Las especificidades de lo femenino. Teresa de la Parra y el impacto de los imaginarios de su tiempo
Publicado en Mar 31, 2013
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Dr. Carlos Narváez
FaCE UC
1.- Las especificidades de lo femenino. Teresa de la Parra y el impacto de los imaginarios de su tiempo sobre la mujer en Ifigenia y Las memorias de Mamá Blanca.
Las frecuentes preguntas relativas a la existencia misma de una escritura femenina obligan a retomar el problema de las diferencias biológicas y culturales y su influencia en el plano de la escritura de las mujeres. Intentaremos ofrecer un panorama general, pues no es el objetivo de esta investigación discutir la multiplicidad de teorizaciones y de enfoques feministas sobre las diferencias sexuales y sobre la historia del dominio patriarcal.
Cuando Simone de Beauvoir dio a la publicidad en 1947 El segundo sexo, le imprimió un nuevo curso al pensamiento en torno a la condición subalterna de las mujeres. Hasta entonces había prevalecido la tesis biologista para explicar las diferencias sociales entre los sexos. De Beauvoir, por el contrario, mostró cómo la cultura occidental se había provisto de discursos cuya finalidad no era otro sino la marginación de la mujer sobre una base cultural. Su crítica se dirigió también contra el psicoanálisis y, en particular, contra la teoría de Freud sobre la envidia del pene, según la cual la mujer era un hombre incompleto.
Sin embargo, hoy día aún algunas feministas apelan a peculiaridades biológicas de la mujer para justificar que la escritura femenina existe, y que experiencias como la sexualidad, el embarazo, la maternidad marcan indeleblemente su producción cultural. Estas posturas surgen desde las posiciones extremistas y arbitrarias, que parecieran invertir los binomios tradicionalmente androcéntricos de femenino-malo, masculino-bueno para construirlos a la inversa, especularmente: femenino-bueno, masculino-malo.
Para Cixous (1995) e Irigaray (1996), teóricas feministas centradas en el inconsciente, existe una escritura femenina que se crea con el cuerpo de la mujer, como resultado de una economía libidinal que decanta el placer del cuerpo y lo recrea en la escritura (Cixous,1995:58-61):
 …las mujeres son cuerpos, y lo son más que el hombre, incitado al éxito social, a la sublimación. Más cuerpo, por tanto más escritura. Un texto femenino no puede no ser más que subversivo: si se escribe, es trastornado, volcánica, la antigua costra inmobiliaria. En incesante desplazamiento… individualmente: al escribirse, la Mujer regresará a ese cuerpo que, como mínimo, lo confiscaron; ese cuerpo que convirtieron en el inquietante extraño del lugar, el enfermo o el muerto, y que, con tanta frecuencia, es el mal amigo, causa y lugar de las inhibiciones.
Censurar el cuerpo es censurar de paso, el aliento, la palabra. Escribir, acto, que no sólo “realizará” la relación des-censurada de la mujer con su sexualidad, con su ser-mujer, devolviéndole el acceso a sus propias fuerzas, sino que le restituirá sus bienes, sus placeres, sus órganos, sus inmensos territorios corporales cerrados y precintados
Este discurso poético y discontinuo de  Cixous, que se rehúsa a ser parte de los cánones feministas denominados de la racionalidad falogocéntrica, indica que algunos poetas –como Shakespeare- han sido capaces de metamorfosearse, adoptando en sus textos una voz narrativa femenina, porque pudieron imaginar que la mujer se resistiera a la opresión y se constituyera en sujeto magnífico, semejante, por tanto, imposible. Esto es sólo dable a determinados escritores: “Los poetas: porque la poesía consiste únicamente en sacar fuerzas del inconsciente, y el inconsciente, la otra región sin límites es el lugar donde sobreviven los reprimidos: las mujeres, o como diría Hoffmann, las hadas” (p.63).
En la teoría de Cixous, lo femenino y lo masculino no se asocian con el hombre o la mujer concretos. Lo femenino es lo subversivo, lo generoso, el fluir discontinuo, que no reprime las diferencias, lo múltiple y lo heterogéneo.
Lo masculino se asocia con el discurso dominante, castrador, homogéneo, falogocéntrico y monocéntrico, pero tiene como asidero común los mismos criterios binarios con que se ha construido la diferencia sexual en Occidente[1].
