En mi defensa...
Publicado en Aug 22, 2009
Se levanta la sesión.
Durante hora y media todos se comían las uñas, sudaban y murmuraban. Cuando llegó la hora de que el acusado diera su testimonio, todos callaron y pusieron extrema atención. El abogado demandante se ponía de pie, para formular sus preguntas. -Bien, señor Guindarro. Acaba de escuchar usted, los testimonios de estas personas. ¿Quiere usted añadir algún comentario, negar alguna afirmación y hablar a su favor? -Claro- ahora se dirigía al juez, quien le miraba atentamente.- En mi defensa, su señoría, yo he amado a esta mujer toda la vida. Desde el momento en el que entró en mi oficina, pude notar que era la mujer con la que querría pasar el resto de mi vida. Y no sólo por eso, le negué el trabajo. Sino porque, al ser la mujer que amo, esto me pondría en una situación alarmante, no sólo en mi trabajo, sino conmigo mismo - el juez cambió de postura mientras lo escuchaba -No le quise dar explicación alguna porque, como puede ver, me pone nervioso... y, también, porque no le quería partir el corazón. Me dolería infinitamente verla llorar. -Entonces, señor Guindarro, ¿alega usted que fue por motivos pasionales, no de discriminación? -¿Cómo cree usted?!!, yo no la discriminaría por nada del mundo... Si es dueña de mi corazón! -Bien, puede bajar del estrado. -Antes que nada, si me permite su señoría; quisiera añadir algunas palabras-dijo el acusado. -Prosiga- le dijo el juez. -La señorita Gonzalez, tiene todas las cualidades de una persona ejemplar, y justa. Es amable, respetuosa y capaz. Y quiero que le quede claro que si alguna vez me la vuelvo a encontrar en mi camino, y espero que así sea, se dé cuenta de que mi aprecio a su persona, es más grande que cualquier cosa en el mundo. Después del juicio, todos se fueron a sus respectivos hogares. El señor Guindarro, al contrario, fue al parque. Tenía la corbata suelta y los primeros tres botones de su camisa bien planchada estaban desabotonados. Pensaba en el hecho de haber encontrado al amor de su vida en semejante circunstancias; y en el hecho de haberlo perdido ese mismo día. Tenía ganas de llorar, pero por alguna razón, las lágrimas no salían. Todavía podía oler el perfume a jazmín de Patricia González. Eran muchos los que hablaban de encontrar y perder un amor el mismo día, pero pocos, lograban experimentarlo. Luis Guindarro se quedó hasta que atardeció en ese lugar, y sólo diez minutos después, decidió encaminarse a su casa. El trayecto no era muy largo. Al cabo de media hora, había llegado al edificio donde vivía. Entró, y optó por utilizar las escaleras. Llegó a su piso, y se buscó en el bolsillo las llaves de su apartamento. Al levantar la mirada, la vio. Su corazón se paró. Todavía enfundada en su traje beige. Tan bella como siempre. Pudo ver en sus grandes ojos marrones, surcos donde anteriormente pasaron lágrimas. -No quería perder la oportunidad de conocerle mejor... señor Guindarro... -Por favor, llámame Luis. -Luis. Sólo quería decir que... Bueno, nadie me ha dicho cosas así en lo que llevo de vida. Y sólo vine a confirmar que es cierto y duradero... -Claro que lo es!- posó sus masculinas manos en sus delicados hombros y luego encomarcó su rostro en ellas- Puedo confirmarlo- La besó, y fue como si su vida dependiera de ello. Como si todo en la vida fuera besarla. Como si nada en el mundo existiera, sólo sus labios. A ella se le salieron las lágrimas. Toda su vida se la había pasado leyendo novelas románticas. Pero nunca pensó que existiera la persona inidacada. Esa persona especialmente diseñada para ella. Se derretía lentamente y le gustaba. Sus latidos eran tan rápidos que pasaban desapercibidos. Se sentía inmensamente feliz. Lentamente separaron sus labios, y se quedaron mirando. Pasaron seis minutos, y desde ese entonces sus vidas cambiaron para siempre.
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Antonio JImenez Villa