Averroes, René Descartes, Tomás de Aquino, J. L. Cowan, Agustín de Hipona o Ludwig Wittgenstein, por mencionar algunos-. En esencia, esta paradoja plantea la pregunta: “¿Puede un ser omnipotente crear una piedra tan pesada que ni él mismo pueda levantarla?”. Desde una perspectiva puramente objetiva, esta paradoja puede expresarse mediante una serie de silogismos a través de los cuáles se produce una conclusión para nada favorable a la teoría del creador omnipotente. Sin embargo, en honor a la justicia, existe otra versión del mismo dilema que plantea un problema similar, enfocado al mundo de la física: “¿Qué ocurriría si una fuerza irresistible actuara sobre un objeto inamovible?”. El dilema es el mismo: ni la fe, ni la ciencia, son capaces de ofrecer respuestas a hechos que –hoy-, permanecen inexplicables. Ambas, buscan lo mismo: la verdad. Las dos tratan de alcanzarla siguiendo sus propios derroteros. Quizá, la única diferencia sea que la ciencia –de encontrarse datos duros que demuestren la existencia de dios-, terminaría aceptándolo en la medida que la evidencia empírica así lo concluya. No estoy seguro que de llegar la religión a la conclusión de que dios nunca ha existido –en primer lugar-, estaría dispuesta a renunciar a su dogma. En esa cavilación me encontraba cuando –de repente-, entró a la sala una profesora –compañera mía y amiga muy querida- y –de inmediato-, compartí con ella mis reflexiones. Terminé diciéndole que –desde mi punto de vista-, dios no era otra cosa que la verdad, ya que la verdad es lo único absoluto que existe en el universo. Ella respondió que no estaba de acuerdo, que la verdad es distinta para cada persona y yo, intenté defender mi postura indicándole que no, que verdad solo hay una, aunque matizada por la percepción de las personas. Discutimos por largo rato el tema sin llegar a un mutuo acuerdo. Eso ocurrió hace varios años ya pero –en este instante-, sólo puedo decir que no soy más un ateo. Sigo sin aceptar a dios en la forma de un ser, pero me resisto a considerar que no existe del todo. Creo que –mientras haya cosas que no pueda explicar lógica y razonablemente-, seguiré creyendo que existe algo más, algo inalcanzable, invisible; algo que nos trasciende a todos y hacia lo cual estamos destinados a dirigirnos al transcurrir la eternidad. 6. Desde que o samba e samba. Recién había terminado una carrera técnica en computación. Aunque sin complicaciones, conseguí mi primer trabajo. Consistía en capturar documentos en una computadora y yo, con una genuina intención de hacerlo, capturaba la información que me pasaban hasta que una de mis compañeras entraba en el cubículo a buscar expedientes, pasaba por detrás de la computadora, movía un cable y la computadora se apagaba. Cuando la encendía de nuevo, todo lo que había capturado se había perdido por completo. Entonces no lo sabía, pero en realidad lo único que ocurría era que los archivos se dañaban y existía una utilería para reconstruirlos. La primera vez que me ocurrió eso, busqué al programador para preguntarle qué hacer y me dijo, pero no perdió oportunidad para hablar con el que era mi jefe para decirle que yo era un estúpido. En esa época, los programadores eran absolutos soberbios. Era una época en que casi nadie entendía de computación, así que –los que sabían o, por lo menos, creían que sabían-, eran unos paranoicos que trataban por todos los medios posibles que otros no aprendieran sus trucos. Como sea, regresé a esa oficina al otro día pero ni siquiera me dejaron entrar. No lo supe entonces, pero el tipo ese –el programador-, hacía tan solo unos instantes había emprendido su campaña de difamación contra mí. Atónito, salí de allí. No alcanzaba a visualizar que había ocurrido. Apenas el día anterior había prometido investigar qué hacer para corregir el problema y ahora –que llegaba con la solución-, no me dejaron ni siquiera llegar. Más adelante me enteré por un amigo cómo habían ocurrido las cosas y –muchos años después-, supe que no había sido el único a quien ese mismo tipo trataba así. Hoy lo entiendo –al menos eso creo-. Sólo estaba tratando de cuidar su negocio. Como él –aunque sin experiencia-, yo era programador. Cuando me dijo como corregir el problema y se dio cuenta de que entendía perfectamente lo que me estaba diciendo, creyó que difamarme era la mejor manera de quitarme de en medio. Después de todo, hoy era aplicar una utilería para corregir el problema, después estaría hurgando en su código fuente para realizar correcciones sin llamarlo a él para que las hiciera. Puedo entenderlo, más no justificarlo. Durante varias semanas seguí sin trabajo. Incluso, preparé un curriculum vitae en la esperanza de encontrar un nuevo empleo. El director de la escuela donde había estudiado se burló tanto como pudo de lo que había puesto en mi curriculum junto con uno de sus amigos, obviamente, a mi espalda. Pero hay cosas que se saben tarde o temprano y –el mismo amigo que me contó lo que el programador había hecho para que me despidieran-, me contó sobre las burlas del director y su amigo. No era que mi curriculum estuviera mal redactado, sino que hablaba en él de que me había graduado en esa escuela. En esa época sólo se enseñaba computación en las Universidades más caras y para la gente de escasos recursos no quedaba más que acudir a escuelas baratas que –incluso-, ni siquiera eran reconocidas por la Secretaría de Educación, así que el especificar que me había graduado, según ellos, era un saco que me quedaba muy grande. Naturalmente me sentí enojado pero –más que nada-, defraudado. ¿Quién carajos se sentían esos tipos? Ya no tanto el amigo del director, sino el director más que nadie. Durante dos años estuvo cobrando religiosamente mis colegiaturas y ahora –como si nada-, se burlaba de que hubiera escrito en mi curriculum que “me había graduado”. Ese fue el inicio de mis vicisitudes en el mundo laboral. Cuando adquieres tu primer empleo, enfrentas por primera vez un mundo de intereses encontrados. El egoísmo de las personas es natural. Uno mismo lo siente. A veces, nos aferramos tanto a lo que tenemos, que luchamos con garras y colmillos ante las amenazas que surgen a nuestro paso. Ser inexperto también es algo natural. Puedes haber hecho tu mejor esfuerzo aprendiendo cosas nuevas, pero ni todo el conocimiento del mundo te prepara para la realidad. Ser imbécil en ocasiones es también algo que vas a encontrar. A veces en otros, a veces en ti mismo. Simplemente no lo puedes evitar. Te hieren las estupideces de otros pero… ¿cuántas veces te han preocupado tus propias estupideces? El egoísmo, la inexperiencia y la estupidez, son cosas que normalmente van estrechamente ligadas. Cuando alguien es egoísta o estúpido contigo, en un momento crucial, como cuando empiezas a abrirte camino, el mundo entero se te viene encima, pero es tu constancia la que te abre las puertas. No construyas tu destino sobre las bases de lo que otros perciben en ti. Constrúyelo sobre el cimiento de ser tú mismo, a pesar de que los demás opinen que te equivocas. Finalmente, mi amigo me avisó sobre otro trabajo y lo solicité. Pronto había conseguido otro nuevo empleo como encargado del laboratorio de cómputo en una de las secundarias más caras de la ciudad. Los jovencitos que acudían a esa secundaria eran apenas unos años menores que yo, pero en mi opinión eran insufribles. La mayoría de ellos eran niños acomodados que sólo tenían que estirar su mano para que “papi” les diera todo. Yo estaba ahí, con 18 años, con un sólo cambio de ropa y teniendo que trabajar si quería sobrevivir, porque mi padre estaba en peores condiciones que yo. Para ser honestos, en esa época sólo veía niños ricos que podían darse lujos a los que yo nunca podría acceder. Hoy puedo enfocarlo desde un ángulo distinto, pero no entonces. Los odiaba y odiaba mi vida. Una de mis funciones, aparte de mantener limpio y operativo el lugar, era crear un programa para administrar el uso del laboratorio. Tenía que organizarme si quería hacer mi trabajo, pero no faltaba algún mocoso que llegara al laboratorio y me distrajera cuando más concentrado estaba. Un día, apareció ella. Yo ya estaba predispuesto a que sólo eran niños mimados los que llegaban allí, así que ni siquiera la volteé a ver. Le pedí que me concediera un momento para terminar lo que estaba haciendo y sin esperar respuesta –sin mucho afán-, seguí en lo mío. Unos minutos después, volteé a verla y mi mundo entero se cimbró. Frente a mí tenía a la joven más hermosa que había visto. Tal vez –sin darme cuenta-, quedé boquiabierto frente a ella o quizá mi rostro reflejó una profunda estupefacción, pero ella se rió de mi expresión y yo, nervioso, no atiné a coordinar mis palabras. Ella permaneció un rato y –de alguna forma-, me las arreglé para continuar con mi programa. Pero no podía sacármela de la cabeza. Nunca en toda mi vida me había sentido así. En realidad, no recuerdo que fue lo que ocurrió, pero esa tarde me pidieron que fuera a la oficina de la escuela, me pagaron y me desearon suerte con mi vida. No sé describir el sentimiento que se adueñó de mi ser a partir de ese instante. No sé si plantearlo como un sentimiento de liberación o como la decepción de no haber podido conservar ese empleo. Sólo recuerdo que salí del lugar y empecé a caminar. Llevaba poco menos de un kilómetro caminando, cuando una camioneta se orilló y la misma muchacha que había conocido durante la mañana me invitó a subir. No podía creerlo. Sinceramente había pensado que no volvería a verla, pero ahora me ofrecía llevarme por lo menos hasta donde pudiera tomar un autobús. Acepté su invitación y subí. En la camioneta iban su papá y su hermano. Ella me presentó y hablamos durante el trayecto. Yo sabía que no volvería a verla, pero me bastó con esos instantes junto a ella. No sabía que iba a suceder con mi vida, pero la verdad, a los 18 años uno no piensa demasiado en ello. De alguna manera tenemos la percepción de que todo terminará por arreglarse. Unas semanas después, el director que se había burlado de mí, me ofreció empleo en una de sus escuelas –era el dueño-, para dar clases de computación. Lo tomé, aunque no estaba muy contento con él. Durante meses –mientras daba clases-, continué extrañando a esa hermosa jovencita que había conocido el mismo día que fui despedido de mi anterior trabajo, pero me hice a la idea de que no volvería a verla. Trabajar dando clases incrementó mi confianza en mí. Me las arreglé para que me permitieran usar el laboratorio de la escuela en mis horas libres. Durante meses me enfoqué en toda clase de proyectos que se me ocurrían. No podía imaginarme a mí mismo lejos de una computadora. Un día, se me ocurrió que quería diseñar un sistema operativo. Mario –el amigo del director que se había burlado junto con él porque me atreví a poner que me había “graduado” en mi curriculum-, no perdió oportunidad para decirme que lo que estaba haciendo no tenía sentido. – Deberías concentrarte en cosas que te dejen dinero -, solía decirme. La verdad es que jamás me importó un comino su opinión. Sabiendo como sabía de sus burlas, pensé –y lo sigo pensando ahora-, que su opinión era lo que menos necesitaba. Así que continué con mis experimentos por meses, sin llegar a terminar nunca mi proyecto, pero aprendí muchas cosas nuevas y mejoré mis habilidades como programador. A veces, necesitas ignorar a los demás y escucharte a ti mismo. Mi principal aprendizaje en aquellos días fue que, en ausencia de respuestas concretas, escuchar a tu intuición normalmente te conduce por el camino correcto. En aquella época, la computación era casi mágica para mí. No había día en que no descubriera algo nuevo, no había día en que no inventara una nueva manera de hacer las cosas. Viendo en retrospectiva, es claro para mí porque me costaba tanto imaginarme sin programar computadoras. No estaba produciendo beneficios económicos con lo que hacía, pero aprendía, desarrollaba mis habilidades y –más importante aún-, me divertía. Casi no tenía dinero en mis bolsillos, pero los mejores momentos que puedo recordar, los pasé solo, frente a la pantalla de una computadora, permitiendo a mi cerebro expresarse a través de ríspidos códigos que se convertían en poesía cuando conseguía hacerlos funcionar. Ama lo que haces. Ámalo con pasión y disfrútalo tanto como puedas. Nada importará mientras ames tu trabajo. Han pasado muchos años ya de eso y hoy, la pasión ha fenecido. Ya no siento la misma urgencia para crear programas. Con el paso de los años, la pasión se convirtió en deber y el deber mató la diversión. Logré convertirme en un experto. Hice cosas que tantos otros se preguntan cómo hacer. De bufón me convertí en mago y mi magia hizo posible cuánto imaginé, hasta que la magia dejó de ser divertida. Todo en la vida tiene un momento. Aprovecha tus instantes tanto como puedas, porque son irrepetibles. Vívelos al máximo y gózalos hasta el hastío. Cuando tengas que dejarlos ir, no tendrás nada de qué arrepentirte, porque todo en la vida tiene que acabar alguna vez. Había transcurrido casi un año cuando volví a verla. Jamás pensé que me la volvería a encontrar. La vi y fue derrumbarme nuevamente. No podía creer que la vida me ofreciera una segunda oportunidad. Ella me recordó y su trato fue amable. Me buscaba con frecuencia y yo, enamorado como estaba, dejaba todo por atenderla. Pero mi maldición con las mujeres bonitas persistía y jamás pude decirle lo que significaba para mí. Simplemente no me atreví. El no ser capaz de expresarle mis sentimientos estaba acabando con mi fortaleza. Era difícil estar con ella y no poder decirle lo que ocurría en mi interior. Era titánico el soportar verla con otros y saber que no era yo a quien besaba. Pero era devastador, saber que ella lograba hacer cimbrar mi interior y suponer que era demasiado para mí. Con el tiempo, empecé a odiar la situación. No sabía cómo manejarla y me equivocaba de continuo. Me sentía enojado, me sentía frustrado y entonces ocurrió. Una tarde, la encontré muy entretenida hablando con mi jefe. Si era tortuoso para mí verla con otros, lo toleraba porque eran personas de mi edad, pero al pasar los días y ver que frecuentaba mucho a mi jefe, quien era entonces un hombre maduro, fue simplemente algo que no podía manejar. Fue en ese momento que en verdad me enojé y a partir de entonces no volví a hablar con ella. A veces, ella me buscaba, pero yo la cortaba tajantemente y fue también en esos días que las cosas comenzaron a ocurrir de una manera vertiginosa. Mi desempeño en ese trabajo comenzaba a ser paupérrimo. Mi amigo, el que me había contado la manera en que ocurrieron las cosas con mi primer trabajo y sobre la burla del director y Mario, me contó entonces sobre un trabajo en una empresa a la que nunca se me había cruzado por la mente entrar. Sencillamente carecía de todo atractivo para mí. Además, intuía que no sería fácil conseguir ese trabajo. Sin embargo, acepté la cita que me ofreció para acudir a una entrevista. Él me puso al tanto sobre los detalles técnicos y me dijo qué debía estudiar. Yo aproveché el acceso que tenía a los manuales en la escuela y tomé los que creí que necesitaría, pero nunca dije con qué propósito los estaba tomando. Regresé a mi casa con intención de estudiar, pero ya estando allí, me sorprendí a mí mismo divagando sin cesar y por más que lo intenté, jamás logré concentrarme. Entonces, con fastidio, decidí que acudiría a la cita, presentaría cualquier examen que me pusieran y dejaría que ocurriera lo que tuviera que suceder. Después de todo –pensé-, ni siquiera estaba interesado en ese trabajo. Cuando llegó la hora, acudí a mi cita y me entreviste con el reclutador. Hablamos durante un rato sobre mis conocimientos y le expuse mis limitaciones abiertamente. Luego, me puso un examen en el que me pedían que creara un programa bajo determinadas especificaciones. Lo hice, entregué el examen y me despedí, haciéndome a la idea de que jamás me iban a llamar, así que olvidé el asunto por completo. Algunos días después, junto con un amigo, fui a un bar en donde conocí a Esmeralda. Ella era una mujer madura en busca de aventuras y yo un muchacho tonto buscando problemas. Las cosas ocurrieron simplemente. Nadie planeó nada. Recuerdo haberla visto y que incluso me pareció atractiva, pero no tenía la intención expresa de acercarme a ella. No obstante mis intenciones, el ambiente nos orilló a lo que vino después. Cuando a mi amigo se le antojó sacar a su amiga a bailar, no me quedó otra alternativa que invitarla a ella. Nos dirigimos a la pista y bailamos mientras platicábamos de tonterías. De pronto, la música cambió y el salón se llenó de notas románticas. Estupefacto, no sabía qué hacer, pero decidí en ese momento que no me importaba y la abracé. Nuestras miradas se cruzaron y entonces, bajo la tenue luz de la sala, la vi hermosa. No pude abstraer mi mirada de la suya y –lentamente-, acerqué mi rostro al suyo. Pensé que me rechazaría, pero no dio muestras de querer hacerlo. En un instante no pude resistir la curiosidad y la besé con torpeza. Ella no se resistió. Volví a acercar mis labios a los suyos y ella me respondió y así, sin haberlo planeado, ese beso se prolongó interminablemente. Ni siquiera me enteré de cuándo terminó la canción, sólo sé que salimos de allí hacia su casa y tan sólo entrar, la ropa voló por todas partes. La desnudé ansioso, a la expectativa de una nueva experiencia y ella me permitió hacer, desnudándome también mientras nos besábamos apasionadamente. Debo aclarar que no era amor. No podría describir que significaba eso para ella, pero para mí, era un cúmulo de cosas. Era Eliza, la chica de quien estaba perdidamente enamorado y por quien sentía unos celos terribles, además de mi determinación de olvidarme de ella. Era la certeza de que en cualquier momento me despedirían por mi pobre desempeño en el trabajo. Era la incertidumbre de no saber qué ocurriría en mi vida tras el inminente despido. Era Esmeralda y la expectativa de mi primera vez. Pero jamás podría definirlo como amor. La pasión se desató como un huracán que hiere la costa sin piedad, como un volcán que hace erupción con violencia. Fue un acto mecánico que se prolongó durante toda la noche. Allí estaba yo, un jovenzuelo inexperto en las lides del amor sexual, tan lleno del vigor producto de unas hormonas en ebullición, sin mayor formación en el oficio de amar que lo que una película porno puede sugerir y ella, Esmeralda, una mujer en sus treintas, que había conocido otros amantes, quien –quizá-, sólo deseaba experimentar la inexperiencia de un joven imberbe o –tal vez-, por conocer de su vigor, buscara precisamente eso. De la manera más instintiva y –aún-, torpe que pude, me dejé llevar por ese torrente de pasión. No hubo sitio en su cuerpo que mi boca no recorriera, no hubo piel en ella que mis manos no tocaran. De vez en vez, ella trataba de darle un sentido a mis caricias, indicándome qué hacía mal y yo aprendía sobre la marcha, conociendo su cuerpo, conociéndola a ella. El sexo fue más satisfacer mis hambrientos instintos que una entrega verdadera. Esa noche, ninguno de los dos llegamos siquiera a dormir. La mañana nos sorprendió aun acariciándonos y lo hicimos una vez más. Tras asearnos, me despedí de ella con un beso. Era la primera mujer en mi vida y, esa noche, dejé morir al adolescente, para asistir al nacimiento del hombre. Mis sentidos estaban embotados. Había probado las mieles del sexo y –debo confesarlo-, le confundí con amor. Ahora, sin proponérmelo, había una mujer en mi vida. Quizá debía olvidarme de Eliza, quizá debía dejar que desapareciese de mi vida, como aquello imposible que llegó a ella sin yo pedirlo… pero no podía. La encrucijada era cruel: había una mujer real, con quien me había convertido en hombre y que me pedía que regresara… y la mujer ideal, aquella que ni en más preciosos sueños llegué nunca a visualizar, la que era capaz de desmoronar mi alma con una sola mirada y que desataba toda clase de emociones con su dulce rechazo que –invariablemente-, se convertía en acercamiento. Pero era una relación imposible, una relación que nunca se concretaría y que se complicaba por su incipiente amistad con mi jefe, un tipo cuarentón y modoso, con aires de don Juan. Lo que en ese entonces no pude comprender, era que mi jefe no tenía el más mínimo interés en esa hermosa jovencita, que ella –por supuesto-, tampoco sentía la clase de interés que yo percibía, que su juego de ignorarme para luego buscarme, no era otra cosa que poner a prueba mi propio interés en ella, motivo por el cuál –cuando no pudo resistir su curiosidad-, intentó hacerme responderle a su porqué había dejado de hablarle, a su porqué la trataba con frialdad. Ciego como estaba, no fui capaz de ver que ella estaba tan interesada en mí, como yo lo estaba en ella. Simplemente, le hice caso a mi autoestima y pensé que el más bello sueño que había tenido hasta entonces, Eliza, mi amada Eliza, jamás podría convertirse en una gloriosa realidad. Creí que por hermosa, ella nunca podría encontrar el más ínfimo atractivo en mí. Pero yo sólo intentaba darle una explicación a mis carencias flotando en mi propia superficialidad. Todo para mí tenía sentido en términos físicos. En ese momento, no pude entender que quizá –sólo quizá-, lo que le gustaba a ella de mí era mi manera de tratarla: como lo único que merecía mi más absoluto interés. Un día, mientras jugaba a crear algoritmos que nunca terminaba, ella entró a la sala de cómputo y me entregó un libro rojo que relataba la vida de Siddhartha. Era su manera de intentar hacerme ver que la estaba perdiendo y que la perdía sólo por mi culpa; pero yo no lo entendí. Para mí, un jovenzuelo de escasos 20 años que recién había perdido su virginidad con una mujer de treinta y tantos, lo único que tenía sentido, por ser tangible, por haber ocurrido, era esa sórdida relación sin futuro con una mujer que duplicaba mi edad. Sabía que sólo tenía que volver a buscarla y que las cosas ocurrirían por sí solas. En cierta manera, el imán que me atraía hacia Esmeralda era que simplemente estaba dispuesta; por las razones que fuera, yo… sólo… sabía que no me rechazaría. Esa certeza de no ser rechazado, mi seguridad en que lo único que tenía que hacer era buscarla, que bastaba tan sólo satisfacer su necesidad de sexo, necesidad que también era mía, era todo lo que necesitaba en ese momento. Fue precisamente esto lo que me hizo confundir la pasión con el amor y fue también esto lo que me cegó y me impidió ver lo que era tan evidente: que así como yo me deshacía cada vez que veía a Eliza, algo se derrumbaba también en su interior cuando percibía la fragilidad que provocaba en mí. Había un grupo al que yo daba clases, en el que estaba un sobrino del dueño de la escuela, un jovenzuelo de ojos verdes y muy apuesto; había también un jovencito homosexual que estaba profundamente enamorado de ese joven –el sobrino del dueño- y una chica bonita de nombre Gissel quien –obviamente, por razones que entonces no entendía-, me buscaba incesantemente. El muchacho homosexual acudía mucho a mí, quizá, porque sentía confianza para pedirme consejos. Por él me enteré de su platónico enamoramiento del sobrino del dueño. Por otro lado, el sobrino del dueño se sentía con derechos extraordinarios por su relación filial con el dueño del instituto y también me buscaba con frecuencia. Yo nunca me sentí, ni con la libertad, ni con el deseo, de hablarle a este joven de lo que el muchachito homosexual expresaba sobre él, pero él insistía en hablarme despectivamente de ese jovencito y exigía que externara una opinión, lo cual siempre evité. Además, en el salón –sin el menor atisbo de pudor-, atacaba abiertamente al joven homosexual y yo hacía cuánto podía por ejercer algún control en lo relativo al orden, aunque la verdad era que detestaba las humillaciones de ese muchacho soberbio sobre un joven indefenso cuyo único pecado era ser un homosexual que se había enamorado de él. Quizá te preguntes: ¿y qué tiene que ver Gissel en todo esto? Pues bien, Gissel era amiga del joven homosexual y –de alguna manera- se había dado cuenta de que cada vez que llamaba al orden, en realidad trataba de proteger al muchacho homosexual porque me fastidiaban las continuas humillaciones que contra él propinaban sus compañeros, especialmente el sobrino del dueño. Gissel era una chica tímida, con una paupérrima imagen de sí misma, a pesar de ser notablemente bella. Me parecía atractiva, pero mi corazón le pertenecía a Eliza. En más de una ocasión, Gissel buscó encontrarme a solas, me habla en confidencia, casi como un susurro y –con ese pretexto-, se acercaba a mí –a veces-, de manera que me parecía exagerada. Creo que ella me regaló mi primera vez de certeza de que una mujer me coqueteaba, pero siempre fingí no enterarme, más que nada, porque –debo admitirlo-, amaba a Eliza. No podía fijarme en ninguna otra. Bueno…, eso pensaba. La realidad es que ya me había fijado en otra… Esmeralda y no sólo eso, con Esmeralda había perdido mi virginidad, aun amando a Eliza como la amaba. Este es el mundo de las contradicciones. Todos tratamos de justificar nuestro proceder amparándonos en principios que consideramos aceptables y –una vez que los usamos como cortina para presentar una imagen adaptada de nosotros mismos ante el entorno social, en un burdo intento de crear una imagen con la cual suponemos que seremos aceptados-, tan pronto encajamos –suponiendo falazmente que se debe a tales principios-, nos damos la libertad de vivir una vida paralela, oculta a aquellos a quienes deseamos impresionar, lo que es inevitable, ya que sin importar cuánto deseemos ser percibidos de una cierta manera, jamás dejaremos de ser nosotros mismos. Nos debatimos entre el “debe ser” y el “efectivamente es”. Nos convertimos en quienes creemos que es más “aceptable”, sin abandonar nunca nuestra propia esencia. Eso me ocurría a mí. Rechazaba todo intento de acercamiento de Gissel, quien era obvio que quería de mí más de lo que yo quería ofrecerle, excusándome en el hecho de que yo amaba a Eliza, aunque vivía una doble vida en la que me acostaba con Esmeralda. ¿Puedes ver cómo los seres humanos complicamos tanto lo que es naturalmente sencillo? La realidad era que mi negativa a aceptar esa dulce y genuina oferta de Gissel, que era tan evidente que hasta yo –a esa edad-, podía percibirla, se debía más que nada a un inmenso miedo que sentía en mi interior de que Eliza se enterara de que había iniciado una relación con Gissel, lo que justificaría aún más su rechazo hacia mí. No pensaba igual en lo relativo a Esmeralda, porque esa relación clandestina había surgido en un círculo muy distinto a aquel en que se movía Eliza y yo estaba seguro de que ella jamás se enteraría. Hoy me cuestiono la sinceridad de mi amor por Eliza. Hoy soy capaz de comprender que sentía una profunda atracción hacia ella, en primer lugar, porque aún en este preciso momento, sigo pensando que Eliza es la mujer más hermosa que he conocido en mi vida, en segundo lugar, porque una de las cosas que más llamó mi atención de Eliza –lo siento, pero debo decirlo tal y como fue-, fueron sus voluptuosos senos; es decir, en términos simples y llanos, el origen de mi atracción por Eliza fue completamente superficial. ¿Qué joven de 18 años no es superficial? Conozco tipos cuarentones –o sea, de mi edad-, que aún hoy son totalmente superficiales. No obstante, no fue sólo su aspecto físico –a pesar de que ya he admitido que fue la razón preponderante-. También fue su forma de ser, su manera de tratarme, el hecho de que me aceptara de la manera más sincera y humilde posible, aun sabiendo que pertenecíamos a clases sociales distintas, el ofrecerme su amistad sin importar que –teniendo ella todo-, yo fuera un donnadie, un muerto de hambre a quien conoció con un sólo cambio de ropa, que caminaba diariamente más de 3 kilómetros para asistir a su humilde trabajo y regresar a su aún más humilde vivienda. Fue el hecho de que siendo ella una jovencita de 20 años también, me buscara con insistencia sin poder evitarlo, tratando al mismo tiempo de disimularlo ignorándome de vez en vez, pretendiendo que no notara el efecto que producía en ella y sumiéndome en la agonía de la confusión de no tener claro si yo significaba para ella lo mismo que ella significaba para mí. Pero más que nada, fue que era mi amiga. El tipo de amiga con la que te comunicas, aún sin decir una sola palabra. Aquella con la que sólo basta una mirada para decirse todo, con la que compartes sentimientos con una sola caricia; la amiga incondicional que se convierte en tu cómplice porque tanto tú, como ella, saben perfectamente que sus vidas sólo pueden adquirir sentido en compañía del otro. Una mañana, mientras impartía mi clase, la secretaria –hermana del director de ese campus-, me interrumpió para avisarme que tenía una llamada. Me excusé con mis alumnos y fui a atender al teléfono. La llamada provenía del reclutador con quien me había entrevistado semanas atrás. Quería saber si yo estaba dispuesto a mudarme a Colima para presentarme a trabajar el siguiente lunes que –casualmente, aunque no me percaté de ese hecho sino hasta el mismo lunes, cuando llegué a la oficina del reclutador-, era mi cumpleaños. Sin pensármelo dos veces acepté. Ese mismo día le comuniqué mi decisión al director. Era miércoles. Había preparativos que tenía que realizar y –encima-, el director me invitó a una cena de despedida en su casa, para