Richard (1989) prefiere la postura de Julia  Kristeva, según la cual hay dos instancias formativas independientes del sexo: la semiótica (pulsional, femenina-materna) y la simbólica (normativa, masculina-paterna). La mujer está situada en la primera, que se relaciona con el goce y el cuerpo. La tensión entre estas dos instancias marca fisuras en el lenguaje.
La instancia semiótica, más asociada con lo femenino, se vincula con la trasgresión y con lo antisocial de la pulsión erótica, y la instancia simbólica se identifica con la estructuración de la lógica social. Lo masculino y lo femenino, así comprendidos, no corresponden linealmente a hombre y mujer ( Richard, G1989: 35):
Ambas fuerzas coactúan en cada proceso de subjetivación creativa: es el predominio de una fuerza sobre la otra la que polariza la escritura sea en términos masculinos (cuando se impone la norma estabilizante) sea en términos femeninos (cuando prevalece el vértigo desestructurador)
Más que de escritura femenina -de acuerdo con Richard- convendría entonces hablar -cualquiera sea el sexo del sujeto que firma el texto- de una feminización de la escritura,  que se produce cada vez  que una poética o una erótica del signo rebasan el marco de retención/contención de la significación masculina con sus excedentes rebeldes (cuerpo, libido, goce, heterogeneidad, multiplicidad, etc.), para desregular la tesis del discurso mayoritario (p.35).
Como se observa, aunque “desbiologizada” -por estar situada en el plano del lenguaje y no en el de la anatomía-, esta teorización no dista mucho de las propuestas de Cixous (1995), aun menos cuando ve el cuerpo femenino como: “la primera superficie a reconquistar ( a descolonizar) mediante una autoerótica femenina de la letra y la página”  (Richard:1989,p. 40).
En verdad, el problema de lo femenino y lo masculino se ha complejizado muchísimo; ambas son construcciones multidiversas en las que se entrecruzan elementos biológicos, culturales, conscientes e inconscientes muy difíciles de despejar, ninguno de los cuales puede ser desestimado a priori. Precisamente, desde este punto de vista, la obra de Teresa de la Parra resulta particularmente interesante. Ella vivió en una época que -aunque dominada en lo político por la dictadura de Juan Vicente Gómez- se caracterizó por el tránsito a una república más civil. En ese momento histórico se  fraguaron cambios profundos en las mentalidades, que debían ser narrados para que se hicieran perceptibles.
Para reflejar ese mundo, de la Parra se vale de una ironía sublimada, sutil; hace uso de la parodia y del sentido del humor que nos es peculiar.
Observamos en su novelística un repertorio de personajes venezolanos que encarnan nuestros complejos y formas de ser: el Idealista que posee una ilustración especular (primo Juancho, en Ifigenia; el alzado nuestro, el pintoresco jardinero Vicente Cochocho (en Las memorias de Mamá Blanca);  Daniel Mendoza, administrador de la finca “Piedra Azul”, versión paródica  del corrupto.
Este último personaje es muy significativo en cuanto al cuadro de la sociedad que se está dibujando. Cuando el patrón Don Juan Manuel (Las memorias …) despide a Daniel, las vacas se niegan a dar leche si no es él quien les cante. Se percibe aquí una fuerte ironía: esta república de las vacas, ¿no es una imagen de la Venezuela que necesita un administrador corrupto que la arrulle y le diga lo que ella quiere oír?  Evidentemente, esta hacienda de la ficción va más allá de una evocación de la autora respecto de su infancia.
En cuanto al plano linguoestilístico, las novelas de Teresa de la Parra presentan un amplio uso de diferentes recursos –como los que pone en voz del personaje María Eugenia Alonso, en Ifigenia-; así, son frecuentes, entre otros:  concatenaciones metafóricas, paralelismos, personificaciones, alusiones y otras figuras literarias.
Todo lo que ocurre en Ifigenia es a puertas cerradas, en el espacio múltiple y complejo de lo íntimo; para que trascendiera el marco costumbrista de la época, tan recurrente en las narraciones de esos años, la autora supo valerse del arsenal retórico y de los procedimientos figurativos pertinentes para captar lo fantástico, lo fatal y lo numinoso dentro de lo ordinario.
