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"Nadie abandona la colmena de la noche a la mañana", dijo Arturo, en mitad del silencio.
Roberto lo miró sin quebrar la mudez. Llevaban horas sentados, retrasando el amanecer, esperando que la verdad se soltara y uno de los dos se quedara con el estupor. Al costado de la ruta, hundidos en la banquina, metidos en la caja del automóvil, cruzados por los faros de otros tantos vehículos que llevaban sus historias de paseo, los dos jugaban al final del fracaso.
Marcela había dejado su huella en la arena, el recuerdo del  perfume en las sábanas, su anillo de alpaca peruana sobre la alfombra - a la izquierda de la mesa de noche -, y el chaleco rosa, el mismo que Arturo uso de bandana esa misma tarde en la playa.
Eran perdidos corazones sin ánimo de señalarse, sin deseo de un mínimo reproche. Cada uno se guardaba la botella vacía, el alcohol en el cuerpo, el sexo aventurero y quebradizo.
Huyeron, dejaron el refugio sin la pobre esperanza del reencuentro. Ella fue como una especie de serpiente que les cargó todo el veneno. Una anestesia que no parecía ser bloqueada, vencida, dominada por un antídoto efectivo.
Todo fue vértigo. Ninguno supo más del otro que lo estrictamente necesario. No hubo documentos de identidad, antecedentes o historias anteriores. Tampoco pacto de compromiso ni la obligatoriedad de decir: "gracias por la dicha".
Roberto crispó al motor del automóvil. Arturo encendió un cigarrillo y esperó que sus pulmones se llenaran de ponzoña.
El camino, ahora, era un desnudo trazo de desconsuelo.