departir con su familia, el dueño de la escuela y su familia y algunos amigos de ellos. A Eliza ya no le hablaba. Ni siquiera se lo dije. En cuanto a Gissel, sobra decir que tampoco le dije nada sobre mi renuncia. Nadie en la escuela, con la salvedad del director y su hermana, sabían que dejaría el instituto ese mismo viernes. Obviamente, mis hermanas tuvieron que enterarse y una de ellas simplemente me dijo que –si me iba-, no me molestara en regresar. En cuanto a Esmeralda… bueno… fue mucho más difícil para mí decírselo. El sábado, acudí a la fiesta de despedida organizada por el director y –saliendo de allí-, fui a encontrarme con Esmeralda. Ella aceptó irse conmigo a mi casa y tras el sexo, me armé de valor para decirle que me iría. Le pedí que se fuera conmigo, que viviéramos juntos, como marido y mujer, pero no quiso. Entonces, se levantó de la cama, se vistió y me pidió que la acompañara a la salida. Dijo que me daría mi merecido. Me imaginé toda clase de cosas, ninguna buena. Pensé que –cuando mejor me fuera-, me daría la bofetada de mi vida. Aun así la acompañé. Una vez que llegamos a la puerta, se acercó a mí y me dio el beso más apasionado que había recibido hasta entonces. Ese beso –hermoso en sí mismo-, me animó a insistirle que se fuera conmigo, pero volvió a negarse. Dijo que en ese momento no lo entendería, pero que lo que tuvimos, mientras duró –apenas algunas semanas-, fue muy hermoso para ella. 7. País Tropical. Partí hacia mi nueva aventura un sábado por la noche. No tenía idea de qué encontraría al llegar. La expectativa podía más que mi cansancio y –durante toda la noche-, fui incapaz de cerrar los ojos. El sinuoso camino se extendía más allá de lo que había sido ese acotado horizonte tras el cual había vivido hasta entonces. Cada parada que hacía el autobús no era sino un descubrimiento nuevo. A pesar de la oscuridad, mis ojos escudriñaban hambrientos cuanto pasábamos, en un intento banal por no perder detalle; no perder detalle de lo poco que podía apreciar. Las horas transcurrían con una lentitud agobiante y me sentía incómodo tras cada hora que pasaba sentado en ese asiento, pero me resistía a dormir, sólo por no perder detalle. Pueblo tras pueblo, poco a poco fui acercándome a un futuro incierto. Un futuro que no podía predecir; pero poco importaba. No tenía nada que perder. De hecho, era un re-inicio. No llevaba conmigo más que unos pocos cambios de ropa, dinero escaso y una curiosidad enorme. No me había dado cuenta, pero durante el trayecto, ni siquiera pensé en Esmeralda. No pensé en Eliza, ni pensé en nada de lo que había dejado atrás. Ahora, cuando recién había llegado, un instante de temor asaltó por sorpresa mis sentidos y recordé de golpe todo lo que había dejado. Pero fue sólo un instante. El sol ni siquiera había salido aún, pero ya se sentía un calor notable. Me sentía sucio y deseaba como nunca un largo momento bajo la regadera. El hambre se me había olvidado, gracias al cansancio; sentía el cuerpo molido por el largo viaje… y no tenía idea de qué hacer a continuación. Miré a mi alrededor; vi gente que no era muy distinta a la que había dejado atrás; vi una central de autobuses como la que había dejado atrás; vi una ciudad como la que había dejado atrás… pero me sentía como un intruso. “Si no funciona, siempre puedo regresar”, me repetía a mí mismo incansablemente, aunque mi hermana había dejado en claro que si me iba, no debía pensar en regresar. ¡Qué maravillosa es la juventud! Te hace emprender aventuras de las que no tienes la más remota idea de cómo resultarán… pero no te importa. Cuando eres joven, estás hambriento por vivir. Todo te parece una aventura a la que no puedes resistirte. Ignoras los riesgos, te olvidas con facilidad de aquellas cosas que das por seguras y te atreves a cruzar los límites… sólo por vivir la experiencia. Después de casi diez horas sentado en ese autobús, llegué cuando nacía el nuevo día. Cansado como estaba, no podía esperar a encontrar un hotel donde hospedarme, pero no tenía la más mínima idea de dónde encontrar un hotel. No conocía la ciudad, no conocía a nadie y no tenía idea de a qué me enfrentaría el siguiente día, cuando me presentara a mi nuevo trabajo. Con un incipiente enfado, producto del largo viaje que había emprendido, salí de la central de autobuses buscando un taxi y lo encontré bastante pronto. Subí y le pedí al taxista que me condujera a un hotel adecuado a mi paupérrimo presupuesto, pero que estuviera cerca de la avenida a la que debería acudir al otro día. El taxista me habló maravillas del hotel Flamingo y, sin esperar mi punto de vista, me condujo a él. En realidad no me importaba. Me urgía llegar al hotel. Una vez que me hube registrado y que me acomodé en mi cuarto, encendí el ventilador para mitigar el insoportable calor que empezaba ya a sentirse. Empecé a desempacar, con la intención de disfrutar de un largo y merecido baño pero al ver la cama, no pude resistir la tentación de recostarme por unos minutos, tan sólo para reposar un poco. Mi error fue cerrar los ojos pues, al sentir ese rico viento recorriendo mi cuerpo, el bienestar que esto me producía me hizo caer rendido al sueño y dormí durante horas. Pasaban de las seis de la tarde cuando al fin desperté. Me sentía reparado. El sueño me había hecho bien. Tomé finalmente el baño que iba tomar cuando llegué y salí del cuarto, dirigiéndome a la recepción para preguntarle al encargado cómo llegar al zócalo de la ciudad. Amablemente me dio indicaciones y me dirigí al lugar, curioso, sin perder detalle de todo cuánto veía. Encontré un puesto de comida y ordené algo. Luego recorrí el zócalo varias veces, tratando de asimilar las costumbres del lugar; costumbres que se me antojaban un poco raras. Por ejemplo, noté que las muchachas se reunían en grupos, abrazadas por el talle y recorrían el quiosco dando vueltas alrededor de él. Los jóvenes, sentados en las bancas, miraban a las jovencitas y –eventualmente-, se dirigían a una de ellas e iniciaban un sensual coqueteo. Nunca había visto eso en otros lugares, pero fue fácil comprender lo que ocurría. Una banda local tocaba música regional mientras todo esto sucedía. Era música tradicional, pero le daba al ambiente un toque de ameno bienestar. La gente mayor se reunía en interminables pláticas intrascendentes sobre política, religión y otros temas –quizá-, más intrascendentes aún. Algunos, jugaban dominó, damas e –incluso-, ajedrez. Nunca había jugado ajedrez, ni tenía idea de cómo hacerlo, pero un impulso irresistible me obligó a pedirle a un señor octogenario que me permitiera jugar con él, aunque la realidad es que lo que sucedió tras mi burda petición fue exactamente lo contrario: jugamos dos o tres partidas y sencillamente me hizo pedazos. Regresé al hotel y me acosté para estar listo temprano para acudir a mi cita. Mi futuro había comenzado. * * * El día comenzaba a clarear. Ni siquiera habían dado las siete de la mañana. El hambre, que había postergado por explorar mi nuevo hábitat, se imponía a todos mis demás sentimientos. Tenía poco más de una hora para acudir a mi nuevo empleo, así que me apuré cuanto pude para ponerme en camino y –en el trayecto-, desayunar algo. Al salir del cuarto, pregunté al recepcionista cómo llegar a la oficina a la que iba y la hora a la que se vencía la renta del cuarto. Como el hospedaje terminaba a mediodía y no sabía que ocurriría durante el día, renté el mismo cuarto por veinticuatro horas más. Luego, salí de allí, dirigiéndome por el camino que el recepcionista me había indicado. Frente al hotel había un parque bastante grande que debía cruzar. Así lo hice y luego atravesé una calle para alcanzar la siguiente manzana. Unos metros después de la esquina, encontré una pequeña fonda y consulté el reloj. Tenía poco menos de una hora y supuse que no cometería un gran pecado si desayunaba algo antes de continuar. En todo caso, si me retrasaba, siempre podía abordar un taxi para intentar recuperar el tiempo perdido. El desayuno me transportó a la gloria. Nunca en mi vida había disfrutado tanto un par de blanquillos con jamón. Una vez que hube terminado, continué mi camino. Aún me quedaba media hora para llegar. En realidad, no la necesité. Camine apenas diez o quince minutos y ya había llegado a la avenida donde se encontraba la empresa. Miré los números en las fachadas de las casas para orientarme y pronto comprendí que debía caminar a mi izquierda. También noté –por la numeración-, que debía cruzar la avenida, pues la casa que buscaba estaba al otro lado. Así lo hice y caminé durante unos cuántos minutos más, hasta que finalmente encontré la casa que estaba buscando. En la cochera, había un señor de alrededor de los 70 años que fungía como vigilante y le pregunté por la persona que me había citado. Me pidió que esperara y se metió a la casa. Unos minutos después, regresó y me permitió entrar. Al entrar por la misma puerta por la que él había entrado hacía unos instantes, me encontré a una señora guapa que se distinguía principalmente por su manera tan desenfadada de desenvolverse. De inmediato me pareció el tipo de persona que suele ser muy franca, que suele decir las cosas como son, sin miramientos de especie alguna y –más curioso aún-, daba indicaciones a un señor que a todas luces era su marido, quien se veía muy dócil, muy sumiso… el clásico mandilón, por llamar a las cosas con su respectivo nombre. En los pocos segundos que duró la escena que presenciaba, pude percibir quién llevaba las riendas en ese matrimonio. Para ser honesto, no pude evitar preguntarme cómo es que una mujer tan segura de sí misma, como definitivamente me parecía esta señora, había terminado casada con un tipo que a todas luces era su polo opuesto. Tan pronto lo despidió, me preguntó sin más qué se me ofrecía. Le indiqué el nombre de la persona que iba a ver y me pidió que esperara unos minutos mientras se desocupaba, ofreciéndome asiento amablemente. Unos minutos después me encontraba ante un tipo bonachón, de profuso bigote, una incipiente calvicie y una panza de bebedor de cerveza que sobresalía por sobre su cinturón. Aunque él se esforzaba por asumir una actitud de pocos amigos, la verdad es que despertaba confianza desde el primer instante. Insistía en ponerme nervioso al dirigirse hacia mí y la verdad es que si estaba un poco nervioso, pero lejos de incomodarme su actitud no hizo sino relajarme y despertar mi confianza en él. Era el tipo de individuo que simplemente le caía bien a los demás hombres y que era una especie de abuelito para las mujeres. Me preguntó por mi viaje, dónde me había hospedado, me sugirió algunas casas de asistencia donde me podría acomodar, hablamos sobre mis funciones en el trabajo, me entregó unas carpetas bastante gruesas, que no contenían otra cosa que listados de código fuente que me pidió que analizara durante la primera semana. Me dejó perfectamente claro que durante esa primera semana no me permitirían hacer otra cosa que no fuera revisar ese código fuente, para entender cómo había sido desarrollado su software. De pronto, me felicitó por mi cumpleaños y yo –simplemente-, no atiné a responder. Honestamente, ni siquiera me acordaba que ese lunes era mi cumpleaños. Ni siquiera me había dado cuenta; pero lo que más me desconcertaba, era que él lo supiera, hasta que caí en cuenta de que estaba ahí, en mi curriculum vitae. Entonces me dijo algo que nunca he podido olvidar: “¡Vaya regalo de cumpleaños que te tocó! ¡Tu regalo es: Trabajo!”. No sé en qué sentido lo decía. No sé si era una forma de quejarse por festejar un cumpleaños con una pila de trabajo, o una bendición por tener trabajo, ergo, un ingreso para subsistir. Una vez concluida la entrevista, me presentó a todos y me condujo al cubículo que compartiría con un tipo de baja estatura, de ascendencia indígena, que se esforzaba mucho por parecer simpático, al mismo tiempo que delimitaba su territorio, a quien se le conocía como el Frijolín. El sería mi supervisor. El señor que me había recibido se apellidaba Leal y la gente le llamaba don Leal. Me pareció curioso que le llamasen así porque –gracias a mi madre-, tenía la impresión de que no era correcto anteponer el calificativo don al apellido de una persona, sino que -más bien-, sólo se aplicaba al nombre de pila de ésta, pero más adelante la señora Blanca –la que me había recibido a la entrada de la oficina-, me indicó que en realidad era una especie de broma, ya que a él todo mundo le conocía como “el preservativo más eficaz de la empresa”, pues siempre que alguien lo visitaba, pedía hablar con-don Leal. Sobra decir que me hizo reír con ganas. También conocí al jefe de todos, quien se me hizo un tanto soberbio. A todo mundo le habla con una familiaridad sorprendente, principalmente porque hacía eso mismo con todos, aun cuando no les conociera. Más tarde supe que era un defeño y comprendí el porqué de su actitud. Estereotipos, es la palabra adecuada para definir ese incipiente vicio de categorizar a todo el mundo. Sé que no es algo lindo de mi parte, pero no puedo evitarlo. Si yo fuera un algoritmo de computadora, sería un modelo de red neuronal artificial. No puedo evitar categorizarlo todo y a todos. Las chicas capturistas eran todas muy hermosas. De hecho, desde que me paseé por el zócalo de la ciudad la noche anterior, noté que las mujeres hermosas abundan en Colima. Hilda se distinguía en lo particular. Una mujer de rasgos europeos, alta, esbelta y de un hermoso cabello negro, lacio, que le llegaba a media espalda. Pero no era por su belleza por lo que resaltaba, sino por su simpatía. Era una mujer muy amable, que se esforzaba por hacer sentir bien a todo el mundo. A pesar de ser tan bella –tanto físicamente, como anímicamente-, algo transmitía a través de su lenguaje no verbal que me hacía sentir por ella la clase de simpatía que se siente por una entrañable amiga, más que la atracción por una mujer tan hermosa como era. También estaba Laura, una mujer muy bella, aunque algo pasada de kilos. Ella era casada y tenía dos hermosos pequeños. Laura se juntaba mucho con Rebeca, otra mujer casada pero que no tenía hijos. Rebeca se distinguía por sus maravillosos ojos verdes, aunque me pareció algo tímida. Así mismo, conocí a Patricia, una mujer bonita que sólo decía groserías cuando hablaba y Érica, la más joven de todas. Una muchacha delgada, pero bien formada, morena, a todas luces costeña, hecho que se hacía patente por su manera de pronunciar las “eses” y Esther quien –aunque no era tan bonita como todas las demás- captó de inmediato mi atención por dos razones principales: sus senos –lo siento, pero entonces tenía 20 años y, francamente, un hombre, sobre todo a esa edad, piensa en sexo decenas de miles de veces durante un día- y ese aire intelectual que destilaba. Usaba lentes por algún problema de la visión, pero a leguas se notaba que no era una mujer que bromeara a la ligera; es decir, si lo hacía, una vez que se sentía a gusto con una persona que recién conocía, pero mientras no le infundieras ese tipo de confianza, establecía una línea imaginaria y te hacía entender que no te iría muy bien si te atrevías a cruzarla. Además, siempre aprovechaba su tiempo libre para leer algo. Cuando hablaba, su amplia cultura se hacía evidente y sus razonamientos eran –usualmente-, incuestionables. Fue ella quien me dio el primer indicio de lo que yo encontraría seductor en una mujer a partir de ese instante. No era una belleza abrumadora; tampoco era una personalidad extrovertida y deliciosa; ni era el bienestar que lograra despertar en mí. Era el reto que para todo hombre significa el pretender conquistar a una mujer mucho más inteligente que uno mismo. En ese momento supe que estaba enamorado. Después de conocer a las chicas, don Leal me llevó a un cuarto que se mantenía a baja temperatura porque allí residía la mini-computadora, que debía mantenerse fría para evitar los fallos. Dentro de este cuarto estaba Edgar, el operador. Era un tipo alto, delgado, con un bien cuidado bigote, no tan profuso como el de don Leal. Era un hombre sencillo, para nada pretencioso, pero muy firme en sus convicciones. Era un Testigo de Jehová intentando sobrevivir en un ambiente laboral en el que todo mundo era católico. Excepto yo –por supuesto-, que pretendía ser un ateo empedernido. Edgar me simpatizó desde el principio, aunque me acosaba constantemente intentando convertirme a su religión. No me sentía cómodo con eso, pero mantenía la mente abierta. Digo, nada perdería con conocer sus ideas. Más tarde, me encontraba en el cubículo que se me había asignado, examinando cuidadosamente los algoritmos que don Leal me había entregado. La verdad es que comenzaba a aburrirme y trataba de disimular mis bostezos, pero sabía muy bien que no había vuelta atrás. Había llegado hasta allí y no tenía la más mínima intención de regresar. Tenía que esforzarme y cumplir mi cometido. Justo cuando más concentrado estaba, entró al cubículo doña Alicia, la señora del aseo. Era una mujer cuarentona, bastante dicharachera. De todo hacía una broma y se notaba una profunda familiaridad con el Frijolín. De inmediato, doña Licha me hizo plática, intentando saber todo sobre mí, más con intención de tener material para el chisme. Traté de complacerla, tolerando su curiosidad hasta que finalmente se fue. Pasado el mediodía me informaron que podía salir a comer, así que regresé al hotel, buscando algún lugar donde pudiera hacerlo y noté que a un lado de este había un local; una pequeña fonda, así que entré y tomé una de las mesas. Entonces llegó ella. Nunca supe su nombre. Era la hija de la dueña del negocio y se me acercó con una hermosa sonrisa dibujada en sus labios. Hoy sé que desde ese momento inició el coqueteo conmigo, pero en esos años –sinceramente-, no tenía idea de que lo hacía. Sólo sé que a partir de ese momento, cada vez que iba, escuchaba de fondo alguna canción sugerentemente romántica, ella se esforzaba mucho al atenderme y siempre intentaba hacerme algo de plática. Ya he mencionado mi trauma con las mujeres hermosas y esta chica definitivamente lo era. Era una mujer de baja estatura, joven –de mi edad, más o menos-, de piel morena y hermosos ojos negros. Su cabello le caía ondulado sobre sus hombros y sus formas femeninas eran agradablemente voluptuosas. Cada vez que me miraba, lo hacía con una sonrisa coqueta en sus labios y yo –turbado-, le respondía con timidez. Esa tarde, comí y regresé a la oficina. Llegué cuando don Leal iba llegando y me preguntó acerca de los arreglos que había hecho para hospedarme. Le comenté que estaba hospedado en un hotel, en el centro de la ciudad y él me insistió en que debería ir a una casa de asistencia, sugiriendo que un hotel no era precisamente la forma más económica de acomodarme. Honestamente, no me atraía mucho la idea de ir a parar a una de esas casas de asistencia, pero le concedía la razón y acordé con él que saliendo del trabajo él me llevaría a una de esas casas que conocía. Así lo hicimos y me entrevisté con la dueña del lugar. Acordamos los términos del hospedaje y le indiqué que regresaría al siguiente día, para aprovechar el cuarto de hotel que de todas formas ya tenía pagado. Cuando me mudé a la casa de asistencia –que estaba a un par de cuadras del hotel donde me hospedé originalmente-, comprobé el porqué de mis recelos al respecto. Había por lo menos diez hombres de todas las edades viviendo allí. Desde el tipo oscuro, adicto a las drogas, hasta el narcisista, con complejo de playboy. Dos de ellos llamaron poderosamente mi atención. Por un lado, estaba Ignacio, un tipo entrado en los cuarentas, delgado y con apariencia de delincuente que no podía ocultar y Víctor, el clásico galancete de los ochentas, metrosexual, delgado, cuya ropa lucía siempre nueva y bien planchada y que apestaba a perfume de marca. Ambos me cayeron como una golpiza al hígado desde el principio: uno por la desconfianza que en mí despertaba y el otro por insufrible. Los demás compañeros caían en uno u otro rango. Los más destacables eran ellos dos. Desde mi primera noche allí –dado que para mí mala fortuna, el galancete de cuarta resultó ser mi compañero de habitación-, este tipo se las arregló para hacerme sentir mal. Una noche que regresé a la casa iba muy cansado. Sinceramente, había sido un día muy ajetreado para mí, la mayor parte del cual tuve que pasarla de pie. Por esa época yo tenía un grave problema de hongos en los pies. De hecho, ese era un problema que sufría desde que comencé mi adolescencia y –por más remedios que probé-, nunca pude quitármelo del todo. Era muy doloroso, porque por la más mínima razón me salían ampollas en los pies, sobre todo en el pie izquierdo. Con el caluroso clima de Colima, el sudor no hacía sino acrecentar el problema. Esa noche llegué y –a pesar de que me esforzaba mucho en mi aseo personal-, mis pies despedían un fuerte olor totalmente desagradable a consecuencia de mi antiguo problema con los hongos. No obstante, desfallecido, simplemente me acosté boca abajo y cerré los ojos. No habían transcurrido más de 20 segundos de que lo había hecho, cuando entró Víctor con uno de los compañeros que se juntaban con él. - ¡Puta madre! – dijo tan pronto entrar, haciendo como que se protegía la nariz del hedor. – Voy a exigirle a doña Hortensia que saque a este buey de mi cuarte o me voy yo de aquí. - ¡Apesta a rayos! – dijo su amigo – Yo que tú fumigaba porque este buey se está echando a perder y ya hasta gusanos ha de tener. – Concluyó. Luego, Víctor agarró su desodorante en spray y empezó a rociar todo el cuarto mientras él y su amigo compartían comentarios denigrantes, suponiendo que yo estaba dormido y que no me daba cuenta. Yo me enteré del más mínimo detalle, pero les dejé creer que estaba dormido y que no me daba cuenta. Sobra decir que me sentía miserable. Me sentía odiado pero –más que nada-, incomprendido. Verás, es natural que como seres humanos, juzguemos a los demás a priori. De hecho, es inevitable. Todos lo hemos hecho alguna vez. Simplemente no podemos evitar emitir juicios de valor basados en lo que consideramos correcto e incorrecto, sustentándonos únicamente en lo que afecta a nuestra propia zona de confort, sin detenernos a pensar en las circunstancias individuales de aquello o aquellos a lo que o a quienes juzgamos. Con soberbia, tendemos a suponer que somos perfectos y que todo aquel que se aleje de nuestro propio esquema de lo que consideramos como bueno, está mal. La verdad es que destilamos soberbia de la manera más estúpida que podemos hacerlo, ya que muchas veces criticamos sin conocer las circunstancias de aquél a quien criticamos. Sentimos que lo que hace, quién es, el cómo se conduce, afecta profundamente a lo que hacemos, quienes somos y cómo nos comportamos. Pensamos únicamente en nosotros mismos y, ni nos damos la oportunidad de entenderle, ni queremos hacerlo, para acabar pronto. Sólo nos importa cómo nos afecta. No nos interesan sus padecimientos, sus limitaciones, su condición. Nada que no sea lo que está dentro de nuestra burbuja personal, nos interesa en realidad. Por eso criticamos con crueldad, criticamos gracias a la ignorancia. Una terrible ignorancia que ha provocado los más grandes genocidios en la historia humana. Dolido como estaba, esperé a que esos dos tipejos se fueran. Cuando lo hicieron, esperé unos minutos más, para asegurarme de que lo habían hecho efectivamente. Luego, me tragué mi orgullo y superé mi cansancio, me paré y fui a tomar un concienzudo baño para eliminar ese desagradable olor. Más tarde, sentado bajo un farol del patio, continué revisando los algoritmos que tenía encomendado estudiar y llegó Víctor. Me vio allí, concentrado en mi trabajo y me saludó de la manera más amigable que le fue posible. No puedo describir cuánto le odié por la manera tan discriminatoria en que había hecho referencia a mi persona, pero en ese momento le definí. Ese monstruo cruel que despedazó sin miramientos mi autoestima, sin detenerse a pensar en que podía estar escuchando todo cuánto decía y aun así lo hizo, sin importarle un comino lo que yo pudiera sentir, ahora destilaba hipocresía a través de cada poro de su piel, pretendiendo minimizar el impacto que sus comentarios hubieran podido tener en mí, en caso de que le hubiera escuchado, tratando de aparecer ante mí como una persona amable y bien intencionada. Supe en ese preciso instante que tenía ante mí al más despreciable de los seres humanos: un cobarde hipócrita que te apuñala por la espalda cada vez que puede. Y fue también en ese instante en que –de pronto-, supe qué tenía que hacer para atacarlo. Utilizando su misma hipocresía, respondí a su saludo como si nada, en su mismo tono. Ahora, el control lo tenía yo y lo iba a utilizar sin misericordia. Tras esa noche, me esforcé por hacerle sentir incómodo tanto como pude, pretendiendo que no me daba cuenta. ¿Remordimientos? ¿Por qué? ¡Él no se tentaba el corazón para despedazarme con sus ponzoñosos comentarios en cada oportunidad que tenía! ¿Por qué demonios habría yo de tentarme el corazón cada vez que le hacía padecer mis idiosincrasias? Finalmente, tras un mes de una guerra no declarada, el galancete de cuarta dejó la casa de asistencia y yo conservé el cuarto. Con Ignacio las cosas fueron muy distintas. Yo no dejaba de sentir recelos cada vez que el tipo se presentaba en el mismo lugar en que yo me encontraba, pero simplemente le ignoraba. Sin embargo, a pesar de mis desplantes, ese tipo me buscaba frecuentemente, intentando hacerme conversación. Yo intentaba corresponderle a sus intentos de acercamiento, más tolerando su presencia que aceptándola, pero lo que pensaba de él lo reservaba para mí. Jamás externé a nadie una opinión sobre Ignacio. Sencillamente, intenté mantener la mente abierta, aunque la verdad es que no me gustaba mucho su presencia. De hecho, aunque algunos de los compañeros me caían bien, en general, intentaba no hacer amistad con nadie y me mantenía tan alejado como podía. Sin embargo, Ignacio no cejaba en su intento y unas semanas después, doña Hortensia me anunció que al siguiente día, Ignacio sería mi compañero de cuarto. Fue durante ese par de semanas que tuve que convivir con él en la misma habitación que comencé a conocerle y fue también en ese momento que me enteré sin lugar a dudas de su afición por los psicotrópicos. En más de una ocasión me invito a probar, pero yo siempre me rehusé, hasta que un día, más por miedo que por otra cosa, busqué un nuevo lugar a dónde llegar. Me mudé a la nueva casa de asistencia y conocí a nuevos compañeros, la mayoría de mi edad. Estaba el clásico galán, Héctor, que no tenía más atractivo que su manera desenfadada de tratar a las mujeres, Pedro, el bohemio que se acompañaba de su guitarra donde quiera que iba, Saúl, el inseparable amigo de Pedro quien –si bien-, no era bueno para la música-, compartía la mayoría de las aficiones que conformaban la personalidad de Pedro y Rodrigo, el púbero con el rostro invadido de barros y espinillas, quien recién había ingresado a la Universidad y con quien me identifiqué por su evidente inocencia y porque estudiaba Ingeniería de Sistemas. A doña Esperanza, la dueña de la casa, le ayudaba con sus niñas Alicia, una jovencita de mente muy abierta que se acostaba con Héctor, pero que no perdía oportunidad para coquetear conmigo. Viví en esa casa muy a gusto durante varios meses, hasta que un día regresé por la noche para enterarme de que –nuevamente-, tendría por compañero de cuarto a Ignacio. La noticia no fue de mi agrado en lo absoluto, pero la acepté a regañadientes. Incluso, le ofrecí a doña Esperanza pagarle el doble, con tal de quedarme solo en mi cuarto, pero ella se negó y tuve que aceptar mi suerte. Siendo joven como era, procuraba rodearme de los demás compañeros tanto como podía. Gracias a ellos conocí la tusca, una bebida alcohólica que nada tiene que pedirle al aguardiente. Una noche, pasados de copas como estábamos, decidimos salir a la calle, a la puerta de la casa y continuar bebiendo allí. A uno de los muchachos le pareció buena idea aventar una botella de cerveza para estrellarla contra el muro de la casa de enfrente que –casualmente-, era la casa de un maestro muy respetado en Colima. Yo manifesté mi intención de entrar, dado que preví los problemas, pero los demás compañeros insistieron en que no sucedería nada y me convencieron de que me quedara con ellos. Quince minutos después, llegaron varias camionetas de la policía y nos subieron a todos los que estábamos allí. Al amanecer, vi cómo iban liberando uno a uno a mis compañeros porque llegaba alguien a pagar su fianza, pero nadie llegaba a rescatarme a mí. Pedí a uno de ellos que le dijera a Ignacio que me prestara el dinero para la fianza, ofreciéndole que ese mismo día, al salir de la cárcel, conseguiría el dinero para pagárselo. No muy convencido, Ignacio pagó mi fianza, mientras los demás simplemente se hicieron los desentendidos. No había conocido esa faceta de Ignacio hasta ese momento y algo cambió en mí. Ese mismo día, conseguí el dinero y se lo regresé tan pronto pude, pero también me di cuenta de que no todos los que se dicen tus amigos realmente lo son, ni todos aquellos que crees tus enemigos realmente lo son. Mi opinión sobre Ignacio comenzó a cambiar y a partir de este incidente comencé a ser más tolerante con él. Así me enteré de lo que había sido su vida. Como resultado de una infancia de abusos y una adolescencia rodeado de personas que se