Hizo de los rostros de nuestros parientes máscaras; de sus debilidades, epítetos; de sus extravagancias, atributos­­; de nuestros muertos, guías espirituales. No nos referimos a alegorías  que racionalizan el mito, sino a las alegorías que disipan o disuelven las nociones habituales de los seres y las cosas y devuelven cada elemento a su naturaleza primigenia.
En Ifigenia, los cocoteros de la playa, los techos rojos de la casas, el jazminero, el armario de media luna, la ventana de la sala, una rama de  acacia o de bellísima, el rojo “Guerlain”, las esmeraldas de la Abuela, la “toca de viuda”, el reloj de la Catedral, el anillo de Leal, el baúl de tío Enrique, el mueble “oriental” de Mercedes, los anteojos de carey y la almohada de Abuelita, y hasta la risa de Gregoria se animan y llevan una existencia propia, como silenciosos actores de reparto, dotados de una oscura actuación o misión. Pero  es en los retratos de estos personajes donde mejor se ve cómo cada elemento cobra cierta independencia: los ojos o las manos, una prenda de vestir, una manera de andar, unos zapatos, un tono de voz empiezan de pronto a vivir su propio drama y, sin pasar por la ficción del personaje psicológico, enlazan directamente con el conflicto interior de la protagonista. Cuanto menos intensidad psicológica presentan los personajes, más psíquico se vuelve lo narrado; esa manera paródica de contar le va quitando el peso literal a los hechos, dejando sólo su vivencia  psíquica,  restándole trivialidad a la trama:
Para poder disimular y contener las lágrimas empecé por bajar los ojos y clavarlos en el suelo. Allí, me di a contemplar fijos sobre el mosaico los zapatos de Abuelita, tía Clara  y tío Pancho. No sé por qué me pareció que aquellos zapatos tenían una fisonomía especial y que con ella me estaban mirando. Es muy curioso el observar, Cristina, cómo en los momentos de mi crisis aguda los objetos  que nos rodean se animan de vida. (Obra Escogida. I, p.65).
Cristina Iturbe, su condiscípula, será la vía que necesita María Eugenia para lograr su perfección, la encarnación del saber, la aplicación y la pulcritud como icono: “…así, poco a poco, imitando los detalles acabé por imitar el conjunto, y andando por el camino de la forma, llegué al objetivo del fondo” (Obra Escogida. II, p. 202).
Cristina es una forma y una figura ideal, especie de alter-ego, y esto es lo que patentiza la novela y no la trama de sus relaciones personales. La infancia de María Eugenia Alonso, al igual que la de Cristina, queda reducida a un cuento, es decir, a lo conveniente; además, esta figura es su interlocutor por excelencia, germen de la novela y fuente de su decepción
Nosotras, junto con las Madres, el Capellán del Colegio, las doce Hijas de María, los Santos del año Cristiano, el incienso, las casullas y los reclinatorios, pertenecíamos al otro bando. En realidad yo nunca tuve verdadero entusiasmo de partido. Aquel malvado 'mundo' tan aborrecido y despreciado por las Madres, a pesar de su vil inferioridad, aparecía siempre ante mis ojos deslumbrante y lleno de prestigio  (Obra Escogida. II. p. 31).
En Ifigenia lo narrado en relación con Cristina no tiene mayor trascendencia para la anécdota. La autora, de alguna manera, pretende hacernos creer que es una historia sobre la amistad entre las colegialas; pero el meollo estriba en la vergüenza de María Eugenia Alonso  al fingir que es una señorita bien y ejemplar. Sin duda, la presencia de Cristina representa ese gusto que da la independencia del conocimiento, que le permite alejarse de lo salvaje e iletrado:
Según creo, esta gran armonía estaba basada no tanto en un sentimiento de mutua generosidad como aquella influencia  poderosa que, desde el primer momento Cristina ejerció sobre mí. Yo continuaba imitándola  en todo, la consultaba siempre, seguía sus consejos, y creía firmemente en sus opiniones (Obra Escogida. II, p. 202).