constituyeron en una mala influencia para él, Ignacio no tardó en convertirse en delincuente. Asalto, robo a mano armada e incluso un asesinato, formaban parte de su historia. El consumo de drogas no fue más que un escape para el infierno en que se había convertido su vida. Se mantenía gracias a manejos turbios, pero mantenía o intentaba mantener un bajo perfil. Una noche, me ofreció fumar marihuana y yo –más por curiosidad-, la acepté. En realidad, recuerdo todo lo que aconteció esa noche. Fumamos un carrujo de marihuana y luego salimos a la calle. Entramos a un cine en el que exhibían una película de estreno, pero yo me quedé dormido durante toda la película. De hecho, Ignacio me despertó al terminar la película, cuando ya casi todos se habían ido. De nuevo en la calle, compramos algo de comer, pero me supo horrible y fue precisamente esto lo que me hizo decidir que las drogas no son para mí. Si la comida me sabe a mierda por consumir drogas, prefiero no consumir drogas que dejar de disfrutar de la comida, decidí. Regresamos a la casa y conversamos durante largo rato. El volvió a ofrecerme droga, pero le hice saber que en realidad no estaba interesado. Él aceptó apáticamente mi decisión y jamás me volvió a insistir, pero nos convertimos en amigos y lo fuimos hasta algunas semanas después, cuando doña Esperanza nos pidió a varios de los huéspedes que nos fuéramos, porque pretendía hospedar a menos gente a partir de ese momento. Nuevamente tuve que buscar una casa de asistencias y visité varias, intentando conocer las condiciones del hospedaje. En una de ellas fui recibido por una mujer joven, de mi edad, con un problema severo de ojos desviados, que fue muy amable conmigo. Me mostró el lugar y hablamos durante un rato. No sé qué tenía esta muchacha que despertó mi lívido sólo por tenerla cerca. Sentí que ella experimentaba el mismo deseo que yo y me di cuenta de ello por una multitud de detalles que tuvieron lugar durante nuestra interacción. Yo sentí que de intentar un acercamiento sexual, como mi entrepierna lo exigía en esos momentos, no sería rechazado. De hecho, percibí que ella me alentaba, quizá porque se dio cuenta de lo que ocurría dentro de mis pantalones, pero lo superé al darme cuenta de que de quedarme, ocurriría lo que tenía que suceder y yo quedaría en aprietos con sus padres. Más que nada, me supe débil ante ella y –en realidad-, lo que me hizo tomar la decisión de salir de allí y no regresar nunca más, fue que sentí que el respeto que le debía a ella era mucho más importante que mi pene a punto de estallar debido al deseo que ella me provocaba. Como sea, no tardé en encontrar una casa de asistencia dónde hospedarme, a la vuelta de la esquina de la calle donde se encontraba el hotel Flamingo, el hotel al que llegué la primera vez, que tenía a un lado la fonda de la muchacha guapa que me coqueteaba cada vez que me veía. Por fin, logré tener un cuarto para mí solo y fue ese el factor principal de mi decisión de quedarme allí. Además, había otros incentivos, como que en esa casa, casi nunca había adultos y quienes la regían eran otros jóvenes, como yo, así que me sentí como en casa. Durante el tiempo que pasé en Colima, socialicé –principalmente-, con mis compañeros de trabajo. Secretamente, me sentía enamorado de Esther, pero para ella yo parecía no existir. Infructuosamente, traté muchas veces de acercarme a ella, pero ella simplemente me ignoraba. Ya no sabía yo qué hacer para –siquiera-, iniciar una amistad con ella, pero sólo me tragaba mis ganas y ella no me permitía acercármele. Uno de esos días, gracias a un amigo que Edgar y yo teníamos en común –ya que le permití hablarme más de su religión y algunas veces le acompañe a sus ceremonias-, conocí a Rodolfo. Tan pronto nos presentaron, sólo con verlo, supe que era defeño y así lo confirmé mientras platicábamos. De inmediato nos hicimos amigos y nos la pasábamos de fiesta en fiesta conociendo a nuestras nuevas futuras novias. De hecho, gracias a él conocí a muchas chicas con las que salía una o –cuando mucho-, dos veces y luego no nos volvíamos a ver nunca más. Un fin de semana, mientras me encontraba tristeando porque no conseguía que Esther me permitiera acercarme a ella, Rodolfo organizó una acampada en la playa. Compartimos la idea con otros amigos y no faltó aquel que ofreció una palapa que tenía a la orilla del mar. Sin detenernos a analizar los detalles, de inmediato nos pusimos en camino. Llegamos por la tarde a una playa cercana a Tecomán y pasamos la velada tocando la guitarra y cantando alrededor de la fogata. Para mí fue absolutamente impresionante. Nunca había visto el mar y tenerlo frente a mí repentinamente, fue abrumador. No puedo describir el efecto que produjo en mí esa majestuosa masa de agua que azotaba implacable la costa. Ni que decir del miedo confundido con respeto que me hizo sentir, así como tampoco de la inevitable atracción que produjo en mí. Estaba maravillado. Pocas veces he experimentado algo que me transforma y ver el mar por primera vez definitivamente cumplió ese cometido. Fue una de las experiencias más gratas que he vivido. Nunca volví a ser el mismo. * * * Durante los meses que habían transcurrido de mi nueva vida, poco a poco me permitieron dar mantenimiento a los programas de computadora que tenían en la empresa. Una noche, nos encontrábamos atascados porque uno de los programas estaba funcionando mal y no era posible seguir adelante con el proceso mientras ese programa no fuera corregido. Todos estábamos trabajando revisándolo, cada uno desde su propia terminal. Algunos de mis compañeros trabajaban en equipo y otros, como yo, lo hacíamos individualmente. Era entonces un programador inexperto, pero tenía el talento que había adquirido gracias a mis experimentos en Salamanca. En cierta manera, los algoritmos eran como mi idioma materno. Tras un par de horas de estar revisando el problemático programa, creí ver en el algoritmo una condición que no estaba especificada correctamente, aunque mi inseguridad –propia de mi inexperiencia-, no me permitía afirmar categóricamente que ese era el problema. Sin comprender del todo que –involuntariamente-, había dado con la raíz del problema, busqué a mis compañeros y les hice ver –aún dubitativo-, mis sospechas; pero pronto dudé y pensé que sólo estaba haciéndoles perder su tiempo. No obstante, ellos se percataron de que tenía razón –aunque yo todavía lo dudaba-, y gracias a esto pudieron –al fin-, corregir el fallo. A partir de esa noche me gané su respeto y comenzaron a entregarme mayores responsabilidades. Uno de esos días, un nuevo integrante se agregó a nuestra comunidad laboral. Era Zeferino. Para cuando Zeferino llegó, yo ya me había ganado el reconocimiento de mis compañeros y pronto tuve a Zeferino buscándome con cualquier excusa. Supongo que fue que éramos de la misma edad y él tenía la idea de que yo tenía ya experiencia sobre cómo se manejaban las cosas en la oficina. Aunque él fue contratado para ayudarle a Edgar, su verdadera ambición era aprender a programar. Tenía la apariencia de un Diego Verdaguer colimense y para ser sincero, no me agradaba del todo. Más que nada, porque las chicas parecían más interesadas en él que en mí. Muchos años después, comprendí que la razón de la preferencia de las muchachas hacia Zeferino se debía a su sencillez. El haber podido hacerme de la fama de ser bueno programando computadoras, me hizo un poco soberbio y eso era muy evidente en mi conducta. El exceso de confianza en mí mismo que comenzaba a mostrar en esos años, fue lo que me alejó de las preferencias de las chicas. Zeferino –en cambio-, era más humilde, más agradable y seducir mujeres era algo en lo que él era experto. Fue por eso que Zeferino no me caía muy bien al principio, pero él no dejaba de buscarme, hasta que yo comencé a ceder y pronto se convirtió en mi más cercano amigo de esos años. Nos volvimos inseparables. Yo sentía algo de celos por el éxito que Zeferino tenía con las mujeres; éxito que estaba vedado para mí. Pero además de pedirme consejos acerca del oficio de la programación, en su generosidad, él se esforzaba por aconsejarme cómo podía ser más exitoso en cuestiones de seducir mujeres, aunque la mayoría de lo que él me aconsejaba me pasaba de largo sin que yo lo asimilara. Supongo que cada quien tiene sus naturales talentos y el arte de seducir no era el mío. Tenía amigas y –ocasionalmente-, lograba… digamos… algunos placeres, pero nunca mis logros se acercaron a los de Zeferino en esas artes. * * * Durante el tiempo que viví en Colima, algunas veces regresé a la casa de mis hermanas. La primera vez que las visité, iba preocupado porque supuse que mi hermana no querría recibirme. Contrario a mis suposiciones, me recibieron y pasé un agradable fin de semana con ellas. Esas visitas se dieron esporádicamente. Algunas veces agradables, otras no tanto. En una de esas visitas –de las desagradables, por supuesto-, discutimos por cuestiones de las que ya ni me acuerdo. Gracias a esa discusión, dejé de visitarles por un largo tiempo. Algo así como un año o más. Me hice la promesa de no volver a visitarles nunca más. No obstante, ese premeditado alejamiento no fue tan malo. Durante ese poco más de un año que dejé de visitar a mis hermanas, aprendí a valerme completamente por mí mismo. Aprendí a administrarme y me volví verdaderamente autosuficiente. Sin embargo, las cosas estaban a punto de dar un giro inesperado. Un día, en la oficina nos dieron la noticia de que nos mudaríamos a Guadalajara. La noticia –debo decirlo-, me pareció maravillosa. Después del D. F., Guadalajara representaba para mí lo más cercano al Santo Grial. No podía esperar a que llegara el momento de la mudanza. Gracias a esa noticia volví a visitar a mis hermanas y –cuando lo hice, contrario a lo que esperaba-, fui excelentemente recibido y las cosas regresaron al mismo nivel que tenían antes de la discusión. Fue entonces cuando aprendí a distinguir los matices en las relaciones humanas, que antes percibía monocromáticas. 8. Staying alive. En el transcurso de unos tres meses, nos habíamos mudado ya a Guadalajara. Cuando llegué por vez primera a esta ciudad la tarde recién sucumbía a la oscuridad de una noche que empezaba a cubrir las calles con un manto de estrellas. Antes de abandonar la terminal de autobuses, decidí preguntar cómo llegar a la zona en que estaban ubicadas las nuevas oficinas y averigüé que –para llegar allí-, debía abordar un autobús que salía de la misma central de autobuses, así que decidí buscar alojamiento en algún hotel cercano a ésta. La verdad es que el hotel que encontré no me convenció y esto me hizo buscar alternativas. Por mi propia elección, decidí vivir en un hotel por la avenida La Paz temporalmente, hasta que la economía me forzó a buscar una casa de asistencia. Mis demás compañeros varones –incluido Zeferino-, se organizaron para rentar un departamento sin invitarme a unírmeles. De hecho, yo me enteré por Zeferino, pero en honor a la verdad, yo empezaba a tomarle mucho aprecio a mi independencia y –aunque me hubieran invitado-, yo simplemente no habría aceptado. Contrario a lo que optamos los varones, no todas nuestras compañeras mujeres decidieron mudarse con nosotros, principalmente, aquellas que estaban casadas. Hilda, Esther y Érica si lo hicieron. Yo seguía empecinado con acercarme a Esther y ella continuaba empecinada en ignorarme. Como la señora Blanca fue una de las que decidió quedarse en Colima, Hilda ocupó su puesto y, contrario a lo que ocurría en Colima, esta vez Hilda se convertiría en la asistente de Marco, nuestro jefe. En parte, esa era la función de la señora Blanca en Colima, pero ella –además-, fungía como recepcionista. Hilda sólo sería la asistente del jefe. Un par de meses después de nuestro arribo a las nuevas oficinas en Guadalajara, por medio de chismes me enteré de que entraría a trabajar con las muchachas la hija de la asistente del Coordinador –el jefe de todo el mundo-. Conociendo como conocía a la asistente del Coordinador, imaginé que su hija sería también una presumida insufrible. La asistente del Coordinador era una mujer entrada en los cuarentas, rubia y que presumía una –otrora- irresistible belleza. Era el tipo de mujer banal que se empeña en que los demás la perciban con un status que en realidad no tiene, quizá a raíz de su puesto en la empresa. De alguna manera supuse que su hija sería como una gota de agua surgida del mismo manantial. El día en que Adriana –la hija- se presentaría por primera vez a trabajar, todos esperábamos curiosos su arribo, más por el chisme que por otra cosa. Yo me encontraba mirando a través de la ventana de mi cubículo cuando llegó. Me había hecho muchas expectativas –todas malas-, sobre qué esperar. Sinceramente, estaba predispuesto a que me caería mal de inmediato. Sin embargo, cuando el auto se detuvo frente a las oficinas de informática, al abrirse la puerta, las piernas de Adriana fueron lo primero que vi, después salió. Una chica en minifalda que lucía espectacular fue lo que vi. Me pareció extremadamente sexy. Desde Eliza, no había vuelto a sentirme como Adriana me hizo sentir. Fue bueno que estuviera oculto a su vista, tras la ventana de mi cubículo, pues seguramente me habría encontrado babeando anonadado. Adriana era una joven de aproximadamente un metro con sesenta y cinco centímetros, dueña de un cuerpo voluptuoso y las piernas más hermosas que había visto. Su rostro reflejaba un dejo de timidez, pero su manera de vestir, de caminar, de lucir sus atributos… todo en su conjunto denotaba a una mujer que se sabía muy hermosa y que estaba consciente del efecto que producía en los hombres. No sé describir el efecto que producto en mí. Era engañoso. Por una parte, en su rostro podía palpar una íntima… muy íntima inseguridad, pero el conjunto de todas aquellas cosas que conformaban su apariencia me decía otra cosa. Quizá Adriana supiera muy bien sacar ventaja de sus atributos físicos mientras se apegaba a la impresión que nos provocaba a los hombres de tratarse de un ser débil que demandaba protección, pero en ese instante no supe definirla. El tiempo pareció detenerse y su andar hacia la puerta de la oficina –desde mi particular perspectiva-, se me antojó en cámara lenta. Si tenía –ya de por sí-, un trauma con las mujeres hermosas, esta era la primera vez que ese trauma me desconcertaba. Sobra decir que a las muchachas se les hizo una mojigata desde el primer momento. Los hombres sólo veíamos una mujer con un cuerpo espectacular que sabía lucirlo mientras provocaba estragos en nuestro razonamiento. Como sea, mi predisposición prevaleció y me fingí desinteresado cuando me la presentaron. Ella sólo me miró con su mirada de niña buena, al tiempo que me pareció que medía mis reacciones y calculaba la situación. Su manera de dirigirse a mí cuando me la presentaron denotaba una humildad que me pareció calculada, pero sus curvas femeninas se encargaron de nublar la claridad de mis pensamientos. Algo comenzó a ocurrir dentro de mí a partir de ese momento, pero luchaba por contenerlo, por suprimirlo; me debatía entre mis prejuicios y el devastador efecto que había producido en mis sentidos. Unos días después de su ingreso, se sumaron a nuestro equipo Carmen y Estela. Ambas eran hermanas y, aunque trataban de verse bien, era evidente su origen humilde. Lo que me ocurrió a mí al ver a Adriana la primera vez, le sucedió a Zeferino al ver a Estela. Carmen era una joven de piel blanca, muy bien maquillada; su cabello era profundamente negro, ondulado y largo, muy largo y tenía unos ojos castaño-oscuros muy hermosos y una sonrisa encantadora que denotaba a una mujer muy simpática. Su voz era dulce y melodiosa. De carácter extrovertido, siempre había un tema de conversación al hablar con ella. Estela, por otro lado, era una chica muy introvertida, rubia y de cabello corto. Era una chica muy delgada y extremadamente bonita. En ella podía percibir una sensación de paz que irradiaba a todo aquel que se le acercara. Considerando ese momento en retrospectiva, es fácil comprender por qué Zeferino quedó prendado de ella desde el primer instante. Sin embargo, Zeferino tenía varios asuntos pendientes cuando la conoció y fui testigo del terrible debate interno que tuvo que padecer al comprender que si quería conquistarla debía romper con su estilo de vida. No sé por qué aún tengo la sensación de que Estela se sentía muy cómoda en mi presencia. De hecho, ella desde un principio me buscaba a mí con más frecuencia que a Zeferino. Creo que ella no soportaba a Zeferino desde el momento en que lo conoció. Por su parte, Adriana –de alguna forma-, también me buscaba con suma frecuencia, aunque yo dudaba de sus intenciones. Siempre que Adriana se me acercaba, procuraba tratarla con amabilidad, aunque buscaba cualquier pretexto para mantenerme distante. Era contradictorio. Me halagaba su insistencia, me gustaba que me buscara tanto, pero no podía creer en sus intenciones. Para ser honesto, se me hacía completamente ilógico que una mujer tan bella –como me parecía que Adriana lo era-, tuviera tanto interés en mí, un tipo común y corriente que nunca se sintió atractivo para las mujeres. A través del tiempo que tenía trabajando en esa empresa, fui testigo de cómo don Leal parecía muy interesado en Hilda. La buscaba con muchísima frecuencia e, Hilda, le trataba con simpatía, con respeto… pero nunca con la misma clase de interés que don Leal sentía por ella. Para las muchachas, don Leal era el tipo bonachón que les recordaba a su abuelito… un abuelito picarón y muy coqueto. Otro que tenía interés en Hilda era Marco, nuestro jefe, aunque era mucho más reservado. Sin embargo, hacía cuánto le era posible por retenerla a su lado durante la mayor parte del día. Hilda solía pasar mucho tiempo junto a Marco, pero no estoy seguro de que ella se sintiera cómoda con el tipo de interés que despertaba en Marco y en don Leal. Posteriormente su unió a nuestro grupo Rosario, una hermosa rubia de nuestra edad, bastante extrovertida y simpática, que congeniaba muy bien con Adriana. También se nos unió Eduardo, un muchacho menor que nosotros y que parecía ser el tipo de joven de familia acomodada, acostumbrado a que su papi le resolviera la vida. Frijolín estuvo con nosotros menos de un año, hasta que decidió retirarse a Colima y –en su lugar-, entro Mariano, un ex militar algo mayor que nosotros. Mariano me pareció odioso desde el primer momento. Era un tipo de lo más elemental. Reflejaba escasa cultura y era muy honesto al anteponer sus necesidades a las de cualquiera. Era el tipo de persona que considera que los demás sólo existimos para servirle y atender a sus necesidades. Al menos, así me lo pareció. Para hacer honor a la verdad, el tipo simplemente no me cayó bien desde el principio, sin motivo alguno. Sólo verlo despertó en mi aberración. No lo justifico; no puedo, ni quiero hacerlo. Es una actitud reprobable a la que he sucumbido en varias ocasiones para mi vergüenza. Afortunadamente, las menos. Hoy, soy un hombre que procura no albergar rencores en su corazón. Intento vivir mi vida en paz, sin odiar a las personas. Intento ser justo y darle a cada cosa su debida importancia. Pero no siempre he sido así. En mi juventud, solía ser demasiado impulsivo, demasiado pasional. Permitía a mis prejuicios nublar mi razón y era sumamente elitista. Afortunadamente, envejecer es una bendición que –algunas veces-, modifica nuestros puntos de vista y produce la evolución de nuestra alma. Hoy, me doy cuenta de que la felicidad no es una circunstancia, sino una decisión y hoy sé que para ser feliz es necesario desterrar el odio de tu corazón. Pero cuando eres joven, no es común que entiendas estas cosas. Tiene sentido cuando comprendes que el propósito de la pasión en tu juventud es el de aprender. La pasión te motiva a actuar a veces de manera errónea y los errores son necesarios para impulsar el aprendizaje. ¿Cómo puedes realmente aprender algo si no lo comprendes? ¿Cómo pretendes comprenderlo si no lo consideras desde sus diferentes ángulos? Todas estas personas influyeron en mí para llegar a ser quien hoy soy. Sin ellos en mi vida, sin su aporte –muchas veces involuntario-, no me habría sido posible experimentar todas esas emociones que compartí con ellos. Muchas de esas emociones fueron buenas; muchas malas… pero todas –en su conjunto-, forjaron a la persona que soy ahora. Adriana fue convirtiéndose poco a poco en una obsesión que me atormentaba. Me resistía a aceptarla en mi vida porque la consideraba lejos de mi alcance, pero deseaba a toda costa tenerla en mi vida. El que ella se empeñara en buscarme con tanta frecuencia no me ayudaba y –lentamente-, fui cediendo. Un día, Adriana y yo estábamos en mi cubículo. Para esas alturas, yo me sabía enamorado perdidamente de ella. La razón por la que Adriana estaba conmigo, era que quería que le explicara algunas cosas relativas a la programación de computadoras. Estábamos haciendo un programa de ejemplo y pronto tuvimos un problema y nos pusimos a analizarlo para encontrar la manera de resolverlo. Tenerla tan cerca de mí –la verdad-, no me ayudaba mucho. Ni me podía concentrar en buscar la solución al problema que se nos había presentado, ni podía dejar de sentir ese cúmulo de emociones que ella despertaba en mí con su presencia. En algún momento volteé hacia ella y nuestras miradas se cruzaron. Quedé fascinado; no era capaz de apartar mi vista de la de ella y sentirla tan próxima a mí, me provocó un deseo incontenible de besarla. Nuestros cuerpos fueron acercándose lentamente, como si se encontraran bajo el influjo de una invisible fuerza magnética, al tiempo que todo mi ser se desmoronaba ante la inminencia de ese beso que tanto había deseado. Me permití acercarme más y más a ella mientras me sentía atrapado por su mirada porque no noté el más pequeño signo de rechazo en ella. Por el contrario, pude sentirla acercándose a mí, como yo lo hacía. Nuestros rostros estaban frente a frente, tan cerca uno del otro que podía disfrutar de su aroma, tan próximos que casi nos tocábamos en una dulce caricia. Nuestros ojos seguían los del otro, buscando un pequeño indicio de rechazo. Al no encontrarlo –en respuesta-, nuestros cuerpos se acercaban más a cada segundo. Ese beso casi se concreta. Justo cuando estaba a punto de ocurrir, la mamá de Adriana llamó a la puerta y ambos –turbados-, nos separamos torpemente. Me pareció que ella se mostraba muy nerviosa y que intentaba justificarse ante su madre, aunque esta no hizo un sólo comentario respecto a lo que presenció. Luego, salió de mi cubículo acompañando a su madre y ya no regresó. De hecho, nunca volvió a ocurrir entre nosotros un acercamiento como el de ese día y esto me volvía loco. Estaba loco de deseo, loco de la necesidad de poseerla y no me atrevía a hablarle de lo que sentía. Para complicar las cosas, ella comenzó a buscar mucho a Mariano y los celos que esto me producía me hicieron odiarlo cada vez más. Por su parte, Mariano percibía mis celos y se divertía haciéndome sufrir al buscarla él a ella. Por si esto fuera poco, Adriana también comenzó a mostrar mucho interés en Zeferino, mi mejor amigo y esto verdaderamente me confundía. Yo sabía que Zeferino no perdía oportunidad para acostarse con cuanta mujer podía y sabía que él era muy bueno en ello, pero también sabía que Zeferino –desde conoció a Estela-, había comenzado a cambiar y se sentía por ella de una manera muy parecida a como yo me sentía por Adriana. Además, él era mi amigo, pero tenía muy claro que la amistad –por estrecha que fuera-, no siempre se constituía en un límite en cuestiones de amor. Para ser justo con ellos, debo decir que hoy soy capaz de entender que –muchas veces-, los celos crean historias imaginarias que deseamos creer al mismo tiempo que rogamos por no hacerlo. Muchas de estas historias imaginarias nos plantean la peor de las situaciones posibles y este tormento nos induce a sospechar hasta de nuestra propia sombra. No pienso afirmar que hoy soy inmune a los destrozos de los celos, pero sin que haya sido sencillo para mí, he llegado a una conclusión incómoda: El amor no se puede exigir, sólo se puede dar. Cuando el amor es verdadero, lo único que en verdad te importa, es el bienestar de la persona que amas, aunque el regalárselo signifique un martirio para ti. Si no eres capaz de amar desinteresadamente, no es amor lo que sientes, sino deseo y eres mucho más proclive a sucumbir a los devastadores efectos de los celos cuando tu amor no es sincero. Sé que para muchos es difícil comprenderlo, pero si el amor es verdadero, darás sin esperar recibir, procurarás porque ello es suficiente para ti, otorgarás libertad y si existe sintonía con esa persona a la que amas, esta persona –tarde o temprano-, te responderá en la misma medida. Después de todo, si esa persona especial no es capaz de sentir lo mismo que tú sientes, lo mejor para ambos es mantenerse separados y este es el punto que mucha gente prefiere no oír. El deseo restringe, exige, aprisiona; el amor libera. ¿Para qué quieres a tu lado a alguien que sólo permanece junto a ti porque secuestras su corazón? Pero en esa época yo no podía entender la diferencia entre amar y desear y confundí mi deseo con amor. Fui vulnerable ante los celos que sentía y me volví loco una y otra vez porque me sentía confundido. De alguna manera que entonces no comprendí, Adriana sentía exactamente lo mismo que yo. La confusión que yo sentía era la misma que anidaba ella en su corazón. Ella definitivamente sabía cómo me sentía, pero nada podía hacer. Ella tenía un novio que ejercía sobre ella el mismo efecto que ella ejercía sobre mí. Así como yo la celaba porque percibía su interacción con otros hombres, ella se sentía en la necesidad de competir con otras mujeres por el cariño de su novio. Para complicarle las cosas, estaba yo, exigiéndole de manera tácita que me prestara atención. Debatiéndose entre su novio y mis deseos, ella prefirió aligerar su carga buscándome menos y sumiéndome en la cruel tortura de la confusión. Sé que no le resultaba del todo indiferente porque ese casi beso me proporcionó los indicios que necesitaba de que no me rechazaría. No le era indiferente porque desde un principio fue ella quien me buscó y no al revés. Pero quizá no le fui indiferente porque la hice sentir admirada, deseada y porque mi fascinación por ella le halagó. Tal vez nunca me consideró como un prospecto de pareja y era eso lo que me tenía así. Hubo situaciones muy comprometedoras con algunas de las otras chicas –de naturaleza sexual-, que preferí ignorar porque para mí sólo existía Adriana. No podía sentir por ninguna de ellas el interés que sentía por Adriana. Aun así, deseaba intensamente poder olvidarla y ser capaz de depositar mi interés en cualquier otra. Una noche, las muchachas organizaron una fiesta a la que la mayoría acudimos. Marco, don Leal y Mariano se retiraron pronto. Marco y don Leal eran casados y debían regresar con su familia; no recuerdo porqué fue que Mariano se retiró. Sólo quedamos Eduardo, Zeferino y yo y las muchachas se pusieron muy insistentes en que las acompañáramos a una disco. Estando allí, percibí cómo Adriana le coqueteaba abiertamente a Zeferino y éste se dejaba querer. Mientras tanto Estela les observaba con evidente enfado. No me gustó mucho lo que vi y –sin saber cómo-, terminé invitando a Hilda a pasar la tarde del siguiente sábado conmigo. Para mi sorpresa –sin más-, aceptó. Fue la cita que más fácilmente he conseguido en mi vida. La verdad es que no tardé en arrepentirme. Para cuando esto ocurrió, ya existían rumores de un idilio entre Hilda y Marco y –el que yo la invitara a salir- podía fácilmente interpretarse como que le estaba pedaleando la bicicleta a Marco –un argot machista-. No obstante, el siguiente sábado salimos. Yo esperaba que mi cita acabara pronto, pero no fue así. Primero, Hilda y yo fuimos a comer. Mientras lo hacíamos, hablamos de muchas cosas. Quizá se aproxime más a la realidad que era ella la que hablaba al tiempo que yo me limitaba a escuchar. Luego, entramos a un cine y sin saber cómo la abracé por la cintura. Saliendo de allí pasamos la tarde en el parque de la plaza comercial en la que nos encontrábamos y por la noche nos fuimos a cenar. Sinceramente disfruté su compañía, pero nunca sentí el mismo tipo de atracción que Adriana despertaba en mí. No puedo decir que hubiera preferido estar con Adriana, porque la verdad es que esa tarde con Hilda no la habría cambiado por nada en el mundo, pero sólo Adriana despertaba en mí esas emociones que no podía sentir por Hilda. Sin embargo, algo si ocurrió. Me di cuenta de que no había futuro entre Adriana y yo y comencé a considerar la posibilidad de renunciar a mi trabajo. Me excusé para ello alegando que no me sentía cómodo con Mariano, pero la verdad era que quería poner tierra de por medio entre Adriana y yo. Pronto comencé a llevar mi curriculum a muchas otras empresas, hasta que me llamaron de una de ellas y fue así como dejé esa empresa y me aparté por fin de Adriana. Por su parte, Zeferino por fin pudo comenzar a acercarse a Estela. Ella por fin comenzó a ceder y su noviazgo inició. Me sentí alegre por ambos, pero no pude evitar sugerirle a Zeferino que la tratara bien, aunque de sobra sabía que así lo haría. Sabía que él estaba profundamente enamorado de ella y tal vez el descarado coqueteo de Adriana la noche de la disco fue todo lo que él necesito para