El conocimiento y el lenguaje de Cristina se hacen puente hacia una sabiduría suprema, casi mística. Sin percatarse, María Eugenia Alonso entra a la dimensión de lo espiritual:
Sin saber  cómo, ni por qué, fue del seno de su frialdad de donde vi surgir por vez primera, el chispazo deslumbrador de la ciencia, de la misma ciencia que hasta entonces, bajo la voz de las institutrices, sólo había logrado envolver mi espíritu entre las tinieblas profundas del hastío (Obra Escogida. II, p. 200).
Estos rasgos de Cristina influyen en la personalidad de la heroína y en su evolución final. María Eugenia idealiza a su amiga y, mediante el uso de metáforas, la presenta como un ídolo. Aunque surja la decepción por la condiscípula cuando le responda la carta, de alguna manera desengaña al lector porque la autora la ha personificado como voz en su escritura:
Yo, en plena observación, muda e inmóvil sobre la altura de mi asiento, con los dos pies cruzados en el aire, no sabía que admirar más, si el orden, o si la sabiduría, razón por la cual, mis ojos deslumbrados, iban sin cesar de los libros a la pizarra y de la pizarra a los libros. Pero generalmente, era la pizarra quien conseguía absorber al fin toda mi admiración. Y es que la blanca mano había tomado ya la creta, y se había puesto a escribir en líneas derechísimas, con letras o números firmes y puntiagudos,  mil cosas profundas,  incomprensibles y llenas de misterio… (Obra Escogida. I, p. 200).
Toda esta idealización basada en la pureza, la inteligencia  o la superioridad, convierten a Cristina en la personificación del impulso necesario para que María Eugenia evolucione, a través de esa visión metafórica, hacia la independencia del conocimiento. Cristina representa un lugar sublime para la liberación del pensamiento y para la aceptación del desengaño, es decir, para la viabilidad de una formulación de identidad en estas criaturas que supera la imagen maniquea y patriarcal que nos delineaban el imaginario de  los años veinte y la novelística correspondiente.
Todo novelista que se precie de serlo, más que hacer hablar a sus personajes,  debe escucharlos y espiarlos mientras actúan, para llegar a comprender la psicología de ellos como voces en la escritura (como entes de papel) y la dinámica social en que se mueven.
Este proceso lo observamos en la heroína de Ifigenia, ya que, por lo que oye, María Eugenia Alonso empieza a discernir quiénes son los diversos personajes; ella parece conocerlos en la medida en que los oye hablar de sí mismos, a través de la puesta en escena de las palabras en los conversaciones cotidianas, pues el discurso traduce acciones del pensamiento. La heroína parafrasea, imita y  matiza las palabras de todos, como en este caso, cuando se refiere al habla de abuelita: “Aquí exhaló un profundo suspiro, hizo una pausa y continuó diciendo con la voz de queja hecha ya un lamento conmovedor” (Obra Escogida. I. p. 83).
Cada personaje posee su propio estilo de hablar, que lo delata; María Eugenia registra esos detalles y deriva de ellos interpretaciones que introduce en amplias anotaciones, como se observa en este pasaje referido a Leal: “su conversación estuvo de acuerdo con su figura” (Obra Escogida. I. p. 256).
En toda las obras, en especial en Ifigenia,  el habla no sólo evidencia emociones –las indignaciones o rabietas momentáneas de Abuelita o tía Clara, lo bucólico del temperamento de Mercedes-, sino manifiesta los rasgos permanentes del carácter que configuran el aspecto moral de los personajes: abuelita es tan altiva y conservadora como su memoria genealógica; Mercedes Galindo, tan mundana como su diván turco o su abanico; las sentencias trágicas de María Antonia son tan pesadas como ella.
A la vez, las peculiaridades del habla se integran –junto con algunos atributos físicos- en un continuum caracterizador de los sujetos; por ejemplo, la sobriedad del elegante vestido negro pasado de moda o de la cadena de Abuelita parecerse prolongarse en su discurso, y la conversación de Mercedes comparte la fragilidad ondulante  de la decoración de su “boudoir.”