que Estela comenzara a considerarlo. Para cuando todo esto ocurrió yo ya tenía algunos meses viviendo en la misma casa que mis compañeros. Era lo más práctico para mí. Resultaba más económico que rentar un departamento por mi cuenta sólo por sentirme un poco más independiente. Poco después de haber entrado a mi nuevo trabajo, un joven de nombre Salvador nos pidió integrarse al grupo de los que vivíamos en esa casa. Desde que llegó se hizo mi amigo y era uno de mis más cercanos amigos. A diferencia de nosotros, él nunca había trabajado en la empresa que yo recién había dejado. Más bien, él trabajaba en una de las tiendas del centro comercial en el que pasé ese maravilloso sábado con Hilda. Unas semanas después de que llegó a vivir con nosotros me presentó a Lupita, su novia. Ella era una mujer de baja estatura muy voluptuosa y muy bonita. En realidad, ellos eran pareja sexualmente hablando, aunque no vivían juntos, pero desde un inicio ella coqueteó abiertamente conmigo. Yo me sentía muy incómodo porque Salvador era mi amigo y le estimaba mucho, pero debo reconocer que Lupita me gustaba mucho también. No sé cómo, pero mantuve la distancia a pesar de que muchas veces estuve a punto de sucumbir ante sus coqueteos. Lo que más me preocupaba era que Salvador se diera cuenta y –para ser honesto-, creo que si lo hizo, pero nunca me reclamó nada. Al sentirme liberado de la tortura que para mí representó Adriana, me convertí en un asiduo visitante de los centros botaneros en Guadalajara, Zapopan y Tlaquepaque. No perdía un viernes en que no fuera a gastar mi dinero en esos antros. Allí conocí a muchísimas mujeres de quienes hoy no recuerdo ni su nombre. La mayoría de las veces sólo se trató se divertirnos al son del mariachi y al calor de la copas. Algunas de ellas accedieron a salir conmigo en alguna cita, pero nada serio surgió de allí. Meses después de haber entrado a trabajar a la nueva empresa, contrataron a Jessica. Era una rubia muy hermosa que provocó en mí el mismo tipo de atracción que Adriana me hizo sentir, pero no podía sentirme enamorado de ella. Me gustaba mucho físicamente, pero los sentimientos se negaban a responder. Nos encontrábamos muy seguido porque vivíamos por el mismo rumbo y muchas veces acudíamos al trabajo juntos, hablábamos mucho y con mucha frecuencia pero –entre otras razones-, jamás intenté un mayor acercamiento porque se rumoraba que sostenía un amasiato con el jefe. Sin embargo -esta vez-, sí tenía muy clara una cosa: yo le gustaba a ella. Lo sabía por su forma de tratarme, porque no perdía oportunidad para acercarse, por la manera cómo me miraba y por muchos pequeños detalles que sólo ella y yo conocemos. Yo nunca pude verla de la misma forma y creo que era esa la razón principal por la que ella me buscaba. Las cosas no funcionaban como esperaba en ese trabajo y no había sido capaz de olvidar del todo a Adriana, a pesar las muchas mujeres con las que había intentado reemplazarla. Si algo bueno tuvo ese trabajo fue que me abrió los ojos ante la necesidad de tener estudios universitarios. La gran ventaja que teníamos los informáticos en esos años consistía en que éramos relativamente pocos los que teníamos las habilidades requeridas para producir software de computadora. Por eso, la mayoría de nosotros solo tenía carreras técnicas y jamás nos preocupábamos demasiado por una formación universitaria. Además, la gente nos pagaba lo que les pedíamos. Pero en esa empresa comprendí por primera vez que mientras no tuviera un título de una carrera profesional jamás tendría acceso a puestos de nivel directivo. En la empresa había un par de Ingenieros que ganaban el doble o el triple de lo que ganaba yo, sin esforzarse tanto como yo lo hacía. Para mí se convirtió en rutina entrar a trabajar a las 6 de la mañana y salir del trabajo pasada la media noche. Muchas veces llevaba más de un cambio de ropa y me aseaba por la mañana, a medio día y en la noche allí mismo. Esa empresa se había convertido en mi residencia y no era raro que a media noche, cuando ya estaba acostado en mi cama, me llamaran para ir a resolver algún problema. Sin embargo, los ingenieros sólo trabajan de ocho a cinco y si les llamaban, sin importar cuán grave fuera la situación, siempre podía esperar hasta el otro día. Fue evidente para mí que si quería mejores condiciones tenía que realizar estudios universitarios. No obstante todos mis esfuerzos, un buen día el dueño de la empresa me mandó a llamar y me despidió. Ocurrió una mañana que llegué al trabajo. Ni siquiera me dejaron llegar a checar. Jessica me informó que el jefe quería verme y me indicó que no tenía que checar. Así que fui hacia el despacho del jefe y su asistente me pidió que me sentara. Me tuvo en ese asiento casi toda la mañana y yo ya intuía lo que iba a suceder. Curiosamente, ni siquiera me preocupó. Al ver que me tenían allí sentado y no me permitía ni irme, ni checar para empezar a trabajar, simplemente me dormí, como si nada, hasta que la asistente me despertó cerca del mediodía y me indicó que el jefe me recibiría en ese momento. Entre al despacho del jefe y este comenzó a hablar interminablemente de las razones que le parecían justificaban mi despido. Sé que despedir empleados es tan difícil para el ejecutor como lo es para el ejecutado, pero a esas alturas yo ya estaba anestesiado. Le deje hablar sin interrumpirle un solo momento y le mostré la más descarada apatía. Supongo que él esperaba que le suplicara, que le rogara, que me enojara… pero nada de eso ocurrió. Simplemente le escuché callado y cuando él consideró que hablarme era como hablarle al muro, me liberó y me dejó ir. Eso fue todo. Pasé un par de semanas sintiéndome un fracasado. Me encontraba completamente desanimado y durante la primera semana sólo me dejé hundir en mi depresión, pero a la siguiente semana me puse a buscar un nuevo empleo y –por recomendación de alguien de la misma empresa por la que había llegado a Guadalajara-, logré que me consideraran para un puesto en una de las dependencias de la misma empresa. Acudí a la entrevista y todo estaba ya acordado. De hecho, uno de los acuerdos fue que me presentaría a laborar el lunes siguiente. Aproveché los días que faltaban para visitar a mis hermanas y me sentí tan bien en Irapuato que los días se pasaron muy rápido para mi gusto. El día que tenía que regresar a Guadalajara para presentarme en mi nuevo trabajo al día siguiente, mi hermana tuvo que salir y me pidió que cuidara a mis sobrinos, que entonces estaban pequeños. Yo accedí, pero le recordé que me tenía que ir y que sólo podía esperarla hasta una hora determinada. Llegó la hora en que debía partir de regreso a Guadalajara y mi hermana no llegaba. Estaba indeciso, pues no consideraba correcto dejar a los niños solos, pero tenía que irme. Al final, decidí que no podía esperar más y que no era mi culpa que mi hermana no hubiera llegado si le había advertido que tenía que irme. Iba de salida con los niños detrás de mí llorando y pidiéndome que no me fuera. Fue desgarrador. En ese momento supe que mis días en Guadalajara habían terminado y decidí quedarme en Irapuato. 9. Cóncavo y convexo. Decidir quedarme fue sencillo; lo que no fue sencillo fueron los meses siguientes, en los que todo parecía ser tan complicado. Pasé semanas buscando trabajo, hasta que un día regresé al instituto en el que había cursado la carrera técnica y pedí mi antiguo trabajo. El dueño no parecía muy conforme al principio. Me alegaba que no podía pagarme el sueldo que tenía en Guadalajara, pero al verme dispuesto a aceptar un salario menor, terminó cediendo. Esta vez debería dividir mis labores entre Salamanca e Irapuato, al menos durante un tiempo. En realidad, sólo tuve que acudir a Salamanca por unos meses y luego me quedé definitivamente en Irapuato. Durante el tiempo que di clases en Salamanca conocí a una joven muy atractiva llamada Jaqueline. En cuanto a su personalidad, era muy parecida a Adriana. Era una mujer alta, de un cuerpo muy bonito y unos labios muy sensuales. Era una persona muy extrovertida y yo me sentía muy atraído a ella, más porque despertaba mi lívido, debo admitir. En realidad, tengo que confesar que no era amor lo que sentía, sino deseo. Ella me parecía muy agradable, pero la experiencia que había tenido con Adriana me impidió suponer que tendría una oportunidad con ella. Además, comenzaba a ver que no era buena idea mezclar mis asuntos laborales con mis aspectos afectivos, así que intenté arduamente mantenerme objetivo. Cuando tuve que volver a Irapuato, de pronto, ella comenzó a buscarme allí. En varias ocasiones nos encontramos y me pedía que le explicara cosas. Una mañana, como ya era su costumbre, fue a buscarme y esperó a que terminara mi clase. Estuvimos alrededor de una hora trabajando en sus dudas. No sé qué se me pasó por la mente cuando, al despedirse, la llamé pidiéndole que esperara. Ella volteó hacia mí y pudo ver como la miraba absorto. Entonces me preguntó que quería decirle y –sin más-, le dije que me encantaba. Aun no comprendo que sucedió. Me había hecho la promesa a mí mismo de que me mantendría al margen. Además, sabía que no era una relación con ella lo que buscaba, sino sexo. A esa edad ya había tenido suficientes aventuras superficiales como para no desear involucrarme en una más y no estaba seguro de realmente querer tener una aventura con ella. Por otro lado, no deseaba verme envuelto en chismes por andar con una alumna mía. Simplemente, por lo difícil que habían resultado las cosas para mí cuando decidí quedarme en Irapuato, tenía mucho que perder si el dueño de la escuela se llegaba a enterar, pero fue algo que no pude evitar. En adición a todo esto, sabía que aunque en realidad sentía una fuerte atracción hacia ella –más que nada por su físico encantadoramente femenino-, lo mío era sólo deseo y tenía muy claro que iniciar cualquier cosa con ella sería tanto como jugar con sus sentimientos; no quería hacerlo. Conocía en carne propia el dolor que produce el desamor como para causárselo a alguien más. He sido cruel muchas veces, pero jamás me ha gustado ser cruel en este sentido. Había un millón de razones por las cuales hubiera sido preferible no detenerla y decirle lo que le dije, pero había una sola –la que verdaderamente importaba y que estaba a punto de descubrir-, por la que detenerla fue lo mejor que podía haber hecho en toda mi vida. Al escuchar mi confesión, me miró coqueta y se aproximó hacia mí. Provocativa, se acercaba más a mí tras cada paso que daba y yo no podía dejar de fascinarme con su maravillosa mirada. Si alguna vez te has preguntado porque las mujeres afirman que los hombres dejamos de razonar cuando se antepone el sexo, esta es la explicación perfecta. Simplemente nuestro instinto nos traiciona cuando debemos mantener la cabeza fría y actuar objetivamente. Finalmente, llegó hasta mí. Yo estaba hipnotizado. En realidad, dejé de pensar desde el momento en que le dije que me encantaba y –a partir de allí-, todo lo que yo hice fue mecánico. Ella reposó delicadamente sus manos sobre mi pecho y yo la tomé por la cintura. Nuestros cuerpos estaban tan cercanos que pude sentir su corazón latir contra el mío; sentí la tersura de su piel mientras la acariciaba y respiré su aliento embriagándome cada vez más en su sensual coqueteo. En ningún momento mis ojos se apartaron de su mirada. Ella me sonreía y supe que las cosas ocurrirían sin importar lo que hiciera. Entonces me besó. Fue el beso más sensual que había recibido en toda mi vida. Si mi cerebro había dejado de funcionar mientras se acercaba a mí, este beso definitivamente me enloqueció. Sin importarnos que estábamos en un salón de clases –aun cuando estaba vacío y no había nadie más alrededor-, las caricias se convirtieron en algo cada vez más atrevido. Hicimos el amor sobre el escritorio. No sé cómo describir lo que sucedió. Era como si de repente se desatara una poderosa tormenta que lo arrasa todo a su paso. Nuestras ropas volaron por todas partes y esa pasión incontenible que surgió de un simple “me encantas” sólo feneció hasta que se vio satisfecha. Ahora que lo recuerdo, fue muy bueno que nadie subiera a ese salón. En el piso de abajo estaba todavía la secretaria de la escuela y jamás podré afirmar en plena consciencia que ella no se enteró de todo cuanto ocurrió arriba pero –si lo hizo-, fue muy discreta. Una vez que Jaqueline y yo calmamos ese torrente de caricias y sexo que desatamos, nos vestimos y nos besamos una última vez. Abrazados, bajamos al piso inferior, pero nos separamos cuando estábamos por llegar. Ella notó a la secretaria y eso la turbó un poco. Me miró inquisitiva, formulando una callada pregunta que también yo me hacía, pero no supe que responderle. A pesar de todo, ya nada podíamos hacer y si la secretaria se había dado cuenta, sólo podíamos esperar que fuera discreta. Se despidió de mí aun preocupada y yo, entré a la oficina saludando a la secretaria. Al verme entrar, me informó que Toño, mi antiguo amigo que me informó de cómo ocurrieron las cosas cuando me despidieron del primer trabajo que tuve, sobre la manera en que el dueño de esa escuela y Mario se habían burlado de mí por escribir en mi curriculum que me había graduado allí, que me informó sobre el trabajo en la secundaria para niños ricos y que me consiguió la cita para presentar el examen por el que conseguí el trabajo en Colima, quería verme y que pasaría a la escuela por la tarde. Le agradecí que me diera el mensaje preguntándome de qué tanto se había dado cuenta ella, pero lo único que hizo tras informarme sobre la visita de mi amigo fue seguir trabajando en su computadora. Dejé los manuales que llevaba y salí de allí. Toño llegó por la tarde, mientras daba mi clase. Él era un tipo muy pulcro y le gustaba verse siempre elegante. Desde que terminamos la carrera, él atendía a varias empresas locales como consultor. Supongo que le iba muy bien, porque siempre lo encontraba de traje. Honestamente no tengo la más mínima idea de porqué alguien está dispuesto a sacrificar su comodidad por su apariencia. Digo, cuando estaba en Guadalajara, en el último empleo que tuve allí, yo vestía de traje todos los días… soportando el terrible calor que allí hacía. Precisamente por este inconveniente me bañaba varias veces al día mientras trabajé en esa empresa. El traje no era un requisito. Yo me lo ponía por pura vanidad. La mayoría de las aventuras que tuve en Guadalajara surgieron precisamente por mi forma de vestir; al menos, eso creo. Pero al regresar a Irapuato, colgué el traje y me prometí a mí mismo nunca más usar una corbata. El precio de la incomodidad que había que pagar por tanta pulcritud se me hizo excesivo; por eso no comprendía que Toño utilizará traje todos los días. Cuando Toño llamó a la puerta del salón, algo estaba yo haciendo –la verdad no lo recuerdo-, que le pedí a Ernestina –una de mis alumnas-, que abriera la puerta. Ella lo hizo y fue cuando vio a Toño por primera vez. Él preguntó por mí y fue cuando yo volteé, invitándolo a entrar. En ese momento no le presté atención, pero noté que Ernestina se había sonrojado y sonreía nerviosamente. Sin embargo, como ya dije, no le di importancia. Toño saludó a todo el mundo y se acercó a mi escritorio. Me dijo que quería conocer mi opinión sobre un problema que tenía y le prometí que terminando la clase le atendería. Entonces salió del salón y yo continué con mi trabajo. Al terminar la clase, cuando estaba recogiendo mis cosas, Ernestina se acercó a mí y me preguntó toda clase de cosas sobre Toño. Fue hasta ese momento que comprendí su rubor y le prometí que se lo presentaría, pero le indiqué que no sería esa noche. Le prometí que arreglaría que él volviera y entonces lo haría. Sonriendo para mis adentros, me dirigí a la oficina de la escuela dónde Toño me esperaba. Mientras trabajábamos, fui contándole poco a poco sobre Ernestina. Tímido como él era, no podía creer lo que le estaba contando y se puso muy nervioso cuando le sugerí que volviera la siguiente tarde para presentarle a Ernestina. De hecho, se negó rotundamente. Toño y yo nos conocíamos desde muy jóvenes, aunque él era unos años mayor que yo. Yo creo que cuando somos jóvenes, todos los hombres somos superficiales, Algunos nunca lo superamos. Vivimos encantados con un estándar de belleza femenina que muchas veces supera nuestras propias capacidades. No porque físicamente seamos incompatibles con el tipo de belleza femenina que aspiramos a encontrar en una pareja, sino porque enfocamos las cosas de la manera equivocada. Si lo piensas con detenimiento, la belleza exterior es sólo un bonito adorno. La personalidad, no obstante, lo es todo. He conocido muchas parejas que son absolutamente incompatibles. Normalmente lo son porque iniciaron gracias a lo que el atractivo físico originó. Más allá de la apariencia, nunca hubo realmente el cimiento de la comprensión entre ellos. Por eso, muchas parejas fracasan. Lamentablemente, cuando jóvenes, nos atraen más las curvas que la comunión. Por ello, intentamos muchas veces conseguir lo inalcanzable, no tanto porque aspiramos a tener una pareja que sea muy atractiva, sino porque la manera en que nos acercamos no es precisamente la más adecuada. Exactamente eso le ocurría a Toño. Alguna vez yo estuve en su situación y debido a ello le entendía perfectamente. A diferencia mía, Toño se había concentrado más en su desarrollo profesional y había dejado de lado todas las locuras en las que yo me vi envuelto. Esa inocencia de mi amigo y toda la generosidad que él me había mostrado anteriormente, me hizo sentir obligado a ayudarle. En realidad, tuve que insistirle muchas veces que me permitiera presentarle a Ernestina, pero él siempre se negaba. Sin embargo, algunas semanas después tuvo que volver y la casualidad quiso ponerlos frente a frente a él y a Ernestina. Esa tarde, Toño llegó a la escuela porque el director le había pedido que fuera. Cuando entró a la oficina se encontró con Ernestina y –como no estaba la secretaria-, le preguntó por ella. El dueño de la escuela tampoco estaba, así que supongo que se sintió desconcertado de que le pidieran que fuera y no encontrara allí a quien le llamó en primer lugar. Quizá fue por eso que se animó a preguntarle a Ernestina por la secretaria y ella le informó que había salido por unos momentos y que enseguida regresaba. Estaban precisamente en esto cuando yo llegué y vi mi oportunidad. Saludé a ambos y –sin que Toño pudiera evitarlo-, le presenté a Ernestina. Toño se mostró visiblemente turbado, sin saber qué decir, así que por unos instantes fungí como intermediario entre ellos, hasta que conseguí que iniciaran una conversación. La verdad es que Ernestina tuvo mucho que ver con que esa conversación tuviera lugar, ya que estaba decida a conocer a mi amigo. Yo sólo le di a Toño el impulso que necesitaba. Una vez que lo tuvo, me excusé y abandoné la oficina. Al salir de la escuela me encontré a la secretaria y –con ánimo de chisme-, le conté lo que estaba ocurriendo en la oficina y le pedí que les diera unos minutos más. Convencer a Toño de que se relajara y conversara con Ernestina lo valía. Divertida, ella se quedó conmigo durante unos minutos más y luego subió. Al otro día de que esto ocurriera, por alguna razón tuve que ir a Salamanca y volví a encontrarme con Jaqueline. Fue algo extraño. Cuando nos encontramos, nos sonreímos, pero ella se notaba un poco turbada. Nos las arreglamos para quedarnos solos y comenzamos a hablar. Ella me preguntó si la secretaria se había dado cuenta de lo que había ocurrido y yo le confesé que en realidad no lo sabía, pero que creía que no, porque hasta el momento no lo había insinuado siquiera. Quise besarla, pero ella se resistió. El hecho de que me rechazara me dejó perplejo. Es decir, había pasado algo completamente impulsivo entre ella y yo y ahora no quería acercarse a mí para nada. Honestamente no la entendí. Pasaron varios días hasta que tuve la oportunidad de regresar a Salamanca y volví a insistir y ella continuó negándose. También volví a encontrarme a Toño en varias ocasiones después de eso y le pregunté cómo iban las cosas entre él y Ernestina y él no hacía más que poner excusa tras excusa: que si no era bonita, que si le enfadaba de tanto que lo buscaba, que si platicaba demasiado y entonces le dije que lo único que tenía que hacer era dejarse llevar. Es decir, si ella era tan insistente con él era únicamente porque él le gustaba mucho. Como amigo, le hice ver que él tampoco era una belleza de hombre y que si no se daba la oportunidad con esta chica, él iba a terminar lamentándolo el resto de su vida. En cierta forma, todas sus excusas no eran más que pretextos. En el fondo, lo que él tenía era miedo; miedo de atreverse a decirle lo que sentía y que ella lo rechazara. Yo le hice ver que ella simplemente no lo rechazaría y le dije que –aunque lo hiciera-, quizá lo haría únicamente para interesarlo en ella, para medir qué tanto él quería realmente iniciar una relación con ella. En realidad no tengo la más mínima idea de qué impacto tuvieron mis palabras en él pero unos días después de esta conversación, me enteré de que finalmente eran novios y cuando lo volví a encontrar era otro hombre, más feliz, más confiado y… enamorado. Fue por esos días en que volví a ver a Jaqueline. En esos momentos no sabía si era buena idea acercármele, pero me estaba volviendo loco con sus negativas y consideré que -por lo menos- le debía una disculpa. No supe exactamente qué ocurrió, pero esta vez me permitió hablar con ella. Le pregunté abiertamente porqué me rechazaba tan intensamente si de todos modos ya había ocurrido lo que sucedió entre los dos; le confesé que no lograba entender su actitud y que me estaba volviendo loco. Le pedí que si no quería volverme a ver, me lo dijera con la misma apertura con la que yo le estaba hablando en ese momento y le prometí que si ella me lo pedía, yo nunca iba a volver a buscarla. Entonces ella me dijo simplemente que si ocurrió lo que ocurrió entre los dos fue simplemente porque así se dieron las cosas en su momento, que estaba a punto de casarse y que no quería tener una relación conmigo. No voy a decir que eso me hizo sentir mejor, pero por lo menos, su sinceridad acabó con mi miseria. Entonces sentí la confianza para confesarle que lo mío era también deseo, como el de ella… y entonces volvió a ocurrir. Nos fuimos a un hotel y volvimos a desatar esa pasión desenfrenada que tanto había complicado las cosas para ambos. Unas horas después, abrazados en la cama, hablamos largamente sobre lo que estaba ocurriendo. Me dijo que no sabía porque era tan débil conmigo y yo le hice saber que lo mismo me sucedía a mí. Tal parece que cada encuentro entre ambos terminaría exactamente de esa manera. Ambos sabíamos que no era amor; los dos comprendimos que no éramos capaces de evitar sucumbir al deseo y también nos dimos cuenta de que carecer de ese imprescindible control era peligroso para nosotros. Además, había gente –como su novio-, a la que podríamos dañar por no poder contenernos. Acordamos que no nos veríamos más, pero fue inútil. Volvimos a encontrarnos muchas veces y la mayoría de éstas terminábamos en la cama. Un día ella se casó y yo decidí desaparecer de su vida. En los meses siguientes, gracias a Toño empecé a relacionarme más con gente de las empresas locales y comencé a venderles mis programas. Esto resultó ser más lucrativo para mí, así que fue la excusa perfecta para dejar esa escuela de computación y alejarme tanto como pude de Jaqueline. 10. I will survive. Dejar la escuela fue un proceso interesante. No lo había visto así hasta entonces, pero si no lo había hecho antes, simplemente era porque no me había preocupado por crear una aplicación que satisficiera alguna necesidad empresarial. Ante la continua insistencia de Toño, por fin me puse a desarrollar una aplicación para administrar ventas e inventarios. Es curioso, algunos años atrás, cuando Mario me sugirió esto mismo, yo decidí ignorarle como se ignora a un loco; esta vez, gracias a la perseverancia de Toño y a que ya tenía alguna experiencia en esto debido a mis trabajos anteriores, acepté el desafío y creé mi primera aplicación comercial para un cliente que Toño no podía atender por una sobrecarga de trabajo que tenía. No es que Toño no tuviera una aplicación parecida. De hecho, la tenía y funcionaba mucho mejor que la mía, pero creo que era su forma de agradecerme que ahora estuviera con Ernestina. Las cosas comenzaron a fluir para mí a raíz de ese primer cliente. De pronto, tocaban a mi puerta personas que no conocía, que habían llegado hasta mí por referencia. Esto me obligó a añadir más funciones a mi aplicación para satisfacer las necesidades que me expresaban. Así pude finalmente vender una de mis aplicaciones a una empresa transnacional por primera vez. Dada la naturaleza de este proyecto, tuve que ir con mucha frecuencia a esta empresa y –en una de mis continuas visitas-, conocí a Imelda. Imelda era una mujer pequeña de bonitas formas y bastante extrovertida. En la empresa, era conocida por sus continuos líos amorosos. Según se contaba, ella se enredó siendo muy joven con un proveedor de la empresa y tuvo un hijo con él. A raíz de esta situación, pronto circularon los rumores sobre la facilidad con que accedía a nuevas aventuras. Cada vez que iba a esa empresa, no faltaba alguno de los empleados de esa empresa que me contara cosas sobre ella y siempre había alguien que me hacía bromas relativas a enredarme con ella. Tengo que decirlo: el escuchar con tanta frecuencia ese tipo de comentarios hacia Imelda, pronto me hizo sentir empatía por ella y comencé a verla de una manera distinta. Comencé a interesarme en ella. No recuerdo cómo fue que comenzaron las cosas entre nosotros; quizá fue alguna vez que coincidimos en el comedor de la compañía. Lo que si recuerdo es que si ella no me hubiera hablado a mí en primer lugar, yo nunca lo habría intentado. Con el transcurrir de los días, fuimos haciéndonos amigos y –dados los antecedentes que yo tenía-, me propuse tratarla con respeto. Pronto comenzamos a frecuentarnos fuera de la compañía y fue sólo cuestión de tiempo para que se iniciara el romance. Esta fue la primera y única vez que una mujer me ha propuesto abiertamente una relación amorosa. Cuando lo hizo, me sentí absolutamente desconcertado. No sabía que responderle, pero yo ya había comenzado a enamorarme de ella. Me sorprendió por diversas razones; la principal, porque yo crecí en una época en que ese tipo de propuestas las hacíamos los hombres. Además, yo no me consideré nunca lo suficientemente atractivo como para que algo así me ocurriera a mí. En realidad, pasaron varios días y yo terminé aceptando sólo porque ella continuó insistiendo. Todo ocurrió en un baile que organizaba la empresa y al que fui invitado. La verdad es que yo no me propuse nunca nada de lo que ocurrió después. Llegué a este baile y me senté con algunas de las personas con las que normalmente trabajaba. De pronto, llegó ella y me dijo al oído que si no pensaba invitarla a bailar. Turbado, me levanté de la mesa y me fui con ella a la pista de baile. Mis compañeros miraban divertidos la escena. Bailamos durante un rato y mientras lo hacíamos, con toda la desfachatez del mundo me preguntó que si no la iba a besar. Tal vez fueron las copas o ese inminente amor que ya sentía por ella, pero no pude resistirme y la besé. Después, salimos de ese salón y la llevé a su casa. Para ser sincero yo supuse que iríamos a un hotel, pero ella supo hábilmente controlar mis ímpetus. Mi problema con ella es que mientras para mí las cosas iban en serio, jamás supe qué sentido habían adquirido las cosas para ella. A veces, pasaban semanas antes de volverla a ver y de pronto nos encontrábamos y las cosas se ponían muy candentes entre nosotros… sin llegar nunca al sexo. Cuando el sexo estaba a punto de ocurrir, ella siempre encontraba el modo de salirse por la tangente. Ese estira y afloja que conformaba nuestra extraña relación estaba volviéndome loco. Me cansé de decirle que mis intenciones con ella eran honestas y ella se cansó de puntualizar que precisamente por eso debíamos hacer las cosas bien. Mientras tanto, mis compañeros no dejaban de torturarme platicándome las nuevas aventuras de Imelda. Hubo incluso uno de ellos que me contó con detalles sobre las veces que se había acostado con ella. Esta relación en la que todo era una mentira acabó por fastidiarme y pronto fui yo quien se alejó. Dejé de buscarla por meses hasta que una ocasión supe de primera mano porqué se dice que la venganza es un plato que se sirve frío. A lo largo de muchos meses sin verla, poco a poco fui perdiendo el interés en ella; sin embargo, el despecho por la manera en que me había tratado fue cocinándose en mi corazón a fuego lento. Un día, me la encontré y comenzamos a hablar. Le pedí que nos viéramos fuera del trabajo y cuando lo hicimos, fuimos a tomar un café y platicamos durante horas. Más tarde, la invité a mi casa y ella accedió, suponiendo que me controlaría como tantas veces lo había hecho. No obstante, yo ya había preparado mi venganza y había podido hacerlo porque simplemente ya no me importaba tanto como al principio. Ya en mi casa, comencé a besarla y a acariciarla. Cuando ella vio que las cosas se estaban poniendo demasiado apasionadas intentó cortar de tajo mis ansias, pero fue entonces que yo comencé a acariciar su vagina. Al principio se resistió, pero yo insistí, hasta que ella no pudo más y poco a poco fue perdiendo la ropa. En realidad, cuando más atrevidas estaban las cosas, sonó el teléfono y contesté de muy mala gana. Antes de hacerlo, le ordené que se quitara la ropa mientras contestaba. Yo me ocupé de la llama y sinceramente pensé que ella simplemente acabaría de vestirse y se iría, pero cuando volteé estaba completamente desnuda. Al colgar el teléfono y verla desnuda frente a mí, le ordené que regresara a la cama con una frialdad que todavía hoy me sorprende al recordarla. Ella obedeció sumisa y lo que habíamos interrumpido reinició. Yo la besaba por todas partes, menos en la boca, aunque ella me lo pidió una y otra vez. Me insistió que le dijera que la amaba mientras la masturbaba, pero con una increíble crueldad yo le decía que no, que no la amaba; una y otra vez le decía que no la amaba, que no fuera ilusa. No sé por qué, pero eso realmente la encendió. Sin embargo, cuando estaba a punto de concretar el coito –de repente-, adquirí consciencia de lo que estaba haciendo; me sorprendió la frialdad con la que estaba consumando mi venganza; me sorprendí a mí mismo con la monstruosidad que estaba a punto de realizar y en ese momento comprendí el significado del perdón. Ella, lejos de reclamarme que no la hubiera hecho mía en ese momento, me agradeció que no lo hiciera, pero nunca supo la verdadera razón por la que yo me había detenido. Yo me sentía confundido. En esos momentos habría podido simplemente consumar mi venganza, tratándola como todo el mundo la había tratado; en su lugar, aprendí que la venganza que buscaba no curaba mi ego herido… pero entendí también algo más. Comprendí que hacerle daño para hacerle pagar el sufrimiento que ella me había ocasionado no me haría sentir mejor. Entendí que poseerla sin amarla y sin que ella me amara, solo iba a complicarnos las cosas a ambos; pero más que nada, me di cuenta de que sólo olvidando lo que habían sido las cosas entre ella y yo, yo podría finalmente alcanzar la paz que buscaba en mi interior. 11. More than a woman. Las cosas mejoraron para mí con el transcurso de los años. La empresa en la que conocí a Imelda me invitó a participar en un proyecto internacional algunos años después. Durante poco más de un año tuve que viajar de continuo a los Estados Unidos. Distribuía mi tiempo entre Irapuato, Nueva York y Boston. En ocasiones, debía permanecer fuera del país durante semanas y fue durante una de mis estancias en Boston que conocí a Mei, una bonita mujer asiática que formaba parte del equipo de trabajo. Al principio, Mei hacía todo por evitarme. Confundido, yo supuse que me odiaba y comencé a evitarla también. Sólo nos hablábamos para asuntos relativos al trabajo. Con mis demás compañeros todo fue mucho más fluido. Uno de ellos, John, se convirtió en mi más cercano amigo. Era increíble la cantidad de afinidades que compartíamos. Cuando lo conocí, de buenas a primeras se presentó como el pinche gringo, como suponiendo que yo tenía algún tipo de conflictos raciales. La verdad es que me incomodó un poco que se presentará así, pero me cayó bien desde el primer momento, así que me sentí con la confianza para hablarle sobre la incomodidad que me había provocado y él –lejos de molestarse por mis comentarios-, se mostró mucho más amigable conmigo desde ese momento. John y yo usualmente viajábamos juntos, tanto dentro de los Estados Unidos como cuando veníamos a México. Nuestro trabajo así lo exigía y esta circunstancia facilitó el desarrollo de nuestra amistad. John tenía una incontrolable afición a buscar amigos millonarios. Yo no lo era y en verdad me extrañaba que aun sin ser un millonario él se empeñara en conservar mi amistad. Un fin de semana, me dijo que uno de sus amigos le había invitado a Miami y que él iría con su novia. Como su amigo no le puso ninguna clase de restricciones –según me contaron ellos para animarme-, me pidió que fuera con ellos. También me dijo que su novia me había arreglado una cita a ciegas para que yo no fuera solo. Me advirtió que no conocería a mi cita sino hasta el siguiente día, en que abordaríamos el avión privado de su amigo, pero que tanto él, como Adele –su novia-, consideraban oportuno que les aceptara una cena para ponerme al tanto de las expectativas de mi cita, con tal de que no la hiciera sentir incómoda. Fue una velada deliciosa, no sólo por la comida sino por el excelente momento que me regalaron. Adele era una mujer entrada en los treintas, como todos nosotros en esa época, rubia, de hermosos ojos azules, y muy inteligente y divertida. En realidad, los tres nos llevábamos excelentemente desde que nos conocimos, aun cuando yo conocí a Adele unas semanas después de haber conocido a John. Ambos bromeaban mucho conmigo y yo les retribuía. Pasar el tiempo con ellos era disfrutar de instantes memorables que se llenaban de carcajadas mientras duraban. Durante esta velada, Adele me informó que no había escogido a mi cita al azar; me dijo que –de hecho-, decidió invitarnos porque sabía que ella estaba interesada en mí, pero era muy tímida como para hacérmelo notar. Yo simplemente externé mi confusión disfrazada de modestia. Le pregunté muchas cosas sobre mi cita, intentando averiguar de quién se trataba, porque si algo era evidente era que yo ya le conocía, pero no atinaba a suponer de quién se podría tratar. Sobra decir, que Adele resistió férreamente todos mis inquisitivos intentos. Me hizo saber –eso sí-, que ella estaba segura de que yo me pondría muy contento al descubrir quién era mi cita, porque intuía que a mí me ocurría lo mismo que a ella. Yo quise suponer que se trataba de Mei, pero simplemente era demasiado bello para ser verdad. De hecho, mi alternativa era Natale, una hermosa morena de ojos verdes y cabello castaño de ascendencia italiana que no perdía oportunidad para coquetearme. Tengo que admitir que -en mi interior-, deseaba con vehemencia que fuera Mei, pero no me parecía lógico porque –como ya lo indiqué-, suponía que ella me odiaba. No era que Natale no me gustara -de hecho-, me gustaba mucho, pero mi interés en ella era puramente sexual, motivado –principalmente-, porque sus frecuentes coqueteos me hacían suponer que sería una conquista muy sencilla. Precisamente era esto lo que le restaba valor. Yo ansiaba el desafío. Además, no sé si se debía al notorio rechazo de Mei hacia mí o –lo más probable-, porque admiraba su maravillosa inteligencia, Mei provocaba terremotos en mi ser con una sola mirada. Ese aire de misticismo asiático, su profesionalismo y su innegable capacidad para crear soluciones creativas, sin mencionar su belleza y sencillez… ¡me tenía completamente trastornado! No me quedó más que resignarme a esperar hasta la mañana siguiente para descubrir a mi cita. Mientras tanto, la velada transcurrió entre las risas que nuestras continuas bromas provocaban y mi día terminó con un muy agradable sabor de boca. A la siguiente mañana –el sábado-, John pasó muy temprano a recogerme al hotel y de allí nos dirigimos al aeropuerto. Adele no iba con él. Ella había quedado de encontrarse con mi cita para llevarla al aeropuerto de manera que nos encontraríamos allí. Hice un último intento por sacarle la verdad a John, pero Adele lo había aleccionado muy bien, así que fue completamente inútil. Por fin llegamos y –a lo lejos-, descubrí a Adele, pero no veía junto a ella a mi cita. Me pregunté qué habría sucedido. John y yo la alcanzamos y ella –sin más-, me preguntó si estaba listo para conocer a mi cita. Impaciente le dije que sí y me pidió esperar unos segundos más, mientras iba por ella. Al parecer John tenía instrucciones de distraerme y las siguió fielmente. Nunca me permitió voltear hacia el lugar por el que había desaparecido Adele. Cada vez que intentaba voltear, John reclamaba mi atención. Finalmente, la mano de Adele se posó sobre mi hombro invitándome a voltear y fue el preciso momento en que la más encantadora sorpresa inundó por completo mi corazón. No pude evitar sonreír con una franqueza que delataba mi alegría. Frente a mí estaba Mei. La sorpresa me paralizó y me mantuve balbuceante por algunos segundos, pero me recuperé y comencé a conversar con Mei. Cómplices de esta cita a ciegas tras haber realizado la función de una Celestina, John y Adele nos dejaron solos y fue así como Mei y yo aprovechamos cada segundo que nos regaló ese hermoso fin de semana para conocernos. Al caer la noche del sábado, Mei y yo caminábamos por la playa bajo la luz de la luna y yo, franco como siempre he sido, le confesé que me sentía confundido. Le confesé que yo pensaba que ella me odiaba y que si me mantenía alejado era porque la admiraba tanto que no quería incomodarla. Eso pareció halagarla, pero bajo la mirada con timidez, sin responder a la pregunta tácita que flotaba en el aire desde que le confesé lo que sentía. Pude, sin embargo, notar que una sonrisa tímida se escondía en su rostro cabizbajo. Entonces, la tomé por la mejilla y con indescriptible esmero, levanté su rostro atrayéndola hacia mí. Observé sus ojos, mientras ella adquiría confianza y le regalé la más dulce sonrisa que pude, invitándola a no temer. Nuestras miradas se encontraron con vehemencia y el tiempo se detuvo. Quizá fue la inercia o el inevitable llamado de una dulce pasión que emergía tras haberse visto contenida durante largos meses. Nuestros labios se tocaron en una maravillosa caricia que poco a poco, muy lentamente, fue perdiendo la decencia. No dormimos juntos esa noche y –en realidad-, nunca sucedió. Ambos lo deseábamos, pero no sabíamos qué futuro podía tener esa relación. No sé cómo fueron las cosas para ella, pero yo sentía un profundo respeto hacia Mei. No es que ni por un instante supusiera que hacer el amor con Mei hubiera significado que dejara de respetarla. En lo absoluto. Más bien era que sabía que algún día yo tendría que regresar a mi país y continuar con mi vida normal, mientras Mei se quedaría allí, en Boston y que tendría que hacer su vida sin mí. Existía no obstante la posibilidad de mudarme permanentemente a los Estados Unidos, pero no era eso lo que yo deseaba para mí y Mei tenía una prometedora carrera que había iniciado mucho antes de conocerme. No podía pedirle que la truncara por mí, aunque sé que lo habría aceptado si se lo hubiese pedido. Los meses siguieron su curso y nuestra relación se convirtió en la más hermosa que yo había podido vivir hasta entonces. Hoy, sigo sintiendo como mi corazón se agita con fuerza al pensar en Mei; una alegría infinita asalta por completo mi ser cuando su imagen se adueña de mis pensamientos. Quizá la principal pregunta para mí sea si alguna vez me he arrepentido de no haberlo dado todo por estar con Mei. La respuesta es muy difícil. Aunque Mei realmente cambió casi todo en mí, algo en mi interior sigue haciéndome sentir convencido de que no era ella la mujer de mi vida. No me malinterpretes. Quise muchísimo a Mei. Recordarla es revivir los más maravillosos momentos de mi vida, pero ni ella ni yo estábamos dispuestos a abandonar aspectos importantes de nuestras vidas tan a la ligera. Si se lo hubiera pedido, ella habría venido conmigo y quizá, una vez que la magia se acabara, me reprocharía por haber influido en que su carrera se truncara. También podría yo haberme quedado en los Estados Unidos, pero jamás me sentí a gusto en ese país. Extrañaba mi patria cada vez que iba. No veía el momento de regresar. Me sentía solo, alejado de todas aquellas cosas que me hacen mexicano y, por mayúsculas que fueran mis ambiciones profesionales, había valores mucho más grandes para mí que nada tenían que ver con el dinero o un más alto estándar de vida. Digamos –para expresarlo de la manera más sencilla posible-, que tanto ella como yo sabíamos que el otro estaba dispuesto a sacrificar cosas por concretar nuestra unión, pero también comprendíamos que el precio era demasiado alto. El amor –después de todo-, no era tan fuerte. Hoy, Mei, es el más dulce de mis recuerdos. Pero sólo es eso. Me faltaba una infinidad de momentos por experimentar aún. 12. Quien te cantará. El proyecto que tuve que realizar en Estados Unidos terminó y yo tuve que regresar a mi país. Mei quedó atrás, como un maravilloso recuerdo… y permaneció así. Nunca más volví a saber de ella. Pero muchas cosas habrían de ocurrir tras mi regreso. La situación económica no era la mejor, pero decidí que era tiempo de concretar esos planes que había mantenido en suspenso durante tanto tiempo de completar una carrera universitaria que había iniciado cuando aún estaba involucrado con Imelda. No era que lo necesitara. Me había ido muy bien sin tener un título, pero en cierta manera era algo que me debía a mí mismo. Así que sin más, terminé mis estudios. Nunca las cosas se habían vuelto tan complicadas para mí como mientras estuve estudiando. Tenía que administrar mi tiempo para atender mis estudios, al mismo tiempo que intentaba cumplir con mis obligaciones laborales. Aunque fueron los años más difíciles de mi vida, también fueron los mejores. Es posible que mi único error durante esa época haya sido el no haber elegido una carrera distinta a la que ya tenía, pero fue un error que corregí al escoger mi maestría. Verás, cuando finalmente decidí terminar mi carrera, tenía ya más de una década trabajando como desarrollador de software. Para entonces, dominaba lo que me interesaba, que era programar computadoras. No es que estudiar una carrera relacionada con los sistemas estuviera del todo mal. Para ser honesto, aprendí muchas cosas que anteriormente no utilizaba porque las desconocía, como la administración de proyectos, la ingeniería de control y la inteligencia artificial, aunque durante mis años en Guadalajara la curiosidad me forzó a incursionar en este último campo. Aun así, la inteligencia artificial es una disciplina muy extensa y durante mis años en la Universidad aprendí muchísimas cosas nuevas -entre ellas-, una de mis más grandes pasiones: las redes neuronales artificiales. El encanto que producía en mí esta materia era una mezcla de la fascinación que me hizo sentir el descubrir que se fundamentaban en modelos matemáticos que para un gentil –por no llamarme a mí mismo profano- en cuestiones de la matemática, resultaban extremadamente complejos y la magnífica capacidad de estas para aprender, para distinguir patrones y para reconstruir hechos a partir de sucesos aislados. Sin embargo, el interés que despertaban en mí las redes neuronales artificiales alimentó mi curiosidad y fortaleció mi determinación. No entendía lo más mínimo de la matemática, pero aprendí. Si era esta la única brecha que me separaba de mi objetivo primario –que era comprender la construcción de las redes neuronales artificiales-, no permitiría –ni por un brevísimo instante-, que esta dificultad se convirtiera en un obstáculo para mí. Así que aprendí, porque no tenía elección; porque yo mismo me impuse como única alternativa aprender lo que quería a toda costa. Verás, no se trata de ser más inteligente que los demás. No es una competencia. Para ser honesto, jamás me ha interesado ser más inteligente que otras personas. Mi único motor a lo largo de toda mi vida, ha sido mi terquedad cuando decido que haré algo. Por eso aprendí a programar, lo cual –para ser sincero-, ha sido una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida; por eso he realizado los proyectos que he desarrollado. Cuando me plantean un nuevo proyecto, normalmente lo hacen después de que han solicitado otras opiniones y les has respondido que es imposible. Yo jamás he creído en lo imposible; pero siempre he creído en hacer todo aquello que me desafíe y –por sobre todo- aquellas cosas que disfrute haciendo. Desde lo más profundo de mi ser considero que superarse uno mismo, no significa otra cosa que ir más allá de tus propias limitaciones. Jamás ha sido que yo sea más inteligente que el común de las personas de quienes me rodeo. La verdad es que tengo muchísimas limitaciones. Sólo es que para mí no hay un punto de retorno una vez que decido hacer algo. Tus verdaderos límites están en tu mente. El hecho de haber conseguido ese proyecto en los Estados Unidos, el haber conocido a Mei y –por encima de todo-, el que Mei entrara en mi vida de la manera en que lo hizo, modificó muchas cosas en mi vida. Antes de todo esto, me importaba muchísimo lo que otras personas opinaran sobre mí; a raíz de ese proyecto, me di cuenta de que la única opinión que realmente es relevante, es la mía propia. Nada de lo que hice a partir de entonces habría sido posible si hubiera mantenido una mentalidad tan pobre como la que tenían antes. ¿Qué fue lo que modificó mi actitud entonces? La respuesta es una sola palabra: Imelda. Debido a todo lo que sucedió entre Imelda y yo, al final, terminé convenciéndome de que mi vida dependía totalmente de mí; aprendí que no podía permitirme la esperanza de depender de alguien más para poder ser feliz; comprendí que la felicidad no es una circunstancia, sino una decisión. A pesar de todo lo malo que para mí representaron las mentiras de Imelda, al final, algo bueno surgió de todo esto y, es justo -para ella- admitir que lo que más me impulsó en este sentido fue mi más profundo deseo de olvidarla. Pero uno de esos momentos que lo definen todo estaba a punto de tener lugar en mi vida cuando estaba a punto de terminar mi carrera universitaria. Un día, mi cuñada me llamó muy espantada a la oficina y -en medio de un galimatías-, me hizo saber que mi papá se había caído y que no podían levantarlo. Para ser honesto, en esos momentos me molestó que interrumpieran mi trabajo por algo que -mientras la escuchaba luchando consigo misma por darse a entender-, me parecía una nimiedad. Después de todo… ¿por qué no lo cargaban? Fue hasta que me dijo que había perdido el sentido y que no lograban reanimarlo que comencé a preocuparme. Sin avisar siquiera, dejé todo lo que estaba haciendo y abandoné el trabajo. Fui a buscar a un médico amigo mío antes de llegar a la casa y le hice acompañarme para atender a mi padre en caso de ser necesario. Cuando llegamos, mi hermano y mi cuñada mantenían a mi padre medio sentado en el piso, delirando, como alucinando. Les ayudé a levantarlo y –cargándolo-, lo llevé hasta su cama y le recosté. Luego, dejé que el médico hiciera su trabajo mientras esperaba con mi hermano y mi cuñada el diagnóstico en la sala. Tras varios minutos el médico salió y nos informó abiertamente que él consideraba que de ésta mi padre ya no podría recuperarse. Nos indicó que –desde su punto de vista-, mi papá moriría en los días siguientes y nos sugirió que lo mejor para él era dejarle morir en su casa. Creo que comprendes que el diagnóstico del médico era simplemente inadmisible y que –aunque vana-, la esperanza te obliga a creer contra toda lógica. Tanto mi hermano como yo decidimos que llamaríamos una ambulancia y le llevaríamos al hospital del ISSSTE para que le atendieran. Cuando llegó la ambulancia y subieron a mi padre, los paramédicos nos informaron que sólo podrían dejar subir a uno de nosotros para acompañar a mi padre hasta el hospital y como yo era el más robusto y podría ayudarles a cargarlo de ser necesario, mi hermano y yo decidimos que lo mejor era que yo acompañara a mi papá en la ambulancia. Recorrimos las calles de la ciudad durante algunos minutos, hasta llegar al hospital. Cuando lo hicimos, bajé de la ambulancia y permití a los paramédicos hacer su trabajo, pero me pidieron ayuda para bajar la camilla en la que yacía mi padre. Al momento de ayudarles a bajarlo de la ambulancia vi su rostro y lo que vi fue desgarrador. Todavía hoy no soy capaz de explicar objetivamente lo que aconteció, pero puedo asegurar que al ver su rostro vi la muerte en él. En ese momento supe sin lugar a dudas que este era el inicio del fin y un terrible dolor hizo añicos mi corazón. Quizá te inclines a pensar que es natural que sintiera dolor por lo que le estaba ocurriendo a mi padre y –efectivamente-, algo había de eso; pero era mucho más complejo. Cuando era niño, compartí muchísimos eventos de mi infancia al lado de mi padre. Para mí era imperativo estar a su lado y pasaba largos ratos en su oficina, mientras él trabajaba. Yo jugaba, escuchaba su música, a ratos le interrumpía con mis infantiles comentarios o me ponía a examinar sus libros. No importaba en realidad lo que hiciera; lo único que quería era estar con él. Al llegar a la adolescencia las cosas comenzaron a cambiar para mí. Le respetaba, pero me avergonzaba que me llamara niño delante de mis compañeros y sentía que la tierra me tragaba cada vez que me regañaba. Después, cuando me mandó a Irapuato a estudiar computación, de alguna manera comencé a odiarlo. Ni siquiera recuerdo el motivo de mi alejamiento; sólo sé que dejé de buscarle y no le hablé durante muchos años, a no ser que fuera para lo más elemental. De pronto, ese resentimiento inexplicable cedió ante la inminencia de una muerte que yo ya presagiaba con sólo ver su rostro. No era culpa; sí me sentía culpable -debo admitirlo-, pero no era este el causal rector de lo que sentía. Más bien, supe que todos esos años de alejamiento jamás tuvieron el sentido que yo les di. Me di cuenta de que había desaprovechado maravillosos años a su lado, por una estupidez de la que ya ni siquiera me acordaba. Por eso fue tan doloroso para mí. Una vez que lo registraron y lo acomodaron en su cuarto, me quedé en el hospital a esperar a mis hermanos. ¡Todavía tenía la intención de regresar al trabajo! Mientras esperaba, llamé a la oficina para notificarles dónde estaba y me dijeron que atendiera a mi padre, que no regresara ese día y que cuando pudiera volviera. Fue bueno que tuvieran esa consideración hacia mí en esos momentos. De pronto, no pude más y comencé a llorar desconsolado. Continué ese interminable llanto por horas. Hacia el mediodía llegaron al hospital un par de compañeras del trabajo y me encontraron así, llorando. Sin poder contenerme les conté lo que había visto cuando le bajé de la ambulancia y de esa convicción -que no me abandonaba-, de que estaba presenciando sus últimos momentos. Ellas intentaron convencerme de que no fuera tan negativo e insistieron en que mi padre mejoraría. Me acompañaron en los momentos más difíciles de mi vida. Hacia la tarde, ya habían estabilizado a mi padre y lo tenían en un cuarto. Mis hermanos y yo nos organizamos para rotarnos la vigilia mientras permanecíamos al tanto de las noticias sobre la suerte de mi padre. Como pudimos, nos organizamos para continuar con nuestras actividades cotidianas. Lo que le había acontecido a mi padre tuvo un efecto difícil de describir. Nos unió como familia. Mis dos hermanas mayores eran en realidad mis medias hermanas. Eran hijas de otro señor que abandonó a mi madre y mi papá las adoptó como suyas al casarse con mi madre. Ellas siempre afirmaron que mi padre no las quería, pero yo tenía una visión diferente por muchos pequeños detalles que ellas jamás conocieron. Naturalmente, yo supuse que ellas se mantendrían alejadas, pero no fue así. Contrario a lo que suponía, este trágico evento nos unió a todos en una causa común. Ellas estaban tan preocupadas por mi padre como los que éramos sus hijos naturales. Pasaron algunos días y mi padre, aunque seguía con sus delirios, parecía un poco mejor, pero no se reponía. Ya ni siquiera se mantenía consciente. Llamamos a los hermanos de mi padre. De alguna manera sabíamos que él moriría, pero mis hermanos –principalmente- y los hermanos de mi padre, mantenían la esperanza de que sobreviviera. Yo fui asimilando la realidad poco a poco, desde ese maldito instante en que vi la calavera de la muerte superpuesta sobre el rostro de mi padre. Alguno de los tíos sugirió llamar a un sacerdote para darle la extrema unción y yo me hice cargo de ello. De hecho, yo era el único que estaba –digamos-, preparado para lo que tenía que ocurrir. Fue por esos días que terminé mi carrera. Mis hermanas y yo asistimos a mi ceremonia de graduación y –tan pronto terminó-, fui con mi certificado y un diploma provisional que te dan durante la ceremonia al hospital, dónde todavía mantenían a mi padre bajo vigilancia médica. Arreglé que me permitieran entrar a su cuarto. Lo hice solo. Cuando estuve frente a él, sin poder contener mi llanto, sin siquiera saber si podía entender lo que le decía, le mostré mi certificado y el diploma y –sollozando-, le informé que acababa de terminar mis estudios. Hacerlo me hizo sentir como el verdugo que le conduciría al patíbulo, a su muerte anunciada. Verás, poco antes de morir, mi madre empezó un día a decir que ella moriría cuando viera a sus hijas –mis dos hermanas mayores-, terminar su carrera y titularse. De hecho, mi madre murió después de que esto ocurrió, cuando ellas ya estaban colocadas en sus trabajos. Tal vez mi padre quiso imitar ese gesto de mi madre y anunció que él moriría cuando todos sus hijos se hubieran graduado de sus respectivas carreras. Todos mis hermanos menores lo habían hecho. Sólo faltaba yo. Por eso me sentí como si estuviera firmando su sentencia de muerte cuando fui a notificarle que me acababa de graduar. Sé que fue algo circunstancial, que ni siquiera tiene una validez empírica para explicar su muerte, pero no pude evitar sentirme así, como su verdugo. Sin embargo, también sabía que –de comprender lo que le estaba diciendo-, eso le dejaría irse en paz. Esa misma tarde yo me encontraba en mi cuarto, alejado de todos, sufriendo en silencio lo que le pasaba a mi padre, mientras la mayoría de mis hermanos y mis tíos estaban afuera, en el comedor. Mi hermano y mi cuñada –los que me avisaron de lo que le pasó a mi padre-, se habían quedado en el hospital al pendiente. De pronto, mi hermana entró muy asombrada a mi cuarto y me dijo que algo muy extraño había pasado. Me contó que todos ellos, desde el comedor, vieron que ya se había hecho de noche y –sin más-, de pronto se volvió a hacer de día. Yo me reí, pero ella me juró que era cierto lo que me decía y me dijo también que todos ellos pensaban que era una señal de que mi padre se iba a componer. Pesimistamente, yo lo tomé como una señal de que todo terminaría ese mismo día. Emocionados como estaban, propusieron ir al hospital para ver a mi padre, además de permitir que mi hermano y su esposa se fueran a descansar y comieran algo. Yo me les uní. Estuvimos unas horas en el hospital y mis hermanos –emocionados-, aun mantenían la esperanza de una mejoría que nunca llegó. Yo me atreví a decirle a uno de ellos que no pensaba igual y que consideraba que todo terminaría esa misma noche, pero creo que a él le ofendió mi comentario, de manera que mejor me callé. Un rato después, nos organizamos para pasar la velada. A mí me pidieron que me fuera con los tíos al departamento de mi hermana, dónde dormiríamos. Así lo hicimos, pero no había ni siquiera transcurrido una hora desde que llegamos, que mi hermano menor nos llamó desde el hospital para informarnos que mi padre acababa de morir. Los tíos y yo regresamos al hospital. Mis ojos ya estaban secos, pero aunque no podía expresarlo con lágrimas, el dolor carcomía mi corazón desde adentro. Entré al cuarto con mi hermano y entre los dos vestimos a mi padre. Luego, uno de los enfermeros nos indicó que debíamos sacarlo de allí por el patio, porque la escena podía ser muy dura para los demás pacientes. Obedecimos y cuando lo llevamos a dónde nos indicaron que lo hiciéramos, mi hermana se acercó a mí y me indicó que yo debía hacerme cargo de todos los trámites. Ella dijo que mis hermanos estaban destrozados y que tanto ella, como mi otra hermana mayor, no eran sus hijas, así que no les correspondía, pero a pesar de esa lógica cruel que ella decidió aplicar, la realidad de las cosas era que ambas, sin ser sus hijas, estaban tan destrozadas por dentro como lo estábamos nosotros. Yo asumí el papel que me asignaron a regañadientes. No estaba preparado para asumirlo. No sabía ni por dónde empezar, pero era cierto. Mis hermanos, todos, los naturales y mis medias hermanas, estaban completamente destrozados. Si acaso, yo tuve la ventaja de que comprendí su destino desde el mismo momento en que ayudé a bajarlo de la ambulancia. Una vez que hube arreglado su funeral, me hice acompañar de mi tío en un casi inútil intento de conseguir que un cura dijera unas palabras en honor de mi padre. ¡Nunca había odiado tanto la religión como durante esta cruzada! Recorrí junto a mi tío la ciudad entera, a pie, intentando convencer a un sacerdote de que fuera a la funeraria a decir unas palabras para mi padre, pero todos se negaban rotundamente. Con el peso de la derrota, regresamos a la casa pero, durante el trayecto, pasamos frente a un templo y le pedí a mi tío que me dejara hacer un último intento. Él –resignado-, entró conmigo al templo y juntos buscamos las oficinas de este. La puerta estaba abierta y el cura estaba con alguien. Le esperamos hasta que se desocupó y le pedí que me atendiera. Cansado como estaba y decepcionado de la respuesta que los representantes de una religión en la que yo ni siquiera creía, pero que había sido el aliento rector de la vida entera de mi padre, le dije al cura lo que necesitaba y le advertí sin la menor sutileza que yo no creía en esas cosas, pero que tenía en la casa a los hermanos de mi padre, que eran católicos empedernidos, creyentes de hueso duro de roer y que me encontraba profundamente decepcionado gracias a todas las negativas que había recibido antes de llegar allí. Le hice ver que no podía comprender sus negativas, que estaba dispuesto a pagarles lo que me pidieran y que la razón por la cual me sentía decepcionado, era porque suponía que ellos estaban para inyectarle fortaleza a la gente en sus momentos más amargos y que –desde mi punto de vista-, gracias a todas las negativas que había recibido, ninguno de ellos estaba realmente cumpliendo su cometido. Él me escucho atento y me explicó que ninguno de ellos tiene permitido oficiar misa fuera del templo. Yo jamás pude comprender por qué. Sin embargo, me ofreció asistir a la funeraria y decir unas palabras en honor de mi padre. Le pregunté cuánto debía pagarle, pero me dijo que no era necesario más que si lo deseaba, podía hacer un donativo para la iglesia. Debo admitir que quizá fue la desconfianza, pero en ese momento sólo deposité en una de esas alcancías que colocan en los templos unos cuántos billetes, tratando de que el cura no viera de qué denominación eran. No lo hice por codicia, lo hice porque no sentía confianza de que el cura cumpliera su palabra. Más tarde, el cura llegó a la funeraria y cumplió su promesa. Al terminar, me le acerqué y le expresé mi más profundo respeto por mantener su palabra y mi agradecimiento por haberlo hecho y, sin permitir que se negara, le entregué en mano una importante cantidad. Quizá a la vista de otros, eso haya sido el equivalente a sobornar a la policía de dios. Aunque nadie me lo crea, para mí fue simplemente que estaba muy agradecido con el cura por haber atendido mi súplica a pesar de que le dije exactamente lo que pensaba de ellos sin meditar las palabras que escupía. Al otro día enterramos a mi padre y sus hermanos se expresaron muy agradecidos conmigo por la manera en que todo había resultado. Yo no sé si sólo estaba expiando mis culpas por haberle retirado la palabra durante tantos años, ni sé si fue sólo remordimiento por mi reprobable actitud, ni puedo afirmar con certeza que realmente me dolía su muerte y deseaba darle –aunque sea-, un entierro digno, en agradecimiento de lo que pudo darme dentro de sus muchas limitaciones a lo largo de toda su vida. Sólo sé que todo cuanto hice por él en su muerte, fue mi manera de expresar que –a pesar de todo- fue una de las personas más significativas de mi existencia. Cuando todo eso pasó, ya no pude controlarme más y lloré todas las lágrimas que tuve que reprimir sobre el hombro de mi tío. Ese tío moriría en los meses siguientes y -un mes después-, le seguiría una de mis tías. Una noche, después de que mis tíos regresaron a sus casas, mi hermano y yo estuvimos revisando las pertenencias de mi padre y yo encontré una agenda del año preciso en que yo nací. No había anotaciones en ella, salvo una sola, exactamente en el día de mi nacimiento. Decía “Este día nació mi calci”, como él solía llamarme. Ese fue el momento en que realmente comprendí cuánto había yo significado para él. * * * Los meses actuaron como un anestésico que mitigó mi dolor. Todos regresamos a nuestra vida normal. Yo comencé a enseñar en la misma Universidad en la que estudie e inicié una maestría. Esta vez, decidí que mi maestría no estaría relacionada para nada con la informática y escogí una maestría enfocada a los negocios. Pero la enseñanza no me alejó de mis actividades previas. De hecho, acepté enseñar porque lo visualizaba como un principio fundamental que debía asumir; era mi manera de retribuir a la sociedad por lo mucho que yo había obtenido. Sin embargo, continué con mis actividades y –por lo menos en parte-, mi decisión de realizar una maestría enfocada a los negocios tenía que ver con dichas actividades. En alguno de mis proyectos tuve la oportunidad de conocer a Rossana, una hermosísima italiana que había llegado al país para colaborar en una de las empresas a las que atendía. Hicimos click de inmediato. Ocurrió porque alguien le reprendía por un error que aparentemente cometió y yo, más por aclarar las cosas que con una intención diferente, la defendí. A partir de ese momento, ella comenzó a buscarme con mucha insistencia. Rossana era muy simpática. Siempre me hacía reír y me gustaba mucho pasar tiempo con ella. Si hubiera sido hombre, se habría convertido en mi mejor amigo, pero era mujer y era una mujer notablemente hermosa. Sin embargo, no era ese el tipo de atracción que yo sentía por ella, aunque ella si sentía ese tipo de atracción hacia mí. Supongo que el haberla defendido tuvo mucho que ver con que las cosas resultaran así. Con el paso de los meses no hicimos inseparables. Andábamos por todas partes juntos, incluso, muchas veces iba a su casa y veíamos alguna película o escuchábamos música mientras platicábamos abrazados. Algunas veces nos acariciábamos con caricias inocentes y quizá alguna vez llegamos a besarnos, pero nunca pasamos de ahí. No habría representado un enorme sacrificio para mí. Si lo analizas, era una italiana muy hermosa, muy inteligente, divertida y que estaba completamente loca por mí… pero yo no podía amarla. Sólo… la estimaba muchísimo. Podría decir que se trataba de un amor puramente platónico el de nosotros. Con el tiempo, ella regresó a Italia y fuimos comunicándonos cada vez menos. Muchos años después, recibí una llamada de ella diciéndome que aún me extrañaba, pero yo no pude decirle lo mismo. 13. Emoções. Conocí a Sol un amanecer. Recién había llegado a la Universidad para atender a mi primera clase. Crucé el patio de la Universidad hasta llegar a las canchas y ella se encontraba sentada en una jardinera. Algo llamó mi atención de esa chica. Me pareció particularmente bonita. Alta, delgada, de rasgos finos y me pareció expectante, algo confundida, como si no supiera a dónde dirigirse; parecía esperar algo que no llegaba. Las mejores cosas que llegan a tu vida siempre lo hacen cuando no las esperas. El día que la conocí, yo me había dado ya por vencido. Recién había dado por terminada una relación que no funcionó, como tantas otras en mi vida. La ruptura por la que atravesaba fue dolorosa en un principio, pero no debido a la pérdida que significaba para mí, sino por darme cuenta que parecía seguir un patrón. Todas mis relaciones eran así. Al final, yo resultaba insuficiente para quien quiera que fuera mi pareja. Comenzaba a creer que –tal vez-, las uniones románticas no eran para mí; quizá, yo no era alguien digno de ser amado, así que decidí que era suficiente. Después de todo, había llegado hasta esa etapa de mi vida valiéndome por mí mismo solamente. Nunca necesité la comprensión ni la ayuda de nadie y, a pesar de vivir rodeado de personas para quienes jamás tuve la más pequeña importancia, siempre salí adelante e hice realidad cuanto me propuse. Era mi orgullo herido hablando. Era la manera en que mi ego lastimado se rebelaba. - Si no puedo lograr que alguien me acepte por ser quien soy, sin más, es mejor estar solo. No necesito a nadie. – Pensé. La mañana en que conocí a Sol me hice una promesa a mí mismo al despertar. A partir de ese mismo instante, sólo me preocuparía por mí. Nadie más tendría cabida en mi vida. Pero no puedes controlar los designios de tu corazón, ese maravilloso tirano que –sin la menor misericordia-, termina arrastrándote hacia nuevas catástrofes. En cuanto la vi me supe enamorado, por más que mi cerebro intentase convencerme de que no era así. Ya mencioné que ella me pareció una mujer de una belleza exquisita. Que percibí su apariencia física además de su actitud. Sea dicha la verdad, era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. La clase de mujer con quien tenía miedo de interactuar. Pero hubo algo más, algo que no se describe con palabras, pues no hay palabras suficientemente elocuentes para expresar en su justa magnitud el efecto de las emociones que una mirada furtiva puede producir. Cuando nos enamoramos, no es de lo que vemos de lo que nos enamoramos. Para mí, Sol es la máxima expresión de la belleza que estoy dispuesto a reconocer, más sé que quizá para otros Sol no haya sido tan espectacular como yo la describí. Eso es así porque percibí mucho más de lo que mis ojos me mostraron. Encontré a una mujer que despertó ternura en mi corazón, que lo hizo latir con una fuerza que nunca conocí. Descubrí a una mujer que –desde el primer instante-, me proyectó una conexión, aún sin saber de ella, aún si haber cruzado una sola palabra con ella. Fue un intercambio de ideas que ocurrió en medio de una mirada en la que vi a un ser humano que me hizo sentir su timidez, su necesidad de ayuda. En realidad, cuando descubres a una persona que te impresiona con su aspecto, no es la apariencia física lo que te enamora. Es el cúmulo de emociones que te hace sentir lo que te atrapa. Puede ser que percibas a esa persona como lo más bonito que has visto jamás o, tal vez -sólo tal vez-, sea una persona que no tenga una apariencia espectacular, pero sin embargo y –a pesar de ello-, comunica sensualidad. La clase de sensualidad que embota tus sentidos y despierta en tu interior al animal sexual que llevas dentro. Si fuera químico, diría que quizá es cuestión de feromonas. Siempre he preferido ser objetivo y esa explicación se me da mejor. Lo cierto es que la atracción que Sol provocó en mi fue irresistible. Cuando la vi, lo primero que pensé fue que quizá era una estudiante de Derecho. No sé explicar con claridad porque tuve esa primera impresión. Quizá fue sólo que me pareció tener ese tipo. Verás, durante el tiempo que me dediqué a enseñar en esa Universidad, me pareció que los estudiantes de cada carrera parecían tener una determinada apariencia. Quienes estudiaban Negocios –por ejemplo-, usualmente vestían a la moda y con ropa de marca, los Informáticos se distinguían por su apariencia de Geeks y era posible encontrar uno que otro Nerd, los Contadores vestían de manera convencional, con ropa propia de una oficina, aunque rara vez elegante, los Abogados trataban de vestir con elegancia, pero se notaba en sus ropas su extracción humilde. Sé que parece elitista mi manera de clasificarles, pero era una práctica que surgió tras once años dedicado a trabajar con ellos. No puedo decir que esta clasificación haya tenido una utilidad práctica; sólo era mi parecer. Precisamente eso vi en Sol. Una muchacha a todas luces humilde, tratando de verse bien. Pero lo que me atrapó fue su expresión. Era una expresión dulce que llenó de ternura mi corazón. Sin embargo, seguí adelante. No me parecía ético involucrarme con una estudiante. Con el paso de los días descubrí que ella no era en realidad una estudiante. Entró a trabajar en la cafetería de la Universidad y me la encontré allí diversas ocasiones. Debo reconocer que cada vez que la veía, no podía evitar fijarme en sus senos. De hecho –debo reconocerlo-, fue lo primero que noté de ella. Si, lo entiendo; no hay manera de decirlo sin que suene perverso, pero es la verdad. Es lo más honesto que puedo ser. Desde que supe que ella estaba en la cafetería, empecé a ir a este lugar con mayor frecuencia, sólo para verla y cruzar con ella únicamente las palabras necesarias. La verdad es que no encontraba el valor para hablar de algo más con ella, aparte de compartir con ella pequeñas bromas mientras compraba algo. Una tarde, al terminar mis labores, subí al transporte público para regresar a mi casa. Al llegar al boulevard ella subió. El autobús iba completamente lleno y el asiento donde yo iba tenía un lugar disponible. Aún no comprendo por qué, pero era habitual que –sin importar cuán lleno fuera el autobús-, nadie pidiera el lugar a mi lado, que iba vacío. Vi a Sol y encontré el mismo semblante de timidez que vi en ella cuando la conocí. Sin más, me hice a un lado y le ofrecí el asiento. Ella me agradeció y lo tomó. No hubo mayor interacción. Tan sólo unos pocos días después, en una de mis incursiones a la cafetería, le pedí un café a Sol y mientras me lo entregaba, le pedí que desayunara conmigo. Ella no accedió a desayunar, pero si a sentarse conmigo y comenzamos a platicar. A partir de ese día fue frecuente que nos encontráramos en la cafetería y nos sentáramos a la misma mesa, yo desayunando y ella sólo contándome sobre ella. Una tarde, de salida de la Universidad, la encontré esperando el autobús con un niño. Era su hijo. Cuando la vi pensé que quizá no era buena idea que nos encontráramos. Yo estaba empezando a enamorarme, pero me resistía a aceptarlo. Al ver al niño supe sin más que era su hijo, pero no fue el niño quien me hizo pensar en que no era buena idea encontrarla ahí y compartir el espacio mientras el autobús llegaba. Sin embargo, ya era tarde, ella ya me había visto llegar y muy posiblemente ella pensó exactamente lo mismo que yo. No obstante, ambos nos resignamos; la alcancé, los saludé, el niño fue muy comunicativo conmigo y Sol aparentaba estar apenada. Yo me sentía bien con el niño y jugaba con él, aunque Sol se deshacía en disculpas. Fue una de esas extrañas ocasiones en que o bien, sientes que ella buscó el encuentro –que en realidad fue fortuito, pero tu ego insiste en que hubo cualquier clase de plan-, o que las coincidencias confabulan contigo para llevarte a una situación de la cuál te sientes inseguro. Llegó el autobús y los tres lo abordamos. Compartimos asientos contiguos y platicamos durante el trayecto. A partir de esa tarde se volvió habitual para ambos encontrarnos y charlar en el autobús. De hecho, en más de una ocasión nos pusimos de acuerdo. Uno de esos días visité a mi hermano y le conté sobre Sol. Le dije que estaba enamorado, que ella sencillamente me encantaba y que nunca me había sentido tan feliz. Entonces él me dijo algo que recordaré toda la vida: - Díselo. ¡Total! lo peor que puede suceder es que ella no sienta lo mismo. El amor es una de esas cosas que insistimos en complicar innecesariamente. Nos encanta hacer difícil lo que es sencillo. La razón por la que esto pasa es la fútil competencia entre nuestro corazón y nuestro cerebro. Mientras el corazón se entrega, el cerebro cuestiona. Mientras el corazón te lleva a actuar contra toda lógica, el cerebro te exige meditar tus acciones. Como no se ponen de acuerdo, tú terminas confundido, sin saber cómo reaccionar, sin entender lo que ocurre. Por un lado, la intensidad de las emociones que produce tu corazón te insta a continuar hasta las últimas consecuencias; por el otro, el más frío raciocinio te detiene, previene todo posible curso de acción que tu corazón te invita a seguir. Empiezas a cuestionar aspectos totalmente pragmáticos que nada tienen que ver con las emociones que sientes y te muestras indeciso. Deseas tanto hacerle caso a tu cuerpo, pero la razón se impone a través del miedo cuando ésta triunfa sobre los designios de tu corazón –al menos, las pocas veces que lo logra-. La realidad es que amar es sencillo, pero aceptarlo así destruye seis mil años de una evolución cuyo resultado es la civilización en la que vivimos. Si tan sólo actuáramos como dicta nuestro corazón, nos volveríamos irracionales, como el resto de los seres vivos que cohabitan nuestro planeta. Nos sentimos tan orgullosos del lugar en el que nos ha puesto la evolución, que nos volvemos soberbios y creemos que dominamos la naturaleza, tan sólo para descubrir –al final-, nuestra propia infelicidad. La lógica de las palabras de mi hermano fue totalmente incuestionable. Al menos así me lo pareció y decidí que al día siguiente se lo diría, palabra por palabra, exactamente como era para mí, sin importar lo que sucediera después. Al final de cuentas, ¿qué podía ocurrir sino que ella me aceptara o me rechazara? Así que la mañana siguiente, cuando la vi, le pedí que se sentara conmigo, como ya era costumbre para ambos hacerlo y ya estando sentados, se lo dije, sin más. No niego que sentí una vergüenza indescriptible y que sentía un temblor interno que me hacía desmoronarme, pero decidí que simplemente lo haría. * Usted me encanta – le confesé. Ella bajo la mirada y sonrió. * No sé qué decirle. – Me respondió. * No tiene que decir nada. Sólo necesitaba decírselo. Me gusta mucho y no puedo ocultárselo más. – Le dije, tratando de minimizar el impacto que debió producirle mi confesión. Quizá lo más prudente era cambiar de tema y yo tomé la iniciativa. Sin embargo, la semilla estaba plantada y sé que ella lo consideró porque –incluso-, ella misma me lo confesó tiempo después. Contrario a mis más pesimistas estimaciones, ella no me retiró la palabra y continuamos frecuentándonos, aunque algo si cambió: ahora, cada tarde, habíamos acordado encontrarnos a la salida de la Universidad para esperar el autobús y abordarlo juntos. Yo la acompañaba hasta la esquina de su casa a partir de entonces por mutuo acuerdo. En realidad, tan sólo dos o tres días después de mi confesión, en una de esas ocasiones que la acompañe hasta la esquina de la calle donde vivía, hablamos un poco, por unos cuantos minutos y -al despedirnos-, se acercó para despedirse con un beso en la mejilla. Fue el beso más maravilloso de mi vida, aún mejor que el primero, porque esta vez me lo había dado una mujer por quien yo había perdido la cabeza, a pesar de que sólo fue un beso en la mejilla. Poco me faltó para ponerme a bailar de la emoción. Esos instantes de breve charla antes de despedirnos y el beso en la mejilla de la despedida se convirtieron en un ritual. Un día, por fin aceptó salir conmigo fuera del trabajo. Acordamos encontrarnos en un parque y yo la esperaba ansioso, pensando que quizá se arrepentiría y no se presentaría, pero no fue así. Unos minutos después de que llegué pude distinguirla a lo lejos. Fue la visión más hermosa que había tenido jamás. Luciendo completamente bella, esbelta y alta, con el cabello suelto, cayendo en cascada sobre sus hombros, reflejando una absoluta seguridad en sí misma, con un andar sexy que ponía en evidencia sus atributos femeninos, amplias caderas y esos senos perfectos… sino estaba lo suficientemente enamorado, tan sólo eso bastó para no dudarlo más. Por fin llegó hasta mí y me aproximé para besarla en la mejilla, como era nuestra costumbre, pero –esta vez-, ella me ofreció sus labios. Desconcertado, probé sus labios húmedos y no pude resistir la tentación de un segundo beso. Nos besamos largamente, sin importarnos la gente que nos rodeaba. Para ser sinceros, desde ese primer beso en la boca, los demás dejaron de existir para mí. Sólo éramos ella y yo. Einstein explicaría la relatividad comparando entre sentarse sobre brazas ardientes durante un minuto y lograr que una chica hermosa se sentara sobre tus piernas durante un minuto. La duración del tiempo es la misma, pero en el primer caso, el minuto te parecería eterno. En el segundo, te parecería una fracción de segundo. Mi explicación sería que –junto a Sol-, el tiempo dejaba de existir. Ella y yo nos transportábamos a una realidad alterna, donde el tiempo no existía, a un mundo en el que sólo existíamos ella y yo. El mundo podría haber sido destruido mientras duró ese beso y jamás lo habría notado. Hablamos durante horas. Hacía ya un largo rato que el sol se había ocultado y la noche presumía ya las estrellas en un cielo limpio. Nos besamos muchas veces y acaricié su rostro y su cabello. Estaba completamente enamorado. Ella era la mujer para mí. Ya no tenía más dudas en mi corazón. Esos instantes junto a ella me parecieron brevísimos. Yo deseaba estar junto a ella más que nada en el mundo, pero ella continuaba reticente a que la acompañara hasta su casa. Respeté su decisión. Durante las semanas que siguieron, cada noche la acompañe hasta la esquina y cumplíamos nuestro ritual. Un domingo, ella me llamó y me pidió que fuera a su casa. Yo ni siquiera lo dudé. Me aseé y me vestí lo más rápido que pude y salí para allá de inmediato. Cuando llegué, me presentó a su mamá y conocí a su niña. Al niño ya lo conocía y, mientras ella realizaba sus labores domésticas, jugué con los niños y vimos televisión. Creo que está de más decir que estaba indescriptiblemente feliz. En una de esas, la abracé y la besé. Ella recargada en la pared correspondió a mis caricias. Yo no pude más y llevé mi mano a su vagina. Ella sonrió, me besó y apartó mi mano. Luego, regresó a lo que estaba haciendo y me invitó a esperarla recostado en su cama. Un rato después ella se acercó a mí y se recostó a mi lado. Seguimos besándonos y acariciándonos y –esta vez-, me permitió acariciar su vagina. No sabría explicar mi encanto por su vagina, aunque me parece obvio. Sin embargo, no ocurrió nada más. Al menos no ese día. Pronto fue ya costumbre que la visitara en su casa y en los ratos que ella dejaba su quehacer, se acostaba a mi lado y nos acariciábamos. Con el paso de los días, mi obsesión por su vagina nos llevó a caricias mucho más atrevidas. Ella me dejaba hacer y me permitía excitarla, sin que pasará de ese punto, hasta una noche en que le pedí que me permitiera verla desnuda. Tímida al principio, accedió y comenzó a desnudarse. Verla desnuda fue la más maravillosa experiencia que había vivido en toda mi vida. Su cuerpo no era perfecto. Aquellos senos que me había parecido bien delineados desde la primera vez que la vi, ahora que los veía desnudos tenían las imperfecciones naturales que se pueden esperar en una mujer que ha tenido dos hijos y, no obstante, eran los senos más hermosos que había visto jamás. No pude resistir. Me acerqué a ella y la abracé. La besé con delicadeza y –con la misma delicadeza-, recorrí su cuerpo entero en una caricia sin fin. Sobra decir que acaricié su vagina y lo hice hasta el punto de llevarla a un orgasmo. Nos besamos y acariciamos sin reservas hasta hacer el amor por primera vez. Después, tras desatar nuestra pasión, permanecimos largo rato acostados. Yo la abrazada y no dejaba de acariciar su rostro y su cabello. Ella, hablando, contándome cosas que habían ocurrido en su vida, mientras yo besaba dulcemente su mejilla o su hombro y continuaba acariciándola, escuchando lo que me decía y –en ocasiones-, intercambiando alguna opinión relevante. A partir de esa noche, esa se convirtió en nuestra nueva rutina. Yo acudía a su casa, la dejaba realizar sus quehaceres; algunas veces me permitía ayudarle, en otras ocasiones jugaba con los niños y, cuando los niños se habían ido a dormir, ella y yo nos amábamos hasta que llegaba el momento de retirarme. Una Noche Buena ella decidió ir a dormir a mi casa. Tras la cena y organizar las cosas para pasar la velada, nos aseamos y nos encontramos en mi recámara. Yo comencé a desnudarla con la mayor delicadeza que me era posible, explorando sus formas, besándola, acariciándola. Ya acostados, continué besándola mientras acariciaba su vagina. La pasión era incontenible y tras algunos minutos, ella alcanzó su orgasmo. Luego, empecé a recorrer su cuerpo con mis labios, besando cada centímetro de su piel. Besé con ternura sus senos y continué besando su estómago, hasta llegar a su vagina. Fue una explosión de placer. Ella rodeó mi cuello con sus largas piernas mientras yo me afanaba besando su vagina. Encontré pronto su punto de máxima excitación y ella, incontenible, apretaba su vagina contra mi boca. Yo la atraía hacia mí aferrado a sus nalgas, pero de pronto, mis manos subieron hacia sus senos. Ella gemía de placer y yo me excitaba aún más, hasta el momento en que el orgasmo llegó y me pidió que me detuviera mientras se reponía. Entonces, yo continué acariciando su cuerpo, besándola e hicimos el amor. Ella sobre mí, yo dejándola disfrutar a su antojo. Así pasamos esa Noche Buena y, cuando la calma volvió tras ese tornado de amor, dormimos abrazados yo, protegiéndola del frío, ella, exhalando su aromático aliento, tan cerca de mí, permitiéndome amarla. Hay una diferencia sutil entre tener relaciones y hacer el amor. Sutil y –sin embargo-, suficientemente importante. Tener sexo es divertido, te relaja, te pone feliz. Quizá tengas suerte y lo hagas con tu pareja por mutuo acuerdo, pero es sólo un acto que busca –ante todo- satisfacer una necesidad fisiológica. En cambio, hacer el amor es un acto hermoso. No es tu satisfacción la que buscas, sino la de tu pareja. Te entregas para hacerla feliz, te importa poco si tú lo eres. Cada caricia, cada beso, tiene una misión y una sola: entregar felicidad a la persona que te acompaña. No buscas satisfacer tus apetitos, sino los de tu pareja. Te esfuerzas tan sólo por la recompensa de saberla feliz. Más aún, ni siquiera es necesario el contacto sexual. Sé que a la mayoría de las personas lo que digo les parecerá extremadamente complicado. Muchos ni siquiera podrán entenderlo, pero hacer el amor es un acto que ni siquiera requiere del contacto físico. Hacer el amor se trata de entregar felicidad y puedes hacer feliz a tu pareja de un billón de maneras distintas. El acto sexual que identificamos como hacer el amor es sólo una consecuencia propia de nuestra natural necesidad de reproducirnos, pero –en su más amplio contexto-, hacer el amor es entregarse física y espiritualmente a la persona amada, con el único objetivo de hacerla feliz. Antes de comenzar, al encontrarnos en mi recámara, le pregunté a Sol si estaba segura, le dije que yo podía esperar, pero ella me acalló con un beso y yo supe en ese instante que no había más tiempo que esperar. Por eso me esforcé por su bienestar, por ello me comprometí a buscar la satisfacción de sus sentidos antes de pensar en los míos… y fui feliz, mucho más feliz de lo que yo hubiera podido imaginar jamás. Explico esto porque ella tenía miedo de quedar embarazada otra vez. Yo lo sabía y no deseaba arruinar su vida con un embarazo no deseado. No había preservativos y yo estaba plenamente consciente de que había límites que yo debía respetar. Sin embargo, el que yo no pudiera disfrutar un orgasmo no representó nunca un problema para mí. Pero el que yo no pudiera llegar hasta el final no impedía que le regalara a ella mi esfuerzo para lograr que ella disfrutara el momento. Todo lo que hice, lo hice para ella, no para mí y, sin haber satisfecho mis apetitos, fui feliz. Hacerla feliz me hizo feliz y, si llegas a comprenderlo, en ese sentido ella y yo hicimos el amor. Fueron los mejores meses de mi vida. Ella me dijo muchas veces que yo tenía la capacidad de excitarla como nadie. Pero no fue suficiente. Con el paso de algunos meses, ella comenzó a evadirme. Llegaron a pasar semanas sin vernos. Yo estaba desesperado, no tanto por la actividad sexual, sino porque no comprendía su alejamiento. Pronto dejó incluso de hablarme y fue cuestión de tiempo para que nuestra relación terminara, de la misma manera en que comenzó: sin previo aviso, sin una explicación; sin más, ella ya no me permitía acercarme y, una noche, simplemente me dijo: - ¿Qué no entiendes que ya se acabó? Tras esa ruptura pasaron por lo menos tres años de dulce agonía. Sentí que moría un millón de veces y, sin embargo, la esperanza de un re-encuentro me mantenía vivo. Llegué a verla ocasionalmente a petición de ella, pero la reunión nunca ocurrió. Poco a poco, la esperanza murió también y yo dejé de esperar. Una noche, simplemente ya no pude más. Busqué sus fotos, sus cartas, todo cuanto tuviera una remota relación con ella y lo hice pedazos. Se trató de un acto simbólico. Al romper todo vestigio de ella en mi vida, me forcé a mí mismo, no a sacarla de mi mente, eso definitivamente es imposible, sino a evitar pensar en ella. Eliminé su número de mi celular. Fue un acto fútil ya que yo conocía su número de memoria y siempre podría marcarle, pero significativo para mí, porque era mi manera de suponer que no lo tenía y que nunca más podría llamarla. Romper sus fotografías me impedía verlas por casualidad, aunque existe el pegamento y bien podría haber unido las piezas de nuevo. Es decir, hice el tipo de cosas que se hacen durante un funeral, cuyo único objetivo es experimentar el duelo hasta el punto que el dolor extasíe nuestro ser, lo lleve a su cansancio y minimice futuras recurrencias de dolor. En realidad, rezar, vigilar un cuerpo muerto durante toda la noche, cubrir un féretro con palada tras palada de tierra no sirve para otra cosa. Ni revivirá al muerto, ni nos ayudará a olvidarle tras darse uno cuenta que nunca más volveremos a convivir con él. Sin embargo, el propósito del duelo es llevar nuestro propio dolor al límite con el fin de agotarlo. Nos insensibiliza y mengua el futuro dolor que podríamos sentir. Destruir hasta el último vestigio de Sol en mi existencia cumplió ese propósito. Me permitió vivir mi propio duelo. Fue así como finalmente salió de mi vida. Bueno, casi. Hoy sé que la amo, que siempre la amaré, pero ya no la espero, ya no siento la necesidad de verla y sé que –si me lo pidiera-, jamás volvería con ella. No obstante, sé también que la amaré hasta el último día de mi vida. Después de todo, ella ha sido la única mujer a la que he amado. Ella sigue siendo la mujer para mí, aunque no estemos juntos. Quizá, en nuestra siguiente vida, nos re-encontremos y los sucesos que he descrito se repitan y vuelva la agonía del desamor y yo, con gusto la aceptaré una y otra vez, hasta el fin de los tiempos. Sé que la amo porque, a pesar de mi egoísta deseo de no revivir una relación fallida, soy capaz de reconocer que su entrada en mi vida fue lo suficientemente importante como para estar seguro de que siempre estaré allí para ella, buscando su felicidad a costa de la mía, aunque nunca volvamos a estar juntos. Cada evento que tiene lugar durante tu vida tiene un propósito. Nada ocurre por azar. Quizá, Sol represente el colmo de mi infelicidad, pero también representa la mayor felicidad que he experimentado a lo largo de mi vida. Ella llegó