Una lectura cuidadosa de esta novela permite descubrir las múltiples sugerencias de que se cargan las palabras, más allá de su valor denotativo. Así, el traje de “trusso” de tío Pancho no es más distinguido que el de dril blanco de Eduardo; pero al origen extranjero del primer vocablo se le adiciona la idea del prestigio en el vestir de los Alonso, del cosmopolitismo de Pancho; al mismo tiempo, el habla paradójica de este apunta hacia su  prodigalidad, elegancia y también a la ruina de su linaje, insinuada por  su  carro viejo y  deteriorado.
De esta forma, se logra un calado más hondo en el retrato de un personaje mediante su lenguaje emblemático, sin que se evada la intención realista.  
A partir de las características de su discurso, estos personajes existen como máscaras; así, Abuelita evoca, tío Pancho dice disparates, Gabriel adula, Eduardo ganguea y Leal ordena. Son entes de ficción, y sus palabras son parte de sus máscaras; cada discurso posee un rostro, por ello, los personajes se caricaturizan. Se muestran con todas sus rarezas,  con sus tics verbales, sus ademanes y gestos propios, con su manera de vestir o caminar; esto los asocia con  la construcción de tipos sociales o psicológicos. Pero Teresa de la Parra no los reduce a tal condición; todos están profundamente individualizados: tía Clara no es una solterona ni Mercedes Galindo una mujer perdida, tampoco Pancho es un simple charlatán ni Vicente Cochocho un típico alzado; todos ellos responden al alma de las heroínas -tema mayor en las novelas- y a la facultad de estas para potenciar la perspectiva del mundo ficticio desde el espacio de intimidad por ellas creado.
El anacronismo lingüístico de los personajes ayuda a fijar en el pasado una situación, un sentimiento o una actitud; y, gracias al tratamiento irónico y paródico de todo el texto novelesco, esas expresiones anacrónicas provenientes de la época colonial sirven asimismo para trasladar el pasado hasta el presente. Por ello, las frases de Abuelita y Gregoria se hacen intemporales y eternas.
La familia, en Ifigenia, es más que una unidad social, va mucho más allá que el retrato de una clase. La familia es una metáfora que se prolonga  y se proyecta en el tiempo y en el espacio a través de su genealogía, desbordando los lazos de sangre para entroncar con los fundamentos del carácter y la fantasía: todos los rasgos familiares alcanzan una autonomía y viven por sí mismos, predestinados: la herencia de San Nicolás pasó, de hecho concreto, a ser un destino:
¡Ah! Papá ¡pobre papá!... Mientras esto le cuento a mi amiga Cristina, allá, en las suaves visiones de mi mente, ha pasado un instante la indulgencia de tu rostro, florecida por la indulgencia aprobadora de tu sonrisa… ¡y cómo la reconozco!...Sí; ¡mal podían enojarte! ¡Aquellos días fugaces en que tu espíritu pródigo y jovial pareció renacer por un momento en mi alma, eran la única herencia que debías legarme!... (Obra Escogida. I. p. 37).
María Eugenia  pierde la herencia de su padre, pero no ese otro legado: la rabia o braveza que le viene de la familia Aguirre; no sólo el milagroso rojo “Guerlain” la metamorfosea en una de las mujeres de papá, también la tristeza  pasa intacta del tío Enrique a la sobrina y  a sus descendientes. En el decurso de la novela se insiste en la continuidad abierta que tienen los hechos hacia el futuro.
En Ifigenia y Las memorias de Mamá Blanca, los imaginarios del patriarcado parecen dominar; pero, contrariamente, las estrategias textuales los subvierten, al instaurar una perspectiva, un “logos”, una capacidad creadora y una mirada de autorreconocimiento de signo femenino, recursos que se impondrán a lo largo de estas dos historias.
 

[1]          También esto guarda relación con el concepto de cultura, no sólo como expresión elevada de las artes y de lo social, sino como generadora y reproductora de normas, hábitos y comportamientos sociales. Hoy tenemos claro que han sido muy determinantes los enfoques discriminatorios que se han transmitido culturalmente a través de esos procesos de formación cultural.
 
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Ensayo crtico sobre el impacto de los imaginarios de la poca de la narrativa de Teresa de la Parra (1889-1936).

Palabras Clave: Imaginario-Subalterno-Encierro-Patriarcado-Colonia

Categoría: Ensayos

Subcategoría: Anlisis



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