a mi vida en el preciso instante en que me había dado por vencido, tan sólo para ayudarme a comprender que apartarme del mundo no es una decisión que yo pueda tomar. Es cierto, haciéndole caso a mi cerebro podría forzarme a vivir alejado de los demás siendo infeliz a propósito, pero lo que mi razón me dicte jamás acallará las experiencias que mi corazón tenga para ofrecerme. Nunca antes de Sol amé a ninguna de las mujeres que conocí. Había cariño, si, pero no puedo decir que amara a ninguna de ellas. Con Sol fue algo natural. Con todas las demás tuve sexo, pero sólo con Sol hice el amor. Dejar a las demás –aunque algunas veces doloroso-, fue mucho más sencillo que dejar a Sol. Por ninguna mujer el dolor de la ruptura duró más de algunas semanas; en cambio, por Sol, viví una agonía de tres años. Sólo recuerdo escasos detalles de cualquier otra mujer antes de Sol. De muchas ni siquiera recuerdo su nombre, en cambio, con respecto a Sol, recuerdo hasta el más mínimo detalle, atesoro una a una todas las emociones que despertó en mi, aún sonrío al recordarla acostada junto a mí, durmiendo mientras la abrazaba. Recuerdo el sabor de su boca, el olor de su aliento, la dulzura de su mirada, la tersura de su piel, la melodía en su voz pero –más que nada-, me sé completo, aun sin ella a mi lado. Cuando puedas sentirte repleto en tu alma, con o sin esa persona que te provoca ese sentir, sabrás que le amas sin remedio y será una experiencia que durará el resto de tu vida. 14. Puede que te quiera. Se dice que la vida comienza a los cuarenta. Cuando joven, me daba risa esta afirmación. Hoy sé por qué lo dicen. En la juventud, ocupamos la mayoría de nuestro tiempo explorando el mundo, experimentando sensaciones, arriesgándolo todo por un resultado incierto. El propósito de la juventud es el de aprender. Por eso hacemos todas esas locuras. Representa el equivalente a lo que para los niños significa jugar. Cuando alcanzas la mitad de tu vida y entras a la madurez, comienzas a notar que el tiempo se te acaba. Lo que haces ahora es motivado porque no tienes la menor idea de cuánto tiempo te queda sobre la Tierra, así que decides aprovechar el tiempo que te quede, aún si no tienes idea de qué tanto te será otorgado. También comienzas a apreciar las pequeñas cosas que la vida te regala y atesoras momentos que –para los demás-, pudieran resultar insignificantes; pero sólo tú sabes la magnitud de su significado. Al principio, te asusta descubrir que has dejado de ser aquel que solías ser. Fisiológicamente, te cuesta mucho más reponerte de las enfermedades, los achaques comienzan a atacarte sin piedad, tu rendimiento –si es que realizabas alguna actividad física-, comienza a menguar. Incluso, en el sexo –lo peor de todo-, las cosas ya no funcionan como antes lo hacían. Como cualquier otro hombre que se precie de serlo, estoy muy tentado a afirmar que esto último no es mi caso, pero la realidad es que algo tiene de cierta esa afirmación. No es por machismo que la contradigo. En lo absoluto. Tal vez, la diferencia principal sea que cuando era joven respondía de inmediato y en medio de las circunstancias más inoportunas ante cualquier estímulo que despertara mi lívido. Hoy, necesito sentir la excitación de mi pareja para estimular la propia. En una cultura fálica, como lo es nuestra civilización, se considera deseable que uno -como hombre-, responda con una erección con tan sólo ver a una mujer desnuda. Yo he visto a muchísimas a lo largo de mi vida. Cuando era un mozalbete –quizá-, eso me impresionaba con el resultado previsto. Pero ya dejé de ver a las mujeres como un objeto. Comencé a apreciar lo verdaderamente importante, que es saberse amado a pesar de todo. Tal vez por eso ahora me cueste un poco más responder ante los estímulos sensuales. Cuando tenía entre catorce y quince años, alguna ocasión fui –a petición de mi papá-, a un encuentro en el que nos reunimos muchos jóvenes varones en un templo para recibir una plática de un cura joven también. Una de las cosas que nos dijo la recuerdo muy bien. Él decía que le parecía tonto que un jovencito como nosotros se excitara tanto con sólo ver la foto de una mujer desnuda. Se limitó a describir la escena de un hipotético muchacho que –de tan excitado que se encontraba debido a una foto en la que aparecía alguna hermosa mujer sin ropa-, se ponía a besar la foto, aunque todos entendimos que debíamos sustituir el verbo “besar” por el verbo “masturbar”. Comprendí el mensaje, me sentí estúpido y una profunda vergüenza inundó mi ser por completo; pero también pensé durante días en la afirmación de aquel cura. Entonces no lo entendí cabalmente, pero gracias a las experiencias que pude acumular a lo largo de los años que siguieron a esa plática, llegué a comprender a qué se refería el cura realmente. Me di cuenta de que los hombres actuamos así en respuesta a un instinto que nos obliga a sentir la necesidad de transmitir nuestros genes para producir la siguiente generación; forma parte de nuestra herencia genética y respondemos a ella porque está en nuestra programación; programación que ha sido cuidadosamente diseñada y adaptada a lo largo de los miles de años de nuestra evolución. Por otro lado, para las mujeres, aunque las motivaciones son similares, ellas se dan cuenta de que deberán cuidar de la progenie durante un periodo de por lo menos dos décadas tras la concepción y el nacimiento, por lo cual son mucho más cautelosas que nosotros en ese aspecto. Claro está que los avances que ha producido la ciencia humana durante el último siglo –principalmente-, han modificado las cosas para nosotros, los humanos. Dado que nuestra evolución se fundamenta en el perfeccionamiento de nuestra capacidad de raciocinio, los avances científicos tienden a producir efectos que se superponen a los de la naturaleza. Vivimos más años, en mejores condiciones que nuestros ancestros, nos allegamos de comodidades que –ahora-, hace tan sólo una década no existían y comenzamos a actuar de una manera que nuestros tatarabuelos considerarían irresponsable. Nuestra evolución es –pues-, cada vez más acelerada gracias a medios artificiales, más que a los medios convencionales de que nos dotó la naturaleza. No es de sorprender que durante los cincuentas –incluso, desde los cuarentas-, comenzara a gestarse la liberación femenina, ni que hoy consideremos anacrónicos todos esos estándares de moralidad que nuestros padres se empeñaron en enseñarnos y que hoy utilizamos para formar a nuestros hijos. Se trata sólo del producto de esos avances que nuestra ciencia ha conquistado. Sin embargo, el problema de fondo persiste. Aunque cortados de la misma tijera, hombres y mujeres respondemos de manera diferente a los estímulos. A nosotros nos impulsa el afán de perpetuar nuestra especie, a ellas les mueve el reconocer la responsabilidad que implica la crianza. Por eso ocurren las dificultades que surgen durante nuestra interacción. Simplemente, tenemos expectativas distintas. Si eres hombre y logras desprenderte por un instante de la lógica masculina, comenzarás a darte cuenta de que no todo lo que consideramos correcto –como hombres-, realmente tiene sentido. ¿Qué te ganas con acostarte con la mitad de la población femenina si no eres capaz de comprometer tu responsabilidad al fruto de esa unión? ¿Por qué dañar a alguien que ha confiado en ti tan sólo para poder presumir con tus amigos de lo machito que resultaste? ¿Te has dado cuenta de que la raza humana comienza a comportarse como una plaga? No me tergiverses. No estoy satanizando al sexo. De hecho, la verdad es que adoro el sexo, pero ya dejé de verlo como esa idea que nos venden a través de mensajes subliminales durante cualquier programa de televisión como un modelo de conducta deseable que debe definir nuestro perfil como género. Al llegar a los cuarentas, comencé a ver a las mujeres como compañeras, más que como esclavas de mis ímpetus, empecé a percibirlas como aliadas, en vez de denigrarlas a la categoría de herramientas de mis instintos y fue así como llegué a valorarlas como el complemento que en realidad somos uno de otro. Pero eso no ocurrió de inmediato. Hacía falta una experiencia más para llegar a comprenderlo del todo. Aun cuando lo neguemos, todos los hombres de mi edad sabemos de primera mano el significado de la crisis de los cuarentas. Cuando alcanzamos esta etapa de nuestras vidas, al ver que nuestra vida se apaga, deseamos vivir una vez más –tan sólo una vez más-, la experiencia de disfrutar de los favores de una mujer a quién le doblamos la edad. Es posible que ni siquiera lo hagamos a propósito, tal vez ni siquiera nos atrevamos a hacerlo, pero ese deseo asalta secretamente nuestra existencia sin poder evitarlo. A mí me ocurrió así. Trabajando en uno de los múltiples proyectos en los que he colaborado, llegué un día a una empresa para la que desarrollaba software que ellos más tarde revendían. Allí conocí a Verónica, una hermosa jovencita que me atrajo precisamente por su radiante juventud y la espontaneidad de su inexperiencia. Un amigo me dijo una vez que una ventaja de llegar a nuestra edad consiste en que uno puede ser mucho más abierto al interactuar con personas del sexo opuesto, prodigándoles halagos que ni siquiera llegarán a considerar como coqueteo. En todo caso, él me decía que cuando esto ocurre, lo más que puede suceder es que te consideren un viejito rabo verde. Yo llegué a esta empresa para cumplir con una cita que habían acordado conmigo. Al entrar, fue ella quien me recibió. Me pareció una niña muy bonita y amable desde el principio, pero como no la conocía, guardé para mí esos pensamientos. Me presenté ante ella y le dije para qué había ido. Ella tomó su teléfono y avisó de mi presencia a su jefe. Unos minutos después, él bajaba al recibidor para atenderme y fue entonces que me la presentó y me dijo que era su nueva recepcionista. Luego, subimos a su cubículo y atendimos el negocio que me había llevado hasta allí. Tuve que ir varias ocasiones y la interacción entre Verónica y yo se limitó a saludarnos y realizar el trámite para ser recibido. Sin embargo, con el paso de los días fuimos rompiendo el hielo y comenzamos a bromear poco a poco. Uno de esos días en que tuve que asistir a esas citas, la encontré muy guapa y –sin detenerme a analizarlo-, le pregunté si podía decirle algo personal y ella –con curiosidad-, aceptó. Le dije: “dios debió atravesar por una infinidad de problemas para crear la belleza, hasta que finalmente la creó a usted; sólo hasta entonces, dios pudo crear la belleza”. Nunca he sido bueno para los piropos, pero eso fue lo único que se me ocurrió. Mi pobre cerebro estaba embotado tratando de asimilar la impresión que su manera de arreglarse me había producido. No es de extrañar que sólo eso se me ocurriera. No obstante mi evidente limitación en estas lides, ella se sonrojó y a partir de ese día nuestra interacción comenzó a ser más atrevida. Algo que nos ocurrió desde un principio fue que cada vez que nuestras miradas se cruzaban, había un sesgo de coqueteo en cada una de ellas. Reconozco que desde el primer momento yo le dirigí este tipo de miradas, pero lo que me resultaba sorprendente es que ella no sólo no se inmutara, sino que me correspondiera. En nuestras continuas bromas, nos chanceábamos haciéndonos pequeños comentarios que desde el punto de vista de una tercera parte, podrían ser considerados como invasivos, incómodos, pero eran sólo bromas para medir la reacción del otro. Ella era normalmente la que comenzaba y alguna vez sus comentarios llegaron a cruzar el límite de lo que consideraba el respeto que mi edad debía suponer, pero entendía que ella sólo estaba jugando y la dejaba hacer. Poco a poco una amistad atípica fue surgiendo entre los dos. ¿Qué de típico puede tener una amistad entre una jovencita de escasos veintitrés años y un hombre de cuarenta y dos? Es decir, no es que la diferencia de edades sea un obstáculo para que se genere una amistad entre dos personas, pero si tal amistad se ve matizada por las características que tiene la amistad entre dos jóvenes de sexo opuesto de la misma edad, entonces es necesario reconsiderar un poco más las cosas. En varias ocasiones la abrazaba o tomaba su mano mientras hablábamos y los coqueteos de una parte a la otra nunca faltaron. Era más bien así como podría definir esa extraña amistad: un continuo coqueteo entre los dos. Las miradas, poco a poco fueron haciéndose más atrevidas, más cargadas de seducción y eso ocurrió de ambas partes. Yo sabía muy bien que ella era sólo una niña y la verdad es que durante mucho tiempo limité las cosas a sólo ese nivel. Me sentía confundido; por un lado, sabía que se trataba de un juego peligroso en muchos sentidos; por otro, deseaba continuar jugando. En realidad, muchas veces traté de imponerme límites a mí mismo, principalmente porque se trataba de una jovencita a la que le doblaba la edad. Procuré siempre portarme con respeto hacia ella, más que nada porque en verdad la respetaba. Intenté sin cansancio asimilar que una relación más allá de la que teníamos era absurda. Nuestros intereses eran totalmente divergentes, nuestra manera de pensar y de asimilar nuestro entorno era distinta, a ella le asediaban los pretendientes de su misma edad y –además-, intuía que de iniciar una relación romántica con ella, las cosas sencillamente no funcionarían porque ella terminaría cansándose de mí. Pero la atracción que ejercía en mí era tan grande, que pensar en todo eso simplemente no importaba. Cuando yo empezaba a dar muestras de un interés más formal en ella, ella me hablaba de algún nuevo novio. Entonces yo me reprimía y dejaba pasar el tiempo. Muchas veces quise evitarlo, pero era un juego mutuo entre los dos y ninguno quería en realidad que el juego terminara. Algunas veces, la razón se imponía y entonces yo me alejaba a propósito de ella, pero cuando había transcurrido algún tiempo, ella me buscaba. Me tenía totalmente confundido: si yo deseaba hacer más formal nuestra relación, ella simplemente colocaba barreras, pero cuando me alejaba, siempre era ella quien me buscaba. Yo no podía entender si me quería o no. 15. Candilejas. A veces, es mejor escuchar a la razón que hacerle caso al corazón. Ahí estaba Verónica, una mujer en sus veintes siendo pretendida por un hombre de más de cuarenta. Lo peor era que ni ella, ni yo deseábamos –en realidad-, terminar ese juego de seducción al que nunca entenderé por qué me presté. Mientras ninguno de los dos permitiera que el amor hiciera estragos en nosotros, mientras no permitiéramos que las cosas se salieran de control y un juego absurdo, pero inocente complicara nuestras existencias, todo estaba bien. El problema de este juego es que se convierte en una paradoja tarde o temprano. Los sentimientos surgen y las personas se involucran, sin importar qué tanto deseemos evitarlo. Quizá ella encontraba el mí el trato que no recibía de los jóvenes de su edad, tal vez eso le halagara, -incluso-, era posible que sintiese algún cariño hacia mí… el mismo tipo de cariño que podría sentir por su padre. Tal vez, yo necesitaba aferrarme tanto a esa juventud que perdía, que era posible que viera en su trato hacia mí fantasmas de lo que fueron otras conquistas que ahora enterraba en mi pasado, pero lo cierto es que ella y yo parecíamos hechos del mismo molde. Si surgió esa extraña relación entre los dos, fue principalmente porque yo siempre estuve allí, para ella, sin importar qué sucediera entre nosotros, sin que el estira y afloja que describía nuestra relación fuera un verdadero motivo para dejar de quererla. En ella –por increíble que lo parezca-, encontré muchas similitudes. Coincidíamos en muchos aspectos de nuestra personalidad. A pesar de que pueda parecerte poco concebible, la afinidad entre nosotros era tal que nos mantenía unidos, aunque de pronto uno de los dos comenzara a alejarse, a pesar de las evidentes diferencias en nuestros puntos de vista, nuestro comportamiento, nuestras inquietudes… y es que quizá yo representaba una especie de escudo que la protegía y ella el aliento fresco que me despertaba de mi sopor. Las cosas se dieron simplemente. Ninguno las buscó en realidad. Una tarde, ella me pidió que fuera a su casa. Cuando llegué estaba sola. No fue que hubiera alguna clase de plan; en realidad, me había pedido ayuda para resolver un problema que tenía del trabajo y que no sabía cómo resolver. Yo le prometí mi ayuda y por eso asistí. Nunca pensé que las cosas cambiarían adquiriendo ese nuevo matiz que allí surgiría. Trabajamos durante un rato y –eventualmente-, nos abrazábamos o tomaba su mano. Pero una de esas miradas que nos envolvió desde el día que nos conocimos nos atrapó. Yo no pude evitarlo más y –mientras me deleitaba con su mirada-, llevé mi mano a su rostro. Acaricié suavemente su mejilla; lentamente, sin prisas. Me le acerqué y la besé en el mismo punto en que comenzó esa caricia. Luego, seguí besándola con suavidad, con ternura. Ella no me contuvo. Nuestra cercanía era tal, que sentía el candente calor que su cuerpo irradiaba; podía sentir su corazón latiendo con fuerza junto al mío. Rodeé su talle con mis brazos y ella me correspondió. En ese momento, mis besos encontraron retribución y acaricie sus labios con los míos. Sin detenerme, recorrí su mejilla, bajando por su cuello, hasta llegar a su oreja. Eso encendió la hoguera y pronto las caricias se hicieron más atrevidas. Pieza a pieza, fui quitando su ropa con cuidado. Acariciando cada parte de su cuerpo que descubría, besándola con ternura, halagando su belleza. Todo lo que sucedió después sólo podía tener un único resultado. Esa fue la primera vez que hicimos el amor y fue realmente eso, amor, aunque ninguno de los dos le llamó por ese nombre, aun cuando ni ella, ni yo llegamos a tocar el tema. Las cosas acababan de cambiar entre los dos. Esta relación sórdida, pero hermosa duró poco más de un par de años y durante ese tiempo hicimos el amor muchas veces. Aunque clandestina, los sentimientos por los cuales surgió eran sinceros. Yo no tenía compromisos maritales y ella era soltera. Sin embargo, la mantuvimos clandestina por razones que son obvias. Yo sabía que ella me amaba, aunque nunca lo expresó. Lo sabía porque me había convertido en su pilar, en su soporte. Porque a pesar de todo, cuando más perdida se sentía, siempre encontró el camino hacia mí. Quizá era su edad, tal vez, no se sentía preparada para el tipo de formalidad a la que una relación así puede conducir, pero aunque me amaba, insistía en mantenerlo así, como un secreto que compartíamos sólo ella y yo. Yo acepté su decisión sin cuestionarla y tampoco hice mucho durante un largo periodo de tiempo por intentar formalizarla, pero me mataba el no poder estar con ella, a su lado, permanentemente. Hubo una ocasión en que creímos estar embarazados y fue una etapa muy ríspida para ella. A pesar de esa cruenta vorágine de temores, no mencionó una sola vez la posibilidad de dar el siguiente paso, formalizando nuestra relación. Fue entonces cuando yo comencé a hablarle sobre el tema, pero ella lo eludía. Ella sentía cómo los remordimientos y el temor ante lo que sucedería si lo nuestro se volvía evidente atormentaban sin misericordia su equilibrio y se puso indescriptiblemente feliz cuando supimos que era falsa alarma. En cuanto a mí, yo sólo callaba lo poco apreciado que me hacía sentir al insistir tanto en mantenerse libre, sin compromisos… mientras hacía un esfuerzo titánico por comprenderla. Entonces ocurrió que me di cuenta de que con ella me sucedía algo similar a lo que me pasó con Sol. Desde el primer momento que la conocí dejé de pensar en otras, dejé de sentirme atraído por otras damas y sólo estaba interesado en ella. Supe sin reservas, sin dudas, que era ella con quien quería estar y –aunque al principio me sentí confundido pues creía que el amor sólo puede surgir una vez-, descubrí que no por amar a Verónica había dejado de amar a Sol. Entendí que podía amar otra vez y supe que le amo porque –como me ocurrió con Sol-, yo daría mi vida por ella, aun cuando jamás pudiéramos estar juntos. Descubrí que el sexo no era el motor de esa relación, sino la comunión que había surgido entre ambos. Comprendí que no la buscaba por satisfacer mis necesidades afectivas, sino porque me sentí incapaz de vivir, sino era para ella. Es decir, de nuevo, lo que motiva ese amor que siento por ella es simple y llanamente mi necesidad de saber que está bien, aunque no existan ataduras entre los dos. Sé que el que estemos o no juntos, no determina la intensidad con la que necesito saberla bien, viviendo su vida de la manera que considere más apropiada para encontrar su propia felicidad. Como con Sol, existo para hacer lo que sea necesario con tal de que ella sea feliz y viva una vida plena, que la haga sentirse satisfecha consigo misma y realizada como mujer, como persona, por ser quien ella es. Mi interés en ella nunca fue egoísta y –esté o no a mi lado-, mi amor por ella siempre será incondicional. Un día cometí el error de confesarle que la amaba y entonces se distanció. Fue un proceso largo. Transcurrieron periodos prolongados en que no me buscaba y si yo lo hacía me evitaba, pero invariablemente volvía a buscarme. Tal vez deseaba eludir el compromiso que un sentimiento así implica, pero sé que no lo puede evitar. Quizá no lo reconozca, pero ella también me ama. Probablemente nunca quiso decirme que ella no se siente como yo porque ella lo interpreta como la posibilidad de herirme, pero muy dentro de mí, sé sin lugar a dudas que no lo hace porque aunque siempre lo ha negado, ella siente la misma clase de amor por mí. 16. Eres tú. Las cosas estaban como las he descrito hasta este punto cuando comencé a escribir. Mucho ha cambiado desde entonces. He pasado los últimos años alejado completamente de Verónica, al igual que como me ocurrió con Sol. Eventualmente, ella volvió a buscarme y es posible que en el futuro lo haga, pero yo ya dejé de esperarlo. No significa que dejara de amarla. Eso… eso es imposible. Sol y Verónica han sido las dos mujeres que más significativamente han marcado mi vida en el aspecto romántico y en muchos otros aspectos. Vivir la experiencia que viví al lado de Verónica, aunque reconfortante, me ha hecho ver que la vida es mucho más que el compartirla con otra persona. Como lo he mencionado en repetidas ocasiones, la felicidad no es una circunstancia, sino una decisión y –esta vez-, aunque la separación de Verónica me ha afectado tanto o más que la separación de Sol, he decidido vivir mi vida en paz con el mundo, sin odios, sin resentimientos. Me he enfocado en disfrutar cada instante que me da la vida porque me doy cuenta de que cada uno es un regalo. Hace años que estoy solo y la verdad… no deseo cambiar este status. Ya dejó de ser imperativo para mí. Me he dado cuenta de que puedo disfrutar de un amanecer sin despertarme al lado de una dama que me haga sentir afortunado por el simple hecho de recibir el nuevo día junto a mí. Puedo regocijarme de las estrellas durante la noche sin extrañar la compañía femenina, como -cuando niños-, mis hermanos y yo subíamos clandestinamente a la azotea para pretender que acampábamos y conversábamos por horas, hasta que el cansancio hacía mella en nuestro ánimo y caíamos rendidos a los brazos de Morfeo. Aprecio tanto los días soleados, como los nublados e incluso los lluviosos, porque después de todo es una bendición que esté vivo para apreciarlos. He descubierto que si morir duele o no, sin importar si existe una vida más allá de la muerte o nuestro destino es la oscuridad de una tumba fría y el convertirnos en alimento de los gusanos, ha dejado de ser trascendente. No le tengo miedo a morir; a lo que le tengo miedo es a que -después de que ocurra-, ya no podré enterarme de que lo que suceda en el mundo cuando mi tiempo se agote. En mi último cumpleaños mi deseo fue vivir tiempos interesantes y cada momento desde entonces lo ha sido. Me he concentrado en mi trabajo, en mis aficiones; me permito el lujo de mantener un solo vicio: el del cigarrillo y hace décadas que no visito a un médico. No me importa de qué he de morir. Por más progresos que haya conquistado la ciencia médica, ni los mejores médicos podrán evitar mi muerte y -cuando haya muerto-, ya no importará de qué morí. Así que… ¡No me preocupo! Tal vez supongas que debería hacerlo. Es decir, podría prolongar un poco más mi vida si mi salud me preocupara, pero cuando se llega a mi edad la muerte se vuelve un poco deseable. Todo lo que empieza tiene que acabar alguna vez. La muerte es sólo otra etapa de la vida. Si te da temor, piensa en todas aquellas cosas que han ocurrido en tu vida, que temiste enfrentar. Sin importar que tan grande fuera tu miedo, de todos modos ocurrieron y tu existencia dio un giro y tu personalidad se forjó. Morir es sólo otra etapa. No hay motivo para temerle. También he descubierto que hay una falacia terrible entre los reclutadores de recursos humanos, quienes parecen considerar indeseable ocupar en los puestos que ofrecen a personas que excedan una determinada edad. Esa falacia es la de considerarnos menos rentables. A decir verdad, me he descubierto mucho más productivo ahora que en mis años de juventud. La energía no me falta y prueba de ello es que –a pesar de que tengo compromisos que debo cumplir mañana-, he estado escribiendo toda la noche mientras termino de editar un video que pienso publicar en los próximos minutos. No me siento cansado. He trabajado todo el día, prácticamente deteniéndome sólo para comer y descansar por pequeños intervalos de tiempo. Si a todo lo anterior añadimos la experiencia que he obtenido tras décadas dedicado a mi negocio, la triste realidad para esta gente que recluta personas es que no tengo absolutamente nada que envidiarle a un mozalbete de treinta años. La mayoría de las personas de mi edad están ya pensando en su retiro y sienten un miedo inmenso de lo que será su futuro cuando ya no puedan trabajar. Esto ocurre porque son parte de la gente que dedicó su vida entera a vender su tiempo a otros, sin cobrar por ello el valor real de los momentos que estuvieron alejados de los suyos, del tiempo que pudieron gozar realizando lo que en verdad querían hacer, de una vida bien invertida en el bienestar personal. Vivimos sumergidos en un sistema que nos mantiene hipnotizados imponiéndonos reglas que la mayoría acepta sin cuestionar… porque es más fácil obedecer que proponer. Desde que era un crío vi las cosas diferentes. Mientras otros niños en sus primeros años se preocupaban por pensar en qué iban a jugar, yo ocupé mi cerebro en entender el universo a mi alrededor. Cuando otros niños buscaban compañía mutua para entretenerse, yo tuve que pasar muchas tardes solo, simplemente reflexionando. No era que no jugara; lo hacía, igual que los otros niños, pero mis juegos eran un poco diferentes. Mi adolescencia no fue muy distinta a mi infancia. Como los otros jóvenes, yo compartía sus necesidades, sus intereses, pero comencé a forjar ideales que los demás no comprendían. Empleé mucho de mi tiempo en experimentar, en investigar, en descubrir. Cuando recién me volví adulto, todo apuntaba a que seguiría el camino que los demás habían decidido recorrer, pero fue sólo una etapa. Luego descubrí que si buscar trabajo no me daba el resultado que esperaba, entonces yo debía inventar mi trabajo… y así lo hice desde entonces. Por eso hoy no me preocupa tanto el aspecto laboral. Mientras exista gente con problemas, habrá mercado para las soluciones que vendo. Es cierto que mi destino final es más incierto que el que tiene la mayoría, pero al considerar todo lo que he logrado, esa incertidumbre realmente vale la pena. Al final, me he mantenido libre para ocuparme de lo que en verdad me interesa, para hacer lo que realmente quiero hacer, para administrar mi tiempo como yo considere mejor... ese… es un lujo que la mayoría sólo sueña. Mis puntos de vista con respecto a muchas cosas también se han modificado. Cuando conocí a Sol me había dado por vencido, suponiendo que mi vida era inútil, que no producía beneficio alguno y, por tanto, que no le interesaba realmente a nadie. Hoy he sido bendecido al descubrir que le importo a aquellos a los que menos pensé que podría importarles, que mi modesta contribución al mundo ha tenido relevancia para aquellos a quienes he alcanzado y que vivir solo no es para nada sinónimo de vivir una vida inútil. Quizá mi paso por la Tierra no haya tenido un efecto espectacular, pero nada ocurre por azar. Aunque sigo considerándome ateo –en el sentido tradicional que esa palabra connota-, ahora estoy dispuesto a admitir que hay un dios que no necesariamente es un ser. Lo visualizo más como un concepto, como la naturaleza misma. Hace muchos años, mientras estudiaba una maestría relacionada con la informática y las telecomunicaciones, una noche tuve una epifanía. Me había quedado sin dinero y sólo tenía lo suficiente para mis pasajes. No podía pensar en acomodarme en un hotel por lo mismo y decidí pasar la velada en una estación de autobuses. Me di cuenta de que cuando alguien se dormía, los guardias de la estación llegaban para despertarlo, como si supusieran que se trataba de algún vagabundo que intentara utilizar el edificio como un refugio para gente sin hogar, así que evité todo lo que pude caer dormido. Como no tenía nada más que hacer, escogí un tema para reflexionar y elegí pensar en los viajes en el tiempo. Mi objetivo era tratar de determinar a consecuencia de mi propio razonamiento si esto era posible o si existían argumentos que refutaran incuestionablemente esta hipótesis. De pronto, me pareció lógico considerar las dimensiones de las que se compone el universo que conocemos. Para ponerlo simple, te pediré que consideres que puedes moverte hacia los lados y de arriba abajo. Además, debes considerar que posees un volumen y que, si permanecieras totalmente quieto, sólo podrías percibir tres dimensiones. Pero como nos movemos, es necesario considerar una cuarta dimensión que es el tiempo, ergo, tiempo y movimiento son distintas expresiones de la misma cosa. Así que vivimos en un mundo en el que podemos apreciar tres dimensiones mientras somos afectados por una cuarta dimensión. Si viajar en el tiempo fuera posible, esto requeriría que el tiempo fuera discontinuo pero, por la forma que nos afecta, tenemos la impresión de que es lineal, es decir, transcurre de principio a fin sin que podamos saltar a un momento específico en el pasado o en el futuro. Vivimos, no obstante, un continuo viaje al futuro, pero sometidos a la ley del tiempo que nos obliga a experimentar un instante a la vez. Luego entonces, ¿es o no posible viajar en el tiempo si esto necesariamente implica saltos discontinuos a través de él? Como siempre he considerado que todo problema tiene una solución, empecé a imaginar maneras de aplicar alguna ingeniería al tiempo y descubrí que viajar en el tiempo podría ser posible, pero se requeriría que reconociéramos más dimensiones que las que afectan nuestra existencia. De nuevo, para plantearlo de una manera simple, imagina que tu vida es una película, un filme, como los que exhiben en cualquier sala de cine. Si pudiéramos viajar en el tiempo, no podrías hacerlo dentro de ese mismo filme; requerirías que existiera otro filme con otra versión de la película. Esa sería la quinta dimensión. La existencia de estas múltiples versiones del filme nos obligaría a suponer la existencia de múltiples universos, formando un multiverso. Si ahora consideras que todos los posibles filmes se guardan en una videoteca y que existen muchas otras videotecas, la videoteca que conserva nuestros filmes sería el multiverso y –así-, el conjunto de todas las videotecas se convertiría en un universo de multiversos. Esta sería la sexta dimensión. La verdad es que no pude visualizar más dimensiones, pero entendí que tienen que estar allí. Son fundamentales si alguna vez quisiéramos construir un vehículo que nos permitiera navegar a través del tiempo. Sin proponérmelo, estaba reflexionado sobre la teoría de cuerdas, aunque esto lo supe a ciencia cierta mucho después, cuando comencé a informarme sobre ella. El problema con esta teoría es que se trata sólo de eso: una teoría para la cual –de momento-, carecemos de los recursos necesarios para probarla. Mientras no podamos hacerlo, es más filosofía que ciencia. Mucho tiempo después ocurrió ese evento que te platiqué antes, sobre el día que me encontraba solo en la sala de maestros y comencé a reflexionar acerca de si era posible llegar a una conclusión concreta en el sentido de si las teorías del creacionismo o del Big Bang son correctas. Todo comenzó cuando me planteé que para que el creacionismo fuera correcto, depende de la existencia de un arquitecto que le diera forma a nuestro universo y el dilema asociado es que nada explica la existencia del creador. Luego reflexioné que si el Big Bang se produjo gracias a una singularidad muy densa que –de pronto-, estalló liberando su energía y creando toda la materia que nos rodea, esa singularidad tuvo que tener un origen. Esto me llevó a pensar que tal vez la singularidad fuera una especie de onda; es decir, digamos que en algún punto se produce una singularidad que estalla y forma el universo y que –por efectos de esa explosión-, el universo comienza a expandirse, hasta que llega a un punto en que regresa sobre sus pasos y comienza a contraerse hasta volver a la singularidad inicial, la cual acumula toda esa energía con tal densidad que tiene que volver a estallar, repitiendo el ciclo eternamente. Si esta hipótesis fuera correcta, esto implicaría que la singularidad es eterna y fluctúa como una onda; siempre ha existido y siempre existirá, lo que hace que surja el dilema: ¿dios o la singularidad? Quizá simplemente son lo mismo. Eso fue lo que pensé. Sin embargo, el problema subyacente persiste. Ni podemos explicar el origen de dios, ni podemos explicar el origen de la singularidad. Más recientemente he pensado de una manera más infantil al respecto. He imaginado a un niño que detona un explosivo como los que usan para celebrar una festividad como la de la independencia de una nación o la navidad. Lo que ocurre cuando explota ese explosivo, es que el material revienta, arrojando sus pedazos a todos lados, sin que se vuelva contraer, ergo, a reconstruir. Esto me sugirió la siguiente cuestión: ¿y si nuestro universo no es más que uno de esos explosivos en las manos de un niño que lo hace explotar y el lapso que transcurre desde la ignición hasta que ha fenecido la fuerza de la explosión representa la vigencia de tal universo? Esto nos plantearía una situación en la que nuestro universo es único e irrepetible, que lo que para nosotros son miles de millones de años, es el tiempo que dura esa explosión particular pero también, que como este universo único e irrepetible, existe una multitud infinita de otros universos –distintos al nuestro-, que pueden haber explotado y fenecido mucho antes de que se formara el nuestro, o que han explotado junto a este, o bien, que explotarán después de que nosotros nos hayamos ido. No lo sé. Estos planteamientos pueden ser inútiles y no ser otra cosa que el reflejo de que paso mucho tiempo solo, pero sólo son una reminiscencia de lo que ha sido mi vida desde la niñez. Aunque he renegado de él, toda mi vida he buscado a dios. * * * Era una tarde ocupada. Había muchos asuntos que atender y, para colmo estaba retrasado. Desesperado como estaba, acabé tan pronto pude lo que estaba haciendo para llegar a mi próxima cita. Luego, salí del lugar y busqué un taxi. Con la prisa que llevaba, perdí la noción de mi entorno y –en cuanto un taxi se detuvo-, me acerqué para abrir la portezuela y abordarlo, pero entonces sentí una mano que se encontraba con la mía. Volteé desconcertado y la vi. Antes de percatarme de su presencia, sólo quería llegar a dónde iba y cuando coincidimos intentando subir al taxi, en el segundo previo a verla, me sentí enfadado de que esta persona no me permitiera continuar mi día cuando más de prisa estaba, pero al verla mi enfado desapareció. Algo había en esta mujer. No sé describirla con exactitud, pero sé que hizo tambalear mi mundo, no porque compitiera conmigo por abordar un taxi, sino porque un cúmulo de sensaciones nuevas se adueñó de mi ser al cruzar nuestras miradas y sentir la piel de su mano tocando la mía. Perplejo, sólo atiné a renunciar al taxi, abriéndole la puerta y solicitándole que lo abordara. Ella me sonrió con esa clase de sonrisa que provoca destrozos en mi voluntad y –simpática-, me sugirió que ambos lo abordáramos. Acepté su oferta agradecido y le pedí al taxista que primero la llevara a ella. Durante el trayecto, primero con la timidez propia de los desconocidos pero después –muy rápidamente-, con el bienestar que produce una sensación de familiaridad, hablamos de cosas intrascendentes. La dulce melodía de su voz siguió en mi mente por días. No podía olvidar a esa mujer. Aunque no tocamos temas de gran trascendencia, su conversación llenó de regocijo mi intelecto y descubrí en ella tal afinidad que hoy me sé incompleto sin ella… pero vayamos un paso a la vez. Fueron días en que no podía reprimir ese deseo incontenible de volverla a encontrar. Inconscientemente, repetí mis pasos de ese día e intenté el mismo horario, sin mucha suerte. Pero un día quiso la casualidad ponernos en el mismo camino. De nuevo, ella esperaba un taxi cuando yo caminaba hacia ella. Estaba indeciso. Quizá hablarle no fuera buena idea, a pesar de que deseaba tanto hacerlo. Por un momento quise rectificar mi camino y eludirla, pero entonces ella me vio y me regaló la sonrisa más maravillosa que he recibido en toda mi existencia. Me le acerqué y le dije: - Le prometo solemnemente que la dejaré abordar el primer taxi que pase. – Entonces ella volvió a sonreír y me hizo ver que también existía la alternativa de que lo abordáramos juntos, como la ocasión anterior. No quise presionar mi suerte y le dije que no tenía tanta prisa como la otra ocasión pero admití que compartir el vehículo con ella era algo que simplemente me encantaría. Hablamos durante un rato, hasta que llegó un taxi y –antes de que lo abordara-, sin saber de dónde saqué el valor, le pregunté si podíamos encontrarnos en otra ocasión para –quizá-, tomar un café. Ella me dio su número y me pidió que le llamara. Quizá por cortesía dejé pasar unos días hasta que le llamé. Acordamos vernos en esa misma parada ya por la tarde, cuando las actividades laborales hubiesen concluido. Esa maravillosa tarde que pasé con ella conocí a una persona que me trasportaba a un mundo de continua fascinación al tiempo que abría una ventana hacia su interior. No fue la única tarde que acordamos encontrarnos, pero esta vez se trató de un proceso que se desarrolló muy lentamente. En realidad, yo disfrutaba su presencia. La disfrutaba mucho. Pero no deseaba dejarme llevar por mis impulsos para que al final, arruinara todo o se diera, acabando irremisiblemente después, como había ocurrido con Sol y con Verónica. Preferí conocer a la mujer, conocer a la persona. No tanto en el sentido de enterarme de lo que hacía para subsistir, de las aficiones que le apasionaban, ni de la historia de su vida, como de aprender sus gestos, distinguir sus emociones, apreciar su compañía y valorar a ese ser humano en particular. De hecho, ni ella ni yo emprendimos premeditadamente acción alguna. Las cosas fueron sucediendo, poco a poco, a su tiempo, sin presionar al destino. Durante ese periodo, me di cuenta un día que mi lugar era junto a ella y –en vez de malgastar mis energías tratando de razonar por qué no la conocí antes-, me esforcé más por disfrutar cada momento a su lado. Una noche, el coqueteo comenzó de pronto, cuando me pidió que le contara cómo había sido mi vida. Escuetamente, le platiqué a grandes rasgos como había llegado hasta ese punto del tiempo. Le agradecí vehementemente que no me cuestionara y que –en vez de ello-, intentara comprenderme, ponerse en mi lugar y entender el porqué de las muchas vicisitudes de mi vida. Entonces, nuestras miradas se cruzaron, acaricié su mejilla y le acerqué hacia mí con delicadeza. En ese preciso momento supimos que nos pertenecíamos y un beso dulce, tierno, tuvo lugar. Fue al separarnos que le confesé que toda mi vida la había esperado, que en ese momento comprendí que ningún lugar en el mundo podría –ni remotamente-, ser mejor para mí que entre sus brazos y ella me volvió a besar. Así inició nuestra historia. Con el tiempo, decidimos que queríamos estar juntos. Nuestra vida en matrimonio inició de una manera memorable. Cada día junto a ella se convertía en un paraíso en la Tierra. Pero nuestra dicha fue infinita cuando llegó a nuestras vidas Diana Evelyn. 17. Diana Evelyn. No sé qué provocas en mí; jamás me sentí así. Es difícil de describir una sensación que jamás conocí; que me llena de vida y hace mi corazón latir con una fuerza desconocida sólo al pensar en ti. Te adueñaste de mi memoria y tocaste mi corazón; entraste en mi historia y te convertiste en mi razón. Y ahora estás en todas partes; cada lunes, cada martes, cada día, a cada instante; dentro de mí, triunfante. ¿Cómo podría no ser así? No hago más que pensar en ti. Te siento en la brisa que acaricia mi sonrisa cuando tu recuerdo viene a mí. Te recuerdo cuando empieza el día y, al salir las estrellas, todavía pienso en ti. No sé de qué otra forma sería sin todas esas cosas bellas que la magia de tu cercanía despierta muy profundo en mí. Sólo sé que todo esto nace en el momento justo que te conocí. Sólo sé que en el fondo yace el amor que despiertas en mí. Sólo sé que nunca antes me sentí así. Diana Evelyn trajo a nuestras vidas la certeza de un significado que es imposible de comprender cuando no tienes hijos. No hizo más que unirnos y consolidar nuestro lazo. Como es de esperarse, no siempre imperó la armonía. Algunas veces se desataba el conflicto, pero siempre fueron esa clase de conflictos en los que te atreves a involucrar porque sabes a priori que nada destruirá esa unión. También terminamos de descubrirnos simplemente humanos, con virtudes y defectos, con instantes de genialidad e idiosincrasias y, sin embargo, todo esto en su conjunto, nos definía como familia. Llegamos a conocernos tan íntimamente, que distinguíamos nuestros secretos en una mirada. Desnudábamos nuestra alma, no porque fuera un requisito, sino porque era una consecuencia inevitable de habernos convertido en uno. Diana Evelyn fue la alegría de nuestras vidas y con el paso de los años se convirtió en nuestra única razón. Si dos mujeres le dieron significado a mi vida fueron ellas. Nunca en toda mi vida me sentí tan completo. Jamás pude imaginar que -si existía-, era sólo para ese momento, para ellas dos. 18. If you leave me now. Desde que Diana Evelyn llegó a nuestras vidas, el núcleo familiar comenzó a configurarse tal y como lo es ahora. Como es natural, en determinados momentos de nuestra vida juntos existieron crisis. Crisis que superamos, no sin que aprendiéramos a interactuar entre nosotros como la unidad en la que nos habíamos convertido. Como sucede en muchos casos, nuestras crisis eran sólo el producto de la adaptación a la que tuvimos que someternos mientras mi dama y yo conocíamos nuestras idiosincrasias y luego, al llegar Diana Evelyn, al realizar los ajustes para nuestra nueva condición. Tal vez insista recurrentemente en este tema porque creo que tengo una modesta contribución para hacer. Tu pareja y tus hijos, son quizás las personas más importantes en tu existencia. No es que excluya a todos los demás, no; pero una vez que configuras una familia, son tu cónyuge y tus hijos quienes se convierten en el centro de tu atención. Tus padres, tus hermanos, tus amigos y conocidos, todas las demás personas son importantes también, en alguna medida; pero las personas más importantes son aquellas con quienes convives por elección y a consecuencia de esta. Pensemos en tus padres y hermanos. Aunque existan momentos álgidos y a veces se produzcan rupturas importantes, ni tus padres, ni tus hermanos dejarán nunca de serlo. No es tu decisión el renunciar a ese lazo filial, aunque no con esto estoy diciendo que no pueda fracturarse dicho lazo. Más bien, lo que digo es que sin importar si convives con ellos o no, siempre existirá una conexión genética entre ustedes y –te guste o no-, cualquier problema que se suscitase entre ustedes siempre será susceptible de ser sanado. Tus padres jamás dejarán de amarte, aunque cuestionen cada simple aspecto de tu vida. Si lo hacen, es precisamente porque te aman. Con relación a tus hermanos, podría ocurrir que entre ustedes se distanciasen, pero esa lejanía no es capaz de destruir el fuerte lazo que les une, lazo que ustedes no eligieron, lazo que fue el producto de la unión de sus padres. Al final del día, siempre existirá la posibilidad del re-encuentro, aunque decidan no aprovecharla. Con respecto a las personas que, si bien, forman parte de tu vida, no son –sin embargo-, partícipes directos de tus aconteceres, tú tienes la capacidad de elección en lo relativo a aceptarlos o rechazarlos en tu entorno. Tus amigos, por ejemplo, lo son porque ambos se eligieron. El lazo que les une es sutilmente más frágil que el lazo que te une a tus padres o hermanos, pero si se escogieron entre ustedes, fue porque encontraron un cierto atisbo de afinidad. Pudiera ser que –con el tiempo-, surgiesen situaciones álgidas que culminen en la ruptura de su relación, pero siempre puedes acudir al perdón. El problema del perdón es que, si bien trae paz a tu ser interno, requiere que te sintonices con esta para ser capaz de otorgarlo. Si no eres capaz de inundar tu alma de esa paz interior, jamás podrás perdonar. Tus conocidos, por otra parte, afectan tu vida por el sólo hecho de que cada persona que conoces llega a tu vida porque cumple una función en esta; a veces pequeña, en otras, suprema. Tú careces del poder de elección; el destino los pone en tu camino mientras cumplen el objetivo por el que llegaron a ti. Hasta ese desconocido con el que te encontraste cuando caminabas por la calle tiene alguna relevancia en tu existencia. El hecho de que –aunque fuera sólo por un breve instante- se encontrarán, es un signo de que así tenía que suceder. Si lo extrapolamos a las leyes de la probabilidad, el hecho de que se topasen frente a frente es todo menos una coincidencia, ya que la probabilidad de que esto tuviese lugar –aunque fuese un valor probabilístico insignificante-, de cualquier manera existió y tuvo lugar. Quizá no seas capaz de percibir nunca la relación que tuvo este encuentro fortuito en tu vida, ni te enteres de cómo la afectó, pero de alguna manera –aunque fuera intrascendente-, lo hizo. Ahora bien, en lo concerniente a tu pareja, esta persona se convirtió en tu pareja porque ambos de una u otra manera así lo decidieron. El nexo que les une es mucho más fuerte que el que te une a tus amigos por el sólo efecto de que elegir pareja requiere una disposición de tu parte de mantener vigente esa relación a largo plazo. Si no existiera esta promesa tácita, la pareja en sí no tendría razón de ser. Muchas parejas enfrentan dificultades durante sus primeros años y –estadísticamente-, se considera que si una pareja logra sobrevivir los primeros cinco años sin que se presente la ruptura, las probabilidades de que dicha pareja permanezca unida de por vida aumentan considerablemente. Los conflictos en la pareja tienen su origen en diversas circunstancias: la disposición de sus miembros a tolerar las idiosincrasias del otro, la fidelidad que pueden garantizarse entre sí, los comentarios y actitudes incómodos, producto de estados de ánimo mal controlados, las divergencias sociales, culturales e intelectuales, en fin, ese tipo de circunstancias. El perdón se vuelve mucho más importante cuando los conflictos de pareja se presentan y lo es porque está condicionado a tu propia apertura individual para acallar tu ego y –con ello-, suprimir el interés egoísta con la finalidad de comprender el punto de vista de esa persona que se ha convertido en tu cómplice durante la vida. Si, cuando se presenta un conflicto entre tú y tu pareja, tú no tienes la capacidad de escucharle, de ponerte en su lugar y de darte la oportunidad de escudriñar en sus palabras para no sólo captar la semántica tras su perspectiva, sino los sentimientos que la producen, el conflicto sólo se profundizará, pues la comunicación se convierte en acusatoria; descalifica las acciones del otro, las palabras del otro, su punto de vista, sus emociones… descalificas a tu pareja, la suprimes. Por eso, algunas veces, el conflicto tiene el potencial de producir tanto daño. Mi dama y yo enfrentamos esta situación no una, sino muchas veces. Más de las que me hubiera gustado. Al principio fue difícil. Nos faltaba aprender a comunicarnos… a verdaderamente comunicarnos; pero eso, afortunadamente ocurrió. Cuando discutíamos -al principio-, los dos nos acusábamos mutuamente. Nuestro ego nos forzaba a ignorar los puntos de vista del otro en la necedad de insistir en que la razón nos asistía a nosotros. Dejábamos de comunicarnos por lapsos prolongados… hasta que uno de los dos cedía, tan sólo porque era incapaz de concebirse sin el otro. Con el tiempo, aprendimos a acallar a nuestro ego mientras escuchábamos. Lo hacíamos porque en principio habíamos prometido escucharnos. Entonces, mientras lo hacíamos –haciendo un esfuerzo titánico-, suprimíamos nuestra propia necesidad de insertar nuestros puntos de vista personales y le permitíamos al otro desahogarse completamente. Lo siguiente que aprendimos fue que –una vez que el otro se hubiese desahogado-, entonces sintonizábamos con él poniéndonos en su lugar por medio de la empatía. Al hacerlo, fue más fácil para nosotros entender las necesidades del otro y como se trataba de necesidades comunes, aprendimos estas eran mucho más importantes que nuestras propias necesidades individuales. Lograr esto fue muy difícil. Para llegar a este punto fue necesario un proceso que duró años y que sólo pudo concretarse porque el amor que sentíamos el uno por el otro superaba cualquier diferencia. La manera en que lo hicimos fue buscando la armonía dentro de nuestro propio ser para –entonces-, interpolarla a nuestra unión. No puedes esperar vivir en armonía con los demás si primero no aprendes a vivir en armonía contigo mismo. Cada vez que algo nos distanciaba, aprendimos a reflexionar sobre el valor de ese punto de ignición. Antes de estallar, analizábamos en nuestro yo interior que tanta importancia tenía realmente el evento que disparó el conflicto. Identificábamos esas emociones que nos hicieron daño y comprendíamos el por qué nos habían dañado. También identificábamos aquellas emociones que no nos dañaban y las separábamos, para concentrarnos sólo en esas con potencial destructivo. Luego, les asignábamos una importancia objetiva y -al llegar a ese punto-, las discutíamos. Hacerlo requería de ambos, por una parte, la disposición para escuchar, por otra, la disposición para comprender. Al hablarlas, sólo nos permitíamos hacerlo si al expresarlas buscábamos informar, más que acusar. Finalmente, llegábamos a acuerdos. Eso fue lo que hizo nuestra relación tan especial y eso fue lo que hizo de mi amiga, mi novia, mi compañera, el pilar de mi existencia. Fue así como aprendimos a conocernos más allá de los conceptos, para aprender de nuestra esencia; fue por ello que no podíamos tener secretos entre nosotros… porque llegamos a conocernos tan bien, que casi podíamos leer los pensamientos del otro con sólo observar su mirada. Y fue esto lo que consolidó nuestra comunión. Mi dama y yo recibimos la terrible noticia de que tenía sus días contados una tarde, cuando Diana Evelyn recién había cumplido sus diecinueve años. No supimos cómo decírselo a nuestra hija. Durante días analizamos la forma de hacérselo saber, pues tenía que saberlo, hasta que un día se lo expusimos. La reacción de Diana Evelyn era lógica, era de esperarse y su actitud comenzó a cambiar poco a poco. Tanto mi dama como yo la comprendíamos e intentábamos ayudarle a aceptarlo, pero decidimos darle la libertad de asimilarlo a su manera, dejándola ser ella, a pesar de que a veces, fue difícil para nosotros como familia. En lo personal, esta era la tercera vez que debía enfrentar la muerte de alguien más importante para mí que mi vida misma. Sobra decir que me sentí destrozado, pero me esforzaba por mantener el optimismo porque mi dama así lo había dispuesto. Ella me pidió fortaleza, me exigió ánimo y me impidió darme por vencido. Sabía lo que acontecía en mi interior y sufrió junto a mí durante el proceso. Por eso decidí complacerla. Ella murió un veintitrés de abril a las tres cuarenta y cinco de la tarde. Con ella se fue la que había sido mi compañera durante tantos años, pero su esencia… su esencia nunca me abandonó. Hoy, a pesar de que su cuerpo ya no está conmigo, no estoy solo, porque ella sigue junto a mí, en mi corazón, en mis recuerdos, en las emociones que aún es capaz de provocarme, en mi quehacer cotidiano. Hoy la percibo aún a través del aire que respiro, de la manzana que desayuno, del calor del sol que abraza mi cuerpo durante el día y de la luz mortecina de las estrellas durante la noche. Me cobija mientras duermo con los sueños en los que ella está aún conmigo y me consuela cuando enfermo al recordar sus mimos cuando ella vivía. Ella no se fue. Nunca se fue. 19. Too much heaven. Diana Evelyn tenía ya veinticinco años. Las reacciones que la muerte de su madre había provocado en ella, modificaron sustancialmente su personalidad, pero lo superó con el transcurso de los años. Aunque había iniciado su propia vida, nunca se despegó realmente de mí. Continuamente me insistía en que yo debía re-hacer mi vida, me instaba a buscar una nueva pareja porque no quería verme solo. Suponía que yo sufría, pero no era sufrimiento lo que embargaba mi corazón sino añoranza. La añoranza que nace de haber tenido el privilegio de experimentar la que fue una de las más grandes ilusiones de mi vida. La otra… la otra se llama Diana Evelyn. Ellas dos se constituyeron en el motor de mi existencia. Las dos moldearon mi personalidad, no para ajustarla a sus expectativas, sino para cumplir mi secreto deseo de ser alguien mejor… para ellas. Cada vez que Diana Evelyn confabulaba para encontrarme pareja, astutamente la rehusaba. Entonces insistía en que debía buscar a la mujer de mi vida y yo le respondía que ya había dos, su madre y ella. Entonces, con su lógica implacable me recordaba que su madre había muerto y que ella deseaba verme feliz, pero entonces le respondía diciendo que su madre nunca se fue y que el saberla siempre a mi lado -sin estar su cuerpo con nosotros-, era suficiente para hacerme feliz. Suspicaz, suponiendo quizá que lo mío era terquedad, nunca se rindió, pero yo siempre me rehusé. Es cierto; podría haber buscado una nueva pareja y podría haber reconstruido mi vida, pero mi vida nunca colapsó. Tuve algo maravilloso que –infortunadamente-, tuvo que irse, pero lo que construí junto a ella sigue siendo tan sólido como esa noche en que le confesé que ella le daba sentido a mi vida. No había nada que reconstruir, no necesitaba a alguien para que ocupase el lugar de aquella mujer que –en realidad-, nunca se fue. Diana Evelyn intentó comprender mis motivos; en verdad lo intentó, pero nunca se dio por vencida. Aun así, trató de entenderme y me dejó hacer, aunque reprobase mi rechazo, creyendo que sufría, mientras añoraba a su madre, pero nunca sufrí. No lo hice porque el que ella muriera no significó nunca el fracaso de nuestra relación, sólo representó una etapa natural en la vida y Diana Evelyn terminaría comprendiéndolo muchos años después de que yo me hubiese ido. Con la muerte de mi dama no perdí. Ella cumplió su ciclo vital, pero el espíritu de nuestra unión es inmortal. Ahora era capaz de comprender por qué se dice que sólo se ama una vez y por qué se afirma que el amor verdadero es para siempre. Muchas mujeres pasaron por mi vida, de la mayoría mis recuerdos son escasos, pero si hubo dos mujeres capaces de darle significado a mi vida, ellas fueron mi dama y mi hija, Diana Evelyn. 20. Réquiem. Morí un diecisiete de agosto durante la madrugada. Fue bueno no haberme dado cuenta ya que sucedió mientras dormía. Al parecer, una úlcera se abrió y la muerte ocurrió sin que la notara, no lo sé. La verdad es que me negué durante décadas a recibir atención médica por el resentimiento que gestó en mí mi interacción con ese médico bien parecido que me llamó idiota por ofrecer uno de mis pulmones para salvar a mi madre, que moría a causa de un cáncer terminal. Para ser honesto, la verdad es que no hubiera hecho la diferencia. Ni la más excelsa atención médica habría podido evitar mi muerte y –una vez muerto-, la causa era lo que menos importaba. Supe que había muerto desde el primer instante que vi mi cuerpo inerte, yaciendo sobre mi lecho nocturno, sabiendo que ese cuerpo había sido mío y –no obstante-, reconociendo la consciencia de mi propio yo desde allí, desde arriba, mientras miraba atónito mi cuerpo muerto. No pude comprender en un principio lo que ocurría. Simplemente me vi allí, tendido, inmóvil; supe que era yo, pero estaba viéndome a mí mismo desde una perspectiva distinta. Al verme libre de mi envoltura carnal, me percaté de que ninguna de las sensaciones a las que me había acostumbrado durante los últimos años de mi vida me seguía. Me sentía libre… libre como nunca lo había sido, pero desconcertado. Todo excepto ese cuerpo inerte que yacía debajo de mí era oscuro… profundamente oscuro. Por primera vez desde que adquirí consciencia de mí mismo me supe completamente solo, pero esa soledad no me apesadumbraba. Sólo era el desconcierto de no atinar a explicar lo que ocurría. No supe cuánto tiempo permanecí allí, principalmente porque el tiempo dejó de tener sentido. Igual podían haber pasado horas que transcurrido días, desde mi actual perspectiva eso… eso ya no importaba. No hubo una película de mi vida, ni túnel de luz blanca iluminando su fondo, ni otros seres esperándome. No los hubo… al menos mientras duré así. Sólo ese cuerpo inerte, perfectamente visible en medio de una oscuridad absoluta. Aunque sigo empleando el vocablo “tiempo”, la verdad es que no sé cómo definir ese lapso que duró esta experiencia, tan nueva para mí como desconcertante. No puedo llamarle tiempo porque desde esta perspectiva pasado, presente y futuro se fundían en el crisol de la eternidad. Llamarle tiempo - más que inexacto-, es absurdo. Carecía de sentido simplemente porque no transcurría; pero me ayuda para describir lo que eventualmente ocurrió. Esa visión tan nítida de lo que otrora había sido mi cuerpo fue desvaneciéndose en la nada… hasta que dejó de existir